Víctor Moreno

Alfonso Sastre, «in memoriam»

Para Alfonso, no era solo cuestión de que la cultura fuese revolucionaria o no, es que si no lo era, no merecía siquiera el nombre de cultura

Conocí a Alfonso participando con él en una mesa redonda en Tudela allá por los años 80 del siglo pasado sobre un tema candente en aquella época, “la cultura o es revolucionaria o no lo es”.

Para Alfonso, no era solo cuestión de que la cultura fuese revolucionaria o no, es que si no lo era, no merecía siquiera el nombre de cultura. Quien esto escribe, entonces imbuido por la lectura de un nada revolucionario T. S. Eliot y su libro “Apuntes sobre cultura”, sostuvo que la cultura, caso de serlo, no necesitaba ningún adjetivo que la redimiera. Más aún, muchos contrarrevolucionarios, fascistas, incluso, habían mostrado poseer una cultura muy superior a quienes andaban por la vida cantando a todas horas la Marsellesa y la Internacional. Se armó un buen belén en una sala que estaba abarrotada y, en cuya primera fila, se encontraba Eva Forest, compañera de Alfonso. No nos pusimos de acuerdo, pero eso no impidió que, tras el debate o lo que fuese, fuésemos con los organizadores de aquel encuentro a cenar al aire libre unas costillas asadas a la brasa y acompañadas con vino de la zona, y seguir discutiendo sin avenencia…

Me he acordado de este encuentro tras leer algunas de las «necrológicas» que le ha dispensado el periódico “El País” estos días. Unas necrológicas hechas por quienes lo han recordado como el gran dramaturgo e intelectual que fue y, cómo no, por su compromiso político, no solo durante el franquismo, sino, también, durante/contra la democracia, pues, como se decía en ellas, militó en HB, y ya se sabe.

Unas necrológicas decorosas, sinceras, nada estridentes. Lo extraño –o lo siniestro–, es que “El País” le haya dedicado estas páginas. Y no requerir el comentario de quienes, ante la muerte de Alfonso, habrán brindado con champán y proclamado satisfechos: «¡Por fin! Ya era hora. Uno menos».

Veréis por qué lo digo.

En “El País”, en 1998, se suscribieron tales cosas que, probablemente, ahora dé vergüenza recordarlas y, quizás, sea por esta razón por la que “El País” no las ha querido evocar para ver cómo el papel de Cebrián permitía que su deontología tratara a Alfonso Sastre de aquella manera. Me referiré a dos textos publicados en dicho papel y a otro rescatado de un blog.

En el primero, el novelista Vicente Molina Foix escribía: «La propuesta -tan moralmente irreprochable- de no comprar en comercios cuyos propietarios dan con su voto la munición del crimen, como la de no participar públicamente en actos donde acudan dirigentes de HB tendrían, a mi modo de ver, una extensión factible en el campo de la cultura; la peste que despide, por ejemplo, un escritor-cómplice como Alfonso Sastre debería llevar a apartarse de él en coloquios y antologías, así como a negarle los premios, subvenciones y homenajes institucionales que tanto se le han prodigado con su farisaica aquiescencia. Y en las universidades vascas, los alumnos podrían responder a la establecida intimidación de la minoría matona con un boicot pacífico a las clases de profesores que son algún caso puros e ideólogos del terrorismo» (Vicente Molina Foix, "Caza de brujas vasca", El País 22.7.1998).

El segundo, una década después, en 2008, Fernando Savater contaba en el mismo periódico, que «hace años bosquejó la posibilidad de un espectáculo teatral basado en el último día de una víctima de ETA. Se compondría de una serie de monólogos de quienes le rodeaban (familiares, amigos, adversarios, comerciantes, compañeros de trabajo y el propio asesino) escritos por una serie de escritores vascos: Juaristi, Guerra Garrido, Aramburu, quizás yo mismo… Cualquiera menos Sastre» (El País, 20. 5.2008).

Muy comprensible la apostilla final. La presencia de Sastre hubiera dejado la escritura teatral de estos escritores y del propio Savater al nivel de la herradura de un potrillo.

El tercero pertenece al registro de Rosa Díez, la otrora política socialista. En esta ocasión, el medio utilizado sería sus blog. En él decía lo siguiente: “Entre la inmundicia y la náusea”. «Conviven entre nosotros seres vivos inmundos. Son personas que a primera vista parecen ser como nosotros: tienen una vida profesional, llevan a sus hijos al colegio, quieren a su familia, charlan con sus amigos, leen –e incluso escriben– libros, van al cine, pasean por los mismos lugares que nosotros, lloran, comen, duermen, ríen… Pero, aunque lo parezca, no son seres humanos».
 
Con tal premisa, la conclusión -un acto perlocutivo por excelencia, según Austin, de los que llevan al odio y al crimen-, sería: «Alfonso Sastre es de la especie humana porque fue engendrado (por) un hombre y una mujer. Pero solo por eso: porque quien nace de la especie humana pertenece a esa especie animal. Es lo único que Sastre tiene de humano. Por lo demás, para nada merece el apelativo de ser humano».

No sé a quién retrata mejor el texto anterior, si a su autora o a ese ser a quien no le atribuye rasgo humano alguno.

No me gusta valorar a una persona/personaje por el odio que pueda despertar en los otros, pero, si tal correspondencia es significativa, nadie dudará que Alfonso Sastre fue un gigante.

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