América Latina dividida no puede con Trump
El órdago de Donald Trump al Gobierno de Gustavo Petro, y la marcha atrás del colombiano, enseñan que ningún país latinoamericano puede, en solitario, enfrentar la ofensiva imperialista. Apenas el inquilino de la Casa Blanca elevó los aranceles al 50%, era inevitable que las diatribas de Petro se estrellaran contra el muro de la intransigencia trumpista.
Colombia es un país volcado hacia Estados Unidos, a diferencia de otros del continente. La principal exportación de Colombia es petróleo crudo (45% del total) y carbón, siendo su principal destino Estados Unidos. Pero la principal importación es petróleo refinado, lo que muestra el tipo de dependencia establecida, ya que Colombia (como muchos otros países incluyendo Venezuela), no tienen capacidad refinadora.
En 2024 Estados Unidos fue el primer inversor en Colombia, con más de 1.300 millones de dólares, seguido muy de lejos por España con 470 millones. Estos pocos datos permiten visualizar la dependencia de Bogotá respecto a Washington, un tipo de relación que comparten los países centroamericanos, México y buena parte del Caribe.
Otros países de Sudamérica tienen relaciones comerciales muy diferentes. Brasil, Chile y Perú, por ejemplo, tienen en China a su principal socio comercial. Las exportaciones peruanas a China superan, en una relación de 5 a 1, a las de Estados Unidos, mientras las de Brasil tienen una relación de 3 a 1, siempre a favor del Dragón.
Para completar el cuadro, debe decirse que el comercio intrarregional es muy bajo. La relación comercial Brasil-Argentina es la más importante entre los países de la región, pero no alcanza ni de lejos la que ambos países tienen con China o con Estados Unidos. El 14% de las exportaciones argentinas se dirige a Brasil, de donde importa una cifra similar. En todo caso, es la excepción en una región que cada vez tiene en China su principal socio comercial, seguido de Estados Unidos.
La situación en la Unión Europea es completamente diferente. El 65% del comercio es intrazona, lo que dibuja un panorama estructural distinto, ya que las economías de sus países tienden a ser complementarias. Para la mayoría de los países de la UE, sus tres principales socios para las exportaciones intracomunitarias representaron más del 50% de la participación total de las exportaciones de bienes.
Si la UE enfrenta graves problemas internos y ha extraviado su papel en el mundo, ya que no consigue establecer un rumbo estratégico, puede imaginarse lo que sucede en América Latina que está, literalmente, desgajada y dividida. Si concluimos que para enfrentar la ofensiva de Trump es necesaria la unidad regional, esta se muestra cada vez más esquiva y no hay elementos que nos permitan asegurar que en el corto o mediano plazo sea posible.
Encuentro varias razones para afirmar la casi imposibilidad de una unidad regional duradera o mínimamente sólida, aunque es evidente que sería deseable.
La primera es de carácter estructural y se relaciona con lo dicho arriba: nuestros países compiten entre sí con los mismos productos en los mismos mercados. Básicamente petróleo, soja, carne y minerales. Es una clara herencia colonial que podría haber sido superada, pero dos siglos y medio después de las independencias, la alianza entre el Norte Global y las oligarquías regionales redunda en una mayor dependencia por la adscripción al modelo neocolonial de exportación de commodities.
Los escasos avances hacia la integración no pueden ser solo de carácter político, sino que deben tener su correlación material en la complementariedad de las economías. Sin embargo, estamos cada vez más lejos de eso. Países industrializados como Argentina y Brasil se han reconvertido en grandes exportadores de materias primas mientras sus industrias languidecen.
La segunda es que la última versión de la integración regional, la Unasur (Unión de Naciones Suramericanas), fracasó y no hay condiciones para reactivarla. En su fracaso incidieron varios factores. El más destacable es que nunca fue un proyecto de Estados sino de gobiernos, impulsado al calor de la ola progresista de 2000 en Venezuela, Brasil y Argentina. Pero una vez que se registraron cambios de gobiernos, primero en Brasil, luego en Ecuador y más tarde en Argentina, y los procesos de cambio se debilitaron, como en Venezuela, los impulsos integradores terminaron por quedar anulados.
Por otro lado, la integración fue una iniciativa del gobierno de Lula y se fue armando a la medida de las grandes empresas brasileñas, en particular las de la construcción de infraestructuras, como Odebrecht. Fue una integración que favoreció a los mercados y los empresarios, y tuvo un innegable contenido neoliberal, lo que a la larga fue su mayor debilidad, ya que, además de notorios casos de corrupción (Odebrecht fue expulsada de Ecuador por el Gobierno de Rafael Correa), hubo ganadores y perdedores, pero no se registraron procesos de integración horizontales.
La tercera se relaciona con el avance de las derechas duras alineadas con Estados Unidos, como sucede en El Salvador, Argentina, Ecuador y próximamente Chile. Este tipo de gobiernos rechazan la unidad regional porque prefieren diálogos fluidos con Washington, como queda claro en la política de Milei. Aun en países donde gobiernan fuerzas progresistas, como Guatemala y Honduras, la presencia de Estados Unidos y de oligarquías locales es tan potente que los cambios son más que difíciles.
Por último, incluso entre los llamados progresismos hay diferencias muy notables. El gobierno de México (que es muy dependiente de Estados Unidos) no se muestra favorable a la participación en foros regionales como la Celac. A ello hay que sumar las evidentes diferencias entre Venezuela y Brasil y Chile, o entre la mayoría de los progresistas y Nicaragua.
Todo indica que aún falta recorrer un largo, muy largo camino, para que los países de la región puedan enfrentar al nuevo imperialismo trumpista con algo más que declaraciones.