Jesús Valencia
Educador social

Artífices de un mundo más igualitario

Todavía recuerdo los roles que cada género tenía asignados en aquellos años de mi infancia rural. A las mujeres, principales gobernantas de la casa, se las consideraba incompetentes para ocupar cargos de gobierno en el ayuntamiento, la caja rural o la cooperativa. Por lo que se refiere al entorno familiar, los varones se sentaban a mesa puesta y en los lugares preferentes; no participaban en las tareas domésticas por considerarlas humillantes e impropias.

Las esposas dejaban preparadas las prendas domingueras para que los maridos las lucieran en la misa mayor. Si la fiesta patronal incluía bailables, a las mozas les iban dirigidos los reproches morales del predicador.

Aquel modelo patriarcal dejó rastro; sus huellas, como las turbulentas riadas de estas fechas,  siguen visibles en nuestra actual convivencia. Así y todo, es evidente que el peso social de la mujer se ha expandido y asentado. Se está produciendo un cambio trabajoso y necesario que, como cualquier transformación profunda, viene de abajo. El resquebrajamiento del patriarcado abre camino a un nuevo modelo de sociedad más igualitaria y justa; las consecuencias de estos cambios nos benefician a todos, aunque son ellas las que han asumido el peso mayor de esta lucha y las que la siguen liderando.

La emancipación de género –como cualquier otra emancipación– es el resultado de anhelos profundos que pugnan por abrirse camino y que maduran en el intento. Cada día descubro en ellas nuevas y envidiables cualidades: diestras en las más variadas tareas, perspicaces y observadoras, competentes en incontables profesiones, intuitivas y sensibles, predispuestas a la comunicación profunda y al   amor desinteresado. Su compromiso en la defensa de la igualdad convierte la feminidad en fuerza insurgente y, al mismo tiempo, hace de la insurgencia una experiencia transformadora cargada de feminidad. Entre las mujeres a las que recuerdo con admiración, me permito citar a cuatro. Distantes en el tiempo y en el espacio, tuvieron un elemento en común: al haber puesto sus largas vidas al servicio de tareas liberadoras; trayectorias ejemplares que contribuyeron a impulsar aquellas causas y a revalidar el papel de las mujeres como sujetos de cambio.

Harriet Tubman nació esclava en la Norteamérica del siglo XIX; como las gentes de su misma condición, se crió con escasas contemplaciones y excesivos maltratos. Tenía 29 años cuando se le agotó la paciencia y huyó de la plantación en una noche con tintes de amanecer. Consiguió eludir los mastines de los hacendados y, entendiendo la liberación como experiencia colectiva, se convirtió en mugalari: guiaba a esclavos prófugos desde el Sur esclavista hasta el Norte abolicionista. Sus antiguos dueños pusieron un precio muy elevado a su cabeza, pero ella no les dio la oportunidad de abonarlo. Todas sus expediciones clandestinas resultaron exitosas y murió en la cama rodeada de gentes amigas.

Tránsito Amaguaña nació, casi a una con el siglo XX, en un pueblecillo de Ecuador, Estado latinoamericano asentado por aquellas fechas sobre un modelo social radicalmente injusto. Serranías andinas expoliadas por hacendados ambiciosos y trabajadas por indígenas humillados. Aquellas gentes que malvivían en régimen de huasipungo y que soportaban los golpes del acial, la llamaron Mamá Tránsito. Fue grande el aprecio que le tenían y mucho lo que aprendieron de ella: el orgullo de ser mujer e indígena, el amor a la tierra que consideran suya, la dignidad rebelde de un pueblo originario, el amor a su lengua y a sus tradiciones. Comunista de ropas ásperas y pies descalzos. Desde 2009 reposa en las faldas del Cayambe. Las gentes de muchos mundos y el viento frío de aquellas montañas siguen evocando la gesta grande de aquella mujer menuda.

Mamá Munda (como Raimunda la bautizaron) nació más tarde y en Chalatenango. Con un corazón sin mesura, atendió a sus hijos y a otros chavales abandonados. Cuando llegaron los años de la guerra popular salvadoreña, se alistó al FMLN como ranchera de campaña; estaba convencida de que cocinando pupusas para combatientes también promovía la revolución. Alguien que conoció de cerca el aporte de aquellas  campesinas incorporadas a la guerrilla lo expresó con acierto: «Nada ni nadie, ni antes ni después de aquellos días, hubiese podido alzar cabeza entre los irredentos guanacos, de no ser por tantas mujeres humildes de su mismo porte». Mamá Munda murió hace unos meses y quisiera que estas líneas sean un merecido reconocimiento a su generosidad.

Fuimos amigos de Blanca Antepara. Nació y vivió en el pueblecito alavés de Urbina, que consideraba el rincón más bello del mundo. La lucha liberadora de Euskal Herria la envolvió y ella se dejó envolver. La militancia de dos de sus hijos como voluntarios de ETA, le permitió adquirir de prisa una gran lucidez política. Denunció sin tapujos a tantos mangantes que generaban el conflicto y que se beneficiaban de él. Comprometida con nuestro pueblo y con sus presos, los defendió con puños y dientes. Conoció días sin noches y noches sin descanso. Recorrió mil veces las rutas de las cárceles en las que visitaba a su hijo y a otros presos a los que consideraba su familia extensa.

Mujeres abnegadas que contribuyen de mil formas a la emergencia de un mundo diferente. Maestras en el arte del amor expresado como pasión liberadora. Che Guevara dijo de ellas: «El papel que pueden desempeñar en el proceso revolucionario es de suma importancia». Con el orgullo de pertenecer a un pueblo en el que tanto abundan las mujeres comprometidas, creo que el argentino universal tenía razón.

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