Aster Navas
Profesor

Brad y yo

He llegado, con este tipo de experiencias, a la conclusión de que lo que nos convierte en contemporáneos no es tanto la coincidencia temporal como la emotiva

Lunes. «Vigílalo», me ha dicho el relojero al devolverme el Seiko que le llevé la semana pasada porque atrasaba. «Vigílalo», ha insistido a media voz acompañándome hasta la puerta y poniéndome la mano en el hombro. Me lo he atado a la muñeca con miedo, convencido de que aquel desajuste no se había debido a una cuestión mecánica o de pila sino de voluntad; que el muy puñetero me estaba escamoteando adrede segundos, minutos, horas...

Martes. Tropiezo en la biblioteca con algunas antologías de Caballero Bonald. Nunca pude con su poesía; sin embargo debo reconocer que los títulos los clavaba: “Quién sino tú”, “Material del deseo”, “Somos el tiempo que nos queda”... Ostia...

Miércoles. En 4.A celebramos el cumpleaños de Andrea. Como cada curso mis alumnos tienen siempre dieciséis años; yo soy siempre un año más viejo.

Al parecer ya no queda nada de Bajmut; tampoco de la moción de censura que acabó desinflándose, convirtiéndose en un «dictamen». Arde París. Amargo: curioso apellido para un bailaor.

Jueves. En una nueva entrega de First Dates uno de los comensales repite varias veces «el día de mañana»: «Hay que empezar a pensar en el día de mañana», aconseja a su cita. Además, suelta varios etcéteras. Ha visitado Berlín, Roma, Amsterdam, «etcétera». Me acuesto pensando que etcétera es un invento comparable a la rueda. Si no fuera por etcétera nuestras listas serían interminables. Si no fuera por ese cajón, por esa discreta alfombra bajo la que deslizar nuestros inventarios, la lista de los Oscars ganados por “Todo a la vez en todas partes”, las lesiones de Ander Herrera o los beneficiados por el bono eléctrico, estaríamos aviados.

Viernes. Abro la nevera sin ningún tipo de precaución y me encuentro en uno de sus estantes con el lunes. Vale, de acuerdo, sí, con el guisado que no conseguí terminarme el lunes, pero «lunes» a fin de cuentas; recluido en un tupper, pero «lunes».

Lo meto en el microondas y consigo que se vuelva «miércoles». Comprendo, para más inri, ya en el postre, que he comido carne en plena cuaresma…

Si te lo paras a pensar ese electrodoméstico da vértigo. Especialmente su congelador donde los saltos en el tiempo son aún más temerarios.

Sábado. Durante unos minutos –uffff– doy por perdido el móvil. He llegado, con este tipo de experiencias, a la conclusión de que lo que nos convierte en contemporáneos no es tanto la coincidencia temporal como la emotiva. Somos en buena medida coetáneos porque nos asalta una angustia idéntica al no encontrar, como ahora, el teléfono; al comprender que no hemos guardado ese archivo que se ha volatilizado; cuando la web nos dice por tercera vez que nuestra contraseña no es correcta, cuando él o ella no ha visto nuestro estado de Whatsapp.

Por cierto, me entero por la prensa de que Malú y Albert Rivera habrían podido poner fin a su relación. Al parecer es muy elocuente que la cantante haya dejado de seguir al expolítico en Instagram.

El anticiclón continúa, testarudo, sobre las Azores. El horóscopo recomienda a los Tauro ser fieles a sí mismos; paciencia a los virgo.

Domingo. Descubro en la Wikipedia que, aunque el tiempo no nos ha tratado con la misma delicadeza, Brad Pitt y un servidor tenemos la misma edad; mes arriba, mes abajo. Podríamos decir que somos quintos. Definitivamente mi reloj ahora adelanta. No sé –es apenas un minuto a la semana– si merece la pena arreglarlo. Quizá incluso me venga bien ese puntito de estrés, de aceleración, de ritmo: la vida, ahí fuera, es cada vez más vertiginosa.

En fin.

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