Antonio Alvarez-Solís
Periodista

Cada vez más lejos

Sostiene Alvarez-Solís que la democracia edificada por la burguesía liberal tras su llegada al poder con la Revolución francesa ha desaparecido, y con ella todo el andamiaje social levantado en torno al denominado Estado del bienestar. La casta neoliberal ha tomado el relevo, creando una gran separación entre el poder y la sociedad, que ha producido una descomposición moral y material a la que hay que poner remedio, no solo para recuperar una existencia mínimamente honesta, sino también «por pura necesidad material».

La democracia edificada por la burguesía liberal –una democracia que funcionaba para una ciudadanía urbana de clase media– ya no existe. Era una burguesía que había llegado al poder con la Revolución Francesa tras nutrirse con los valores de la Ilustración. Poseía un dinero que le daba una cierta ascendencia política y una cultura relativamente consistente adquirida mediante una prensa y una universidad que alimentaban, a la par que ahormaban, su libertad. La gran clase dirigente diseñó para alojar a esa burguesía y ponerla a su servicio un estado-nación con un perfil institucional jacobino que adquiría solidez con el invento del patriotismo, que protegía el espacio estatal como finca de sus negocios, perfectamente resguardados por una vigilante política arancelaria. Esa burguesía creció horizontalmente con mucha energía, con empresas y servicios que la amoldaban a los propósitos y ambiciones del verdadero poder, ejercido por familias de existencia discreta que gobernaban la sociedad nacional mediante un prudente uso de sus principales herramientas: una enseñanza escalonada, un poder militar intervenido y unas iglesias que practicaban una espiritualidad cómoda y elástica.


El resultado político era una democracia liberal en sus manifestaciones ideológicas, rígida en sus intereses y con un crecimiento económico que absorbía las posibles disidencias. En torno a ese núcleo compacto vivía la masa obrera a la que se hacía frente con un poco de zanahoria y un palo expeditivo según las ocasiones. Las empresas que poblaban una sociedad de tal signo habían extendido su influencia hasta el seno de las familias, sobre las que proyectaban un magnetismo compuesto de diversas seguridades.


Pues bien, con todo eso acabó el neoliberalismo, constructor de fantasías que han roto la solidaridad de la clase obrera, demoledor de todas las concesiones humanitarias con que la burguesía liberal había levantado el llamado Estado del bienestar –del que debe decirse que había actuado deletéreamente sobre la vida sindical– y, en definitiva, entregado a la conquista del poder con la herramienta de unas finanzas endogámicas a las que resguarda un Estado convertido ya en su mejor negocio. Y en ese dramático neoliberalismo está instalada la sociedad actual, convertida en un amasijo informe y dolorido.


Como es obvio suponer, esta casta neoliberal, verticalizada de un modo cruel y excluyente, que paradójicamente funciona por implosión y que está entregada a una autofagia carente de toda contención moral, necesita un cinturón protector ante la aparición de una inevitable respuesta a su canibalismo. Un cinturón que camufle en lo posible su carácter expoliador a fin de evitar los choques con el destrozado mundo del trabajo y con las destruidas clases medias, dolorosamente proletarizadas. Ese cinturón está compuesto por distancias crecientes entre el poder y la sociedad tanto en lo económico como en lo social, en lo político e incluso en lo religioso. Todas estas distancias que salvaguardan al poder del peligroso contacto con la ciudadanía conforman lo que ha dado en llamarse la globalización. Consecuentemente, la globalización, como vehículo de esterilización de la política democrática y de las libertades, debiera constituir el objetivo a batir por las fuerzas antisistema.


El análisis de las distancias como inhibidoras de la soberanía popular lleva a considerar ante todo la función del estado-nación en este proceso de agotamiento democrático. El Estado ya no constituye una estructura, al menos en apariencia neutral, para administrar lo que el derecho romano consideraba el suum quique tribuere, el dar a cada cual lo suyo. El Estado se ha convertido en una férrea defensa del Sistema cerrado actual ante las necesidades o apetencias populares. El Estado es ya, simplemente, una red institucional que previene cualquier intento de la calle para lograr la soberanía real sobre su propia existencia. Esta es su primera y patológica misión. La segunda consiste en servir de cauce a las consignas del gran poder internacional sobre las formas de vida, ya sean políticas, culturales o económicas, que se desea conservar. Para resumir, el Estado concede una pretendida legitimidad política a las inalterables formas actuales de la gobernación y ampara con su rígida y circunstancial legalidad la violencia represiva que resguarda el estatus. Así es como todo lo que atente enérgicamente contra el Sistema es conceptualizado como terrorismo y tratado cínicamente como tal. La crueldad de la respuesta del gran poder a los intentos autoliberadores de la masa ciudadana está tiñendo de sangre el panorama internacional.


Ahora mismo la distancia entre la política y la ciudadanía, entre el trabajador y la empresa, entre la universidad y el pensamiento, entre la máquina financiera y las necesidades de los pueblos ha adquirido una dimensión sideral. El mercado ha perdido su dependencia territorial inmediata, el aparato financiero ha renunciado a su papel de intermediación en una economía de cosas y servicios y la máquina estatal atiende casi únicamente a las necesidades de la especulación a fin de mantenerla activa. Los grandes indicadores de la bolsa orientan su atención preferente al juego con abstracciones monetarias. Todo esto produce una sensación general de desconcierto, un rechazo a la integración cotidiana en el marco cívico, un desasimiento respecto a la dirección política, que resulta inútil y generalmente perjudicial cuando no profundamente corrompida. En este último aspecto puede sostenerse sin lugar a equivocaciones que la corrupción se ha transformado en modelo socio-económico.


Evidentemente, tanto por la necesidad ética de recuperar una existencia mínimamente honesta como por pura necesidad material, hay que poner remedio radical a la descomposición moral y material del neoliberalismo. Y ese objetivo fundamental solamente resulta alcanzable mediante una estructura de distancias cortas en todas las vertientes de la vida de los pueblos. Es urgente primar una práctica política de proximidad, una economía de cercanías, una cultura participada ajena al puro espectáculo. Estamos, pues, llamados a la eliminación de los aparatos que nos proyectan cotidianamente hacia horizontes en los que no podemos intervenir. La liquidación de los Estados contemporáneos es una de las tareas que las masas, revalorizadas en un marco auténticamente nacional, han de abordar preferentemente. Superado el actual Estado-nación como máxima expresión de gobierno, o sustituido por otras estructuras de proximidad, el funesto eslabón estatal con los lejanos poderes que manipulan la existencia humana al margen de todo control político popular se debilitaría sensiblemente.


Resulta imposible pensar en una libertad auténtica de los ciudadanos cuando las decisiones fundamentales son tomadas a una distancia que el uomo qualunque no puede superar. En el juego trilero que se da entre los organismos internacionales, los poderes que los crean y sostienen y los vicarios Estados-nación es imposible que la calle tenga la más mínima oportunidad de autogobierno. Las mismas tecnologías que afirman estar al servicio de una comunicación universal sirven para producir una incomunicación insalvable en los espacios críticos. Esas tecnologías promoverían la libertad y la democracia si funcionaran con un control de proximidad por parte de la ciudadanía. Pero el monopolio fáctico con que funcionan introduce subrepticiamente toda clase de dominaciones. Los monopolios solamente pueden ser destruidos por una sociedad que apueste por las distancias cortas. Conseguir tal cosa es la misión histórica de las naciones sin Estado.

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