José Ignacio Camiruaga Mieza

Cultivar la cultura del don

En los años setenta, Erich Fromm publicó su libro «Tener o ser» destinado a un gran éxito editorial, incluso a convertirse en un auténtico hito en la crítica a la sociedad y a la ideología del consumo, que se estaban consolidando en aquellos años.

La posición de Erich Fromm era clara: la gente ya había renunciado al ser a favor del tener, la posesión y el consumo que se convirtieron en los valores de referencia de una sociedad completamente orientada hacia el mercado y el dinero.

Esta nueva ideología, sin embargo, representaba solo una cara de la moneda: la otra estaba constituida por la afirmación progresiva, como producto de la sociedad de la información, de la cultura de las apariencias.

Erich Fromm no lo hizo, pero bien podría haber escrito otro libro titulado «Ser o aparecer».

Si la clave para entender el «Tener o el Ser» se hubiera podido resumir en el enunciado «Consumo, luego existo», la del libro hipotético podría haberse condensado en «Aparezco, luego existo». Las reflexiones de Erich Fromm resultaron proféticas, incluso superadas en algunos aspectos por una realidad aún más dura de lo que se temía.

Está claro que una sociedad que basa su comportamiento en valores exclusivamente materiales acaba considerando los ideales, y muchas veces incluso las ideas, como adornos inútiles, obstáculos de los que liberarse lo antes posible.

Nuestra vida tiende a reducirse a la esfera privada, a confinarse en la dirección del consumo puro y simple en el que se agota toda proyección personal, toda aspiración cultural. Consumir y consumirnos en una sociedad invadida por bienes, por ofertas seductoras, por una publicidad cada vez más traviesa e insidiosa parece haberse convertido en nuestra única perspectiva.

Poseemos cantidades increíbles de cosas inútiles, usadas en algunas ocasiones y luego apartadas en masa y reemplazadas por otras en la búsqueda continua de lo nuevo, la última tendencia, el último modelo.

Lo superfluo se ha convertido en todo y al mismo tiempo todo se ha vuelto superfluo. Se podría haber pensado que una sociedad en gran medida liberada de necesidades materiales primarias y que tiene grandes cantidades de bienes y recursos a su disposición podría ser más atenta y sensible hacia esa parte no insignificante de los menos afortunados. Sin embargo, esto no sucede. El aumento de la riqueza casi nunca corresponde a un deseo de redistribución. Casi siempre, y especialmente en tiempos de crisis, los ricos se vuelven más ricos y los pobres cada vez más pobres.

Parece una paradoja: cuanto más crece la riqueza disponible, más tiende a concentrarse en unas pocas manos: los pobres deben contentarse con participar como espectadores en el despilfarro y las locuras de la «sociedad del espectáculo».

Estos son los frutos del modelo liberal en el que nos hemos basado y dentro de este modelo los comportamientos sociales e institucionales generales se replican y encarnan en el sector privado. El despilfarro y la disipación públicos son inmediatamente tomados prestados y aplicados por los sujetos individuales, el descuido y la indiferencia se convierten en el rasgo distintivo de todo comportamiento, el egoísmo y la posesión señalan el estatus de quien puede prescindir de los demás. La identidad ya no se afirma a través de la humanidad, la cultura, la capacidad de escuchar y asumir los problemas y dificultades del vecino más frágil, sino mediante el ejercicio de un poder dado por el rol o la posesión.

La única manifestación residual de generosidad se confía a la caridad, a la caridad administrada con la que quisieran curar las heridas visibles de la sociedad. «Los hombres desaprenden el arte de dar. En su ejercicio organizado el impulso humano ya no tiene el más mínimo lugar. En efecto, la donación se combina necesariamente con la humillación, a través de la distribución, del cálculo exacto de las necesidades, en el que el beneficiario es tratado como un objeto». Theodor Adorno escribió en sus "Minima moralia".

Pero incluso las donaciones privadas se han convertido en una rutina, una especie de compromiso social que debe cumplirse en el marco del mantenimiento de «buenas relaciones» al que se asigna una parte del presupuesto y el mínimo tiempo y esfuerzo posibles. Érase una vez, cuando todos éramos más pobres y dar significaba privarnos de algo en favor de otro, que estábamos felices de imaginar la felicidad del destinatario del regalo.

Era necesario tomarse un tiempo para elegir el regalo, para pensar en el otro como persona, en cualquier deseo, tal vez expresado en un susurro meses antes. Era una manera de participar en la vida de los demás, de compartir gustos, éxitos y expectativas. Era una forma de comunicarse, de enviar un mensaje de estima, cariño o atención.

El regalo quedaba. Era preservado, incluso celosamente, porque representaba la memoria, la memoria de la ocasión y del donante. Todo esto se ha perdido, perdido en la gran masa de artículos de regalo, listos para usar y para la ocasión, al fin y al cabo, escaparate del regalo de masas, sin personalidad y sin más pretensiones que la del ejercicio de un «deber»: pudo haber sido ese regalo u otro y hubiera sido lo mismo.

La del don, del arte perdido del don, como decía Theodor Adorno, es la metáfora de un mundo en el que las relaciones humanas se limitan a simples conocimientos superficiales que no comprometen, que no involucran. Un mundo en el que se tejen relaciones y relaciones funcionales para lograr un resultado, que terminan igual que termina la relación entre vendedor y comprador en el momento de la compra. Relaciones como bienes para vender o, en el mejor de los casos, intercambiar.

Otro indicador de la caída de la cultura del don es la desconfianza o la falta de confianza: ya nadie confía en nadie.

Cada uno se retira a su pequeño mundo, a su propia intimidad y acaba desinteresándose de lo que le rodea y que no interactúa directamente con sus intereses y necesidades.

Y entonces los grandes interrogantes, los grandes problemas que aquejan a la humanidad, el hambre, la pobreza, el dolor, el sufrimiento, se convierten en breves y lejanas representaciones televisivas entre un anuncio y un desfile de moda en nuestros informativos y nos sentimos tranquilizados por la distancia y luego, quién sabe qué hay detrás de estas tristes representaciones y a qué lógica política o económica responden.

El utilitarismo y el hedonismo tienden a reemplazar la ética cultural y política tradicional, abriendo nuevos frentes de malestar entre los jóvenes y la ardua búsqueda de una nueva identidad personal y social.

Desde un punto de vista positivo, este proceso, a su vez, abre nuevas oportunidades para la investigación y la experimentación con nuevas formas de compromiso y solidaridad, de las cuales el voluntariado, el ecologismo, el pacifismo... parecen ser las nuevas y mejores proyecciones. Esto significa que no todo está perdido y que no podemos rendirnos a la renuncia a una visión nihilista que no deja lugar a la esperanza.

Sabemos bien que un árbol que cae hace más ruido que muchas briznas de hierba que crecen y las noticias nos han acostumbrado demasiado al acoso, la violencia en los estadios, los asesinatos familiares, las euforias de los sábados por la noche y las muertes. Sin embargo, podemos ver nuevos signos, que poco a poco se vuelven más fuertes e interesantes, de una búsqueda diferente de sentido entre las generaciones más jóvenes.

Una investigación confiada al redescubrimiento de un sistema de valores del que extraer ideas de referencia y de estabilidad frente a la complejidad de una sociedad posmoderna que no propone una jerarquía de valores propia y obliga a los individuos a una elaboración de manera continua y personal.

Esto explica las numerosas «realidades silenciosas» que ocupan cada día espacios cada vez mayores de convivencia.

Poco a poco quizá veamos la novedad de un mayor crecimiento del voluntariado y surjan nuevas formas de solidaridad juvenil (basta ver lo que ha sucedido en la reciente DANA en España), inspiradas y guiadas por la necesidad de resolver los numerosos problemas de justicia social que afligen a los jóvenes, pero no solo a ellos.

La cultura del dar no es una utopía, existe y se perpetúa a través de muchos pequeños actos diarios que necesitan ser apreciados y valorados.

La generosidad muchas veces no persigue el clamor, actúa en silencio, casi con modestia. Ese pudor que surge de la conciencia de no estar en sintonía con el pensamiento general. Quizás todos deberíamos aprender a amarnos más y liberarnos de las limitaciones y cargas que la sociedad nos impone, recuperando nuestra subjetividad y nuestra libertad de pensamiento, solo así podremos amar finalmente a nuestro prójimo como a nosotros mismos.

Search