Desahucios: el desamparo definitivo
«Un aire de vergüenza, instantáneo como el colacao. Mañana se habrá disuelto», advierte el autor al valorar la muerte de Amaia Egaña, el drama de los desahucios, un «atentado en toda regla» contra la dignidad humana. Critica la lógica capitalista y concluye tildando de «lágrimas de cocodrilo» las que vierten quienes señala como responsables.
Ha tenido que sobre-venir lo inevitable para que se hable de lo evitable. Para que irrumpa en la agenda de los que hacen negocio con el sufri- miento humano. Para que quienes sólo tienen palabras hue- cas, gestos para la galería mientras degustan un licor asentado durante veinte años en barrica de roble, se dignen a mirar, por una vez, hacia abajo.
Ha tenido que llegar el suicidio de Amaia Egaña, reconocida militante socialista, para que las cabeceras de los medios se acuerden de que diariamente una decena de familias vascas, quince o veinte según las fuentes, son arrojadas de sus viviendas. De la página de economía a la de sucesos.
Arrojadas por incumplir las cláusulas bancarias de los contratos cuando hipotecaron sus casas. Ha tenido que ocurrir lo inevitable para que sus compañeros abandonen apresurados el teatro diario y caigan en la cuenta de la existencia de otro mundo. El submundo. La cercanía oprime. Declaraciones apresuradas. Un aire de vergüenza, instantáneo como el colacao. Mañana se habrá disuelto.
Hemos vuelto la vista atrás, apenas unos años, para recordar que banqueros y dueños de las Cajas de Ahorros metidos también a banqueros, rompieron el molde de la lógica, del equilibrio natural, para especular con el suelo, con la construcción, con el noble objetivo humano de refugiarse bajo un techo. Prestaron dinero a toda la cadena para atesorar como nadie lo había hecho en tan poco tiempo.
Salieron de sus madrigueras empujándose los unos a los otros, ávidos como aquellos roedores que portaban la peste negra. Habían encontrado el maná bíblico, las semillas de coriandro mágicas. Anunciaron el paraíso en la tierra y gastaron miles de millones en pregonarlo a los cuatro vientos. Cada metro cuadrado vendido, prestado, tenía su tanto por ciento de recaudación. El color del dinero.
La aventura especulativa cruzó fronteras. Y se lanzó hacia España después de alcanzar la masa crítica entre nosotros. Hipoteca para la casa, muebles, coche de lujo, vacaciones en el Caribe. A un cómodo interés. Todo en el mismo paquete. Fue una oferta crediticia extraordinaria que generó una deuda del mismo tamaño. Las cifras explosionaron, como recordamos una y otra vez. Cerca del 100% del PIB nos avanzan los expertos.
Todos se endeudaban. Ellos. Nosotros. Crecimiento para ofertar números en positivo en la economía a través del sector inmobiliario. El ladrillo. Ya lo dijo el ministro de Economía: «España es el país donde es más fácil enriquecerse en menor tiempo». Carlos Solchaga, socialista. Ser pobre era de tontos.
Quien engorda aspira a más. Las hipotecas crecían hacia el horizonte, el suelo prosperaba mientras el ladrillo y el cemento cubrían la faz del universo de neón. Ambición. Multiplicada por mil. Sin problemas ni siquiera para la fiscalidad. Cuando el banco surgido con el sudor minero y la explotación naval fue requerido judicialmente, el actual presidente de Kutxabank, entonces en su espejo, lo dijo claro: la Isla de Jersey es tan nuestra como cualquier apartamento de Santutxu. Comunicativo, jatorra.
Y sucedió lo que se veía venir. Estalló la burbuja inmobiliaria y los especuladores, tan poderosos como jamás en la historia de la humanidad, taparon sus agujeros con nuestro dinero. Corrieron a la Moncloa, a Lakua. Y echaron la culpa de su fracaso a los que, atrapados en la crisis generada por esa ambición multiplicada por mil, cayeron en la tela de araña de un primer impago.
Los especuladores, en cambio, fueron rescatados. Cuando su crisis comenzó a tintar la mañana de tonos grises, engañaron, dijeron que no había razón para la inquietud, que todo estaba bajo control. Compraron portadas de los diarios promovidos por su propio sistema, las mismas que hoy escribían de sucesos. Aún recuerdo aquella dominical que le dio Vocento de Gipuzkoa a Ignacio Iturzaeta, mítico agente inmobiliario, en 2008. Maestro de maestros.
Una entrevista en la que Iturzaeta filtró justo lo contrario a lo que ha sucedido, animando a comprar todavía «barato» en el bautizado como «triangulo de oro» (Zarautz, Hondarribia, Tolosa), soportado por alcaldes del PNV. Pregunten en Tolosa por los «flecos» inmobiliarios que dejó Jokin Bildarratz, aspirante a lehendakari aparcado en el camino. Pregunten en su ayuntamiento por la deuda infringida por aquel alcalde jeltzale que, hoy, pagan sus vecinos.
Luego, todo llegó rodado. El sistema capitalista tiene su mecanismo bien engrasado. La deuda se convierte en eterna, se multiplica geométricamente en un abrir y cerrar de ojos. No hay clemencia. Los ejecutores de la pena: jueces, agentes, policías... Nadie parece tener culpa, pero en un par de años, los empleados de los bancos también se han convertido en transmisores del especulador. Un especulador que, como es habitual, se esconde tras la mascara de la amabilidad televisiva, del desodorante perfecto. El desahucio «inevitable».
Estamos, sin embargo, ante un atentado en toda regla. Un atentado anterior a los desahucios. Un atentado contra la dignidad, contra los derechos humanos. Porque se trata de la negación de un derecho fundamental, el de la vivienda. Hasta los animales tienen su guarida. Hasta los presos, permítanme la expresión, su celda.
Y señalo que la agresión es anterior a los desahucios porque el capitalismo ha mostrado una de sus caras más feroces, precisamente, a pesar de la carta de Naciones Unidas y las declaraciones constitucionales de medio mundo en la cuestión del techo y del suelo. Antes apuntaba a la lógica. Tampoco tiene un sustento lógico el hecho de que simios evolucionados sean propietarios del suelo que nos acoge. El planeta surgió sin propietarios, en una esquina de la Vía Láctea, se desarrolló hasta llegar hasta nuestros días.
Me resulta incomprensible, como a los católicos el llamado Misterio de San Agustín de Hipona, el de aquel niño que llenaba de agua, con una concha, un agujero en la arena, la posesión privada de los prados y los pastos. Me resulta incomprensible que haya gente que se apropie del suelo que pisamos, heredado de millones de años de evolución, y que sustente su fortuna particular, el bienestar de los suyos y, en consecuencia, el malestar de otros, en su especulación.
Al día de hoy, miles de vascos han sido arrojados de aquellas viviendas hipotecadas que no pudieron pagar. Fueron y han sido los únicos impagos ejecutados. Los partidos políticos han acumulado en el Estado español una deuda impagada de 150 millones de euros. Siguen en el parlamento. Los bancos, como Bankia, han hurtado miles de millones. Sus directores tienen reserva en la Ópera. La iglesia, en un estado pretendidamente aconfesional, está libre de pagar impuestos. Blindaje acolchado en Caja Sur.
Miles de vascos arrojados a la exclusión. A una doble exclusión porque el Estado ya ha recortado, y continuará haciéndolo, la ayuda a los excluidos. Ha dispuesto que con nuestros impuestos pagará a los banqueros que cayeron en bancarrota para que puedan seguir degustando un licor asentado durante veinte años en barrica de roble, asistir a burdeles de lujo y vivir cristianamente con sus familias en un chalé en primera línea de playa, quizás en el triangulo de oro.
El capitalismo tiene muchas caras. Un solo corazón. Insensible como la piedra. Miente, manipula, compra amistades. Juega a pacifista vendiendo armas. Juega a ser dios conquistando la tierra. Dice lamentar los desahucios, los suicidios. Los evitará en «situaciones extremas». ¿Dónde está la frontera? Lágrimas de cocodrilo.
Mientras, un fantasma recorre Europa.