Oskar Fernandez Garcia
Licenciado en Filosofía y Ciencias de la Educación

Desoladores e incontrovertibles indicadores sociopolíticos

Nuevamente, y por enésima vez, se constata, de manera clara y meridiana, que aquella desoladora, terrorífica y fascista mentalidad permanece enquistada y adherida al tejido neuronal de decenas o cientos de miles de personas.

El mes de octubre del año 2019, quedará marcado en la memoria e imaginario colectivo de millones de personas del Estado español, dado el amargo, brutal, abominable y aborrecible cariz de los hechos que en él acontecieron.

Cronológicamente, primero fue la inhumana, vengativa e inquisitorial sentencia llevada a cabo contra los ocho jóvenes de Altsasu, que de manera inmisericorde y brutal desgarraba sus vidas, las de sus familiares, amigas, amigos y su entorno con penas escandalosas, absolutamente desproporcionadas y completamente impropias de un estado democrático y de derecho.

La sentencia caía como una descomunal e inconmensurable losa en su localidad natal, en Euskal Herria y en cualquier sitio del planeta tierra, donde la justicia se administra en base a principios inmutables y universales: proporcionalidad, equidad, contextualización de los hechos, una instrucción objetiva, imparcial, rigurosa, profesional, ajena completamente a la presión mediática, etc. Pero todas esas características intrínsecas a una verdadera y equitativa justicia son una entelequia y una ensoñación en el Reino del Estado español.

Sobre esos ocho jóvenes se ha desplomado, violentamente, la irracional y arrolladora fuerza de un Estado totalitario, intransigente e inmerso en un contexto y en una mentalidad más propia de un sistema sociopolítico dictatorial que de una democracia participativa, asentada y homologada.

Las condenas hielan la sangre, paralizan el corazón y obnubilan la mente. 
Las penas que previamente eran entre dos y trece años, ahora se han transformado en un año y medio y nueve años y medio de prisión.

Pero a pesar de la amargura, la ansiedad y el profundo e insondable dolor generado, el planeta tierra seguía su movimiento elíptico alrededor del sol, para nuevamente colisionar frontalmente, pero no inesperadamente, porque ya se intuía la aborrecible y execrable trayectoria que describía el Tribunal Supremo del mencionado Estado.

Y nuevamente el dolor, la tragedia y el llanto contenido, como una cósmica y cegadora deflagración, se expandía por la nación catalana, arrasando a su paso la cordura, la mesura, la equidad, el diálogo, la ilusión, los sueños y la esperanza en una sentencia justa, equitativa, proporcional a unos hechos, que resumidamente, de manera sucinta y concisa, consistieron, desde el fatídico año 2006 –germen y génesis del actual procés– en un auténtico ejemplo paradigmático de paciencia, mesura, cordura, dignidad, lucha democrática y pacífica, que a lo largo de esos lustros concitó, ilusionó y generó una forma de protesta sociopolítica, con millones de personas en las calles, plazas, avenidas y alamedas; que asombraron, emocionaron y deslumbraron a decenas y decenas de millones de ciudadanos y ciudadanas de Europa y otros continentes, por su maravillosa ejemplaridad, civismo, tesón, organización, alegría, entusiasmo y vigor a lo largo de casi tres lustros de chocar, constantemente, contra la intransigencia y la ciega obscuridad de la ignorancia e intolerancia de un Estado, que aún sueña con las ínfulas, el inmenso e ilegítimo poder, la dominación y sometimiento de los aborígenes colonizados y las descomunales ganancias que conseguía del imperio que otrora fue.

Nuevamente El Tribunal Supremo ha impartido y dictaminado una sentencia de corte medieval, represiva, disuasoria, ejemplarizante y vengativa. 
Penas que van desde los nueve años hasta los trece, por delitos de «sedición» y «malversación»; y «desobediencia» para tres, de las doce personas imputadas, con penas de un año y ocho meses.

El Estado español actúa, respecto a su ilegítima y aborrecible constitución de 1978, como un estado clerical, sometido a una divinidad suprema celestial, otorgando y confiriendo al artículo 2 de dicha constitución, un valor, un sentido y un sentimiento absolutamente impropio de una sociedad laica del S. XXI.

Hace de esa supuesta «indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles» una verdad de orden teológico e infalible, de creencia mística, de auténtico acto de fe, de inmutabilidad divina... algo absoluta y diametralmente opuesto al libre conocimiento, a la libertad de pensamiento, al academicismo, a la luz de la razón, de la reflexión, el análisis y de la crítica filosófica, sociopolítica e histórica.

El artículo 2, es un auténtico esperpento y fósil jurídico, que revela, evidencia y muestra la concomitancia y espantosa simbiosis que existía entre el nacional catolicismo y el dantesco y genocida franquismo, cuando se realizó y redacto la «carta magna» del susodicho Estado.

Es un artículo ajeno a la luz de la razón, a los dictámenes, conocimientos y enseñanzas de la antropología, la etnología, la sociología, la historia, la filosofía, las ciencias políticas... Y su inflexible, tiránica y opresiva aplicación a la nación catalana ha supuesto que entre directamente en contradicción evidente, manifiesta y notoria con el artículo 1, de esa misma constitución, que en su apartado primero, literalmente dice lo siguiente: «España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político».

Evidentemente, mediante esa sentencia, del ya mencionado tribunal, la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político han quedado soslayados, pisoteados y vejados, y por lo tanto dicha sentencia debiera de ser considerada anticonstitucional.

Merece la pena detenerse un momento en ese artículo 1, atrio del resto del articulado, para darse cuenta de cómo fue redactado un documento jurídico y legislativo, a priori de una importancia fundamental y transcendental, para cualquier colectividad o sociedad humana. 
Lo primero que manifiesta –dando por hecho de su existencia, como si la mera redacción tuviese poderes extraordinarios o divinos– es que: «España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho». Es decir, ese Estado, por arte de birlibirloque, pasó –por arte y gracia de la redacción de un texto constitucional– de un estado fascista represivo, brutal y genocida a un «Estado social y democrático de Derecho». 
¡Absolutamente increíble!
Evidentemente, los llamados padres de la constitución, los poderes franquistas (económicos, jurídicos, policiales, militares, empresariales, ideológicos, clericales, industriales, financieros, etc.), los partidos y sindicatos mayoritarios –que posibilitaron semejante y colosal desaguisado, engaño, mentira y dejación de todos los principios: humanos, universales y de la izquierda combativa y revolucionaria– debían de tener una fe religiosa y mística inquebrantable e inconmensurable para creer que la simple redacción de unos vocablos, dotados de una aceptación universal, iban a poder sacar a ese Estado del caos sociopolítico, económico, represivo, laboral, cultural, científico, universitario, intelectual, opresivo y alienante en el que se hallaba inmerso, desde el desolador, brutal y sanguinario golpe de estado contra la legítima, atrayente y esperanzadora II República.

Transcurrido un dilatado, aciago y absolutamente adverso periodo de tiempo, desde la muerte del cruel y brutal dictador fascista, Francisco Franco, prácticamente medio siglo, la exhumación e inhumación se ha convertido en una muestra de exaltación del fascismo, en pleno siglo XXI, propiciada por el presidente de ese Estado, y secretario general de un partido que mantiene en sus siglas los términos «socialista y obrero», sin perturbarse ni inquietarse lo más mínimo por la frontal confrontación existente entre el sentido semántico de esas dos palabras, y la incontrovertible cotidianidad de las acciones, actividades, resoluciones, tomas de posturas y decisiones que lleva a cabo esa formación política, siempre diametralmente opuestas al socialismo y a las clases trabajadoras.
El esperpéntico y lacerante espectáculo –profusamente fotografiado, grabado y comentado hasta la saciedad– se transformó en un poderoso e irrefutable indicador sociopolítico. Por una parte, atestiguaba claramente la connivencia del poder, a través de los cuerpos y fuerzas de seguridad, con los franquistas, sus simbologías, banderas, ademanes y cantos; y por otra parte, se evidenciaba, dolorosa y tristemente, la facilidad y naturalidad con la que los franquistas se movían, actuaban y se exhibían por los diferentes escenarios que atravesaban.

Nuevamente, y por enésima vez, se constata, de manera clara y meridiana, que aquella desoladora, terrorífica y fascista mentalidad permanece enquistada y adherida al tejido neuronal de decenas o cientos de miles de personas en ese Estado, enclavado al sur de Europa, debido a que la despiadada y cruel dictadura franquista simplemente, con aires marciales y al son de una marcha militar, transitó desde la dictadura a una democracia convertida en una «unidad de destino en lo universal».

A las cuarenta y ocho horas del grotesco e inefable acto de exhumación –terrible, desolador, humillante y vejatorio para millones de personas víctimas del franquismo– en la Plaza Colón de Madrid, el partido ultraderechista Vox realizaba una manifestación, en la que nuevamente se volvía a entonar, con ardor y entusiasmo, esa terrible expresión del «¡A por ellos!», con la que dos años antes se animaba a los «cuerpos y fuerzas de seguridad», de ese Estado, que se dirigían a Catalunya, para impedir –aquel 1 de octubre del 2017– un derecho universal, fundamental e inalienable: decidir libre y democráticamente qué es lo que se desea en el ámbito sociopolítico.

Esa brutal, fanática, violenta, antidemocrática, inhumana e inquisitorial expresión, varios lustros antes, ya había sido también utilizada –concretamente a comienzos del verano de 1997, y en la misma ciudad– por una enfervorizada y exaltada Victoria Prego, que llegó a repetir, prácticamente tres veces seguidas, la bárbara y feroz interjección «¡A por ellos!».

La supuesta justicia española jamás pudo enjuiciar ninguno de los abyectos y repudiables crímenes franquistas. Fue necesario cruzar el océano Atlántico para intentar sembrar de luz, reparación y justicia los inmensos eriales, las áridas y olvidadas zanjas y cunetas, que, desperdigadas por todo el territorio de ese Estado, llevan décadas clamando a la negra noche, que les envolvió en el terror de una muerte injusta, cruel y despiadada, unas mínimas briznas y flores tricolores de dignidad y justicia. Pero sin embargo, nuevamente retumban gélidos , estremecedores y mortecinos gritos de «¡A por ellos!».

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