Aitxus Iñarra
Doctora en Filosofía y Ciencias de la Educación

Distintos como dos gotas de agua

(En recuerdo de Koldo Campos)

Formamos parte de la naturaleza, de esa fuerza creadora energética. Ella, un misterio que emerge en formas, es universo cambiante, inteligencia subyacente de la que los humanos no somos sino un grano de arena más. Pero dentro de nuestra especie emerge la comunidad y el individuo como sujeto autónomo e interdependiente que se comunica con el otro. Y enmarcados en una cultura, en un viaje de encuentros, nos contamos historias, narramos los unos a los otros y a nosotros mismos. Es por ello que no se puede entender al ser humano si no es como comunidad, como colectivo.

Somos naturaleza, conciencia y autoconciencia relacionándonos con el silencio y la palabra creando significados con ambos. Todo ello nos construye y nos habla del otro y del mundo. Somos naturaleza al igual que los demás seres vivos y todos estamos interrelacionados en ella. Pero somos también criaturas de lenguaje y el lenguaje ha sido utilizado como una herramienta de dominación creando una frontera, una diferenciación, un corte entre el «homo loquens» y el resto de las especies.

«‘¿Dónde se puede realizar ese corte?’, se preguntaban los pensadores occidentales» –tal como acertadamente comenta B. Cyrulnik en su libro "El encantamiento del mundo"–: «‘entre los hombres y los animales’, respondía la mayor parte de ellos, porque los animales no tienen alma. ‘Entre los hombres y las mujeres’, aclararon algunos clérigos que jamás habían visto el alma de una dama. ‘Entre los blancos y los negros’, afirmaron los conquistadores que, ante la necesidad de reconocerle un alma a los aztecas, se vieron obligados a buscar en África hombres de color que, por lo tanto, no tenían alma. ‘Entre los rubios y los morenos’, certificaron los científicos nazis que pretendían medir el efecto de la melanina, pigmento de color pardo oscuro que elimina la inteligencia y da color al pelo… Todos estos razonamientos absurdos han sido sostenidos por sacerdotes, científicos y filósofos que, con tales discursos, ponían su saber al servicio de alguna política».

Somos biología que nace a un mundo estructurado en relaciones sociales, económicas, políticas… a una cultura en continua evolución. Y en este entramado vamos construyendo con el otro experiencias de todo tipo y a través de ellas vivimos la paradoja, el conflicto y el acuerdo. Vivimos realidades, unas realidades cada vez más mentales que presenciales, en las que el otro adquiere una mayor complejidad. Creamos universos y espacios en los que se busca el bien común y la solidaridad o por el contrario la destrucción y el sometimiento. Pero en esos procesos de interacción asoma, en un intento de control, la alteridad proyectada. El rostro del otro emerge y se circunscribe desde la categorización social, los estereotipos, los roles, la edad, el sexo, el estatus, la raza... Esta categorización se materializa y se vislumbra en nuestras actitudes, valoraciones, sentires y acciones hacia el otro, que van desde lo indeseable, el repudio y el rechazo, a la cercanía de lo deseable y entrañable.

Con el otro creamos un territorio, una compleja dinámica emocional y cognitiva. Y en ese interactuar no hay un dueño sino un hacer con el otro, un proceso en el que la atención está presente así como aspectos racionales y no racionales: la reflexión, el deseo, los impulsos y la emoción. En la relación hay veces que tenemos conciencia de creación compartida, sin embargo eso novedoso no se vislumbra cuando hay un proceso de cosificación, como ocurre cuando lo definimos y queda sujeto a lo normativo, a los cánones dominantes. Es algo que sucede de forma más intensa en la actualidad, pues vivimos un universo mediatizado de información, saturado de imágenes y patrones que interiorizamos. De esta manera creamos una frontera que se interpone entre lo que el otro es y lo que uno imagina que es.

Diferentes, pero humanamente iguales, una relación es una forma de conocimiento y de afecto, o cerrándonos a ella puede llegar a convertirse en desconocimiento y desafección. De esa manera forjamos al amigo y al enemigo, aunque también uno se puede sentir desarraigado del otro y vivirlo como lejano o extraño.

Destaca el singular tratamiento del otro en la antigua Roma con respecto al llamado «homo sacer» aquella persona a la que no se podía sacrificar a los dioses, pero que en cualquier caso podía ser asesinado con impunidad por cualquier persona, algo amparado por la ley romana y analizado por el filósofo G. Agamben en "Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida".

Pero también puede surgir el juego cómplice, ausente de todo combate, pues incluso en situaciones duras podemos aprender y enseñar afectuosamente en un diálogo receptivo. Juan Arnau lo recoge en el libro "Elogio del asombro. Conversaciones con Agustín Andreu". Este último dice: «Pero si escribiera yo una novela o un relato de un campo de concentración, buscaría y encontraría, los paraísos o cielos que algunas personas saben hacerse en medio de tanta degeneración y desesperación humanas. Porque quienes reciben la vida en esas inevitables condiciones, pueden hacerse sus cielos, tener a quién querer, encontrar cuándo reír y con quién, por quién trabajar, cómo evitar la suciedad de alma, como hacer mucho bien y dar muchas cosas buenas».

Sin embargo, más allá de la relación social surge esa mirada perpleja silenciosa ante lo inaccesible y enigmático del otro, ese otro oculto tras el deseo y el hábito. No obstante, cuando indagamos y nos preguntamos sobre nosotros mismos, lo hacemos simultáneamente sobre el otro, pues tenemos en común la misma humanidad y fragilidad que nos sostiene. Así lo expresa poéticamente Wislawa Szymborska cuando en "Nada ocurre dos veces" escribe: «Sonrientes, abrazados,/ intentemos encontrarnos,/ aunque seamos distintos como dos gotas de agua».

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