Luis María Martínez Garate, Tasio Agerre y Angel Rekalde
Nabarralde

El derribo de los Caídos

El monumento de Pamplona-Iruñea a los Caídos interpela a la sociedad navarra. Plantea un reto evidente en cuanto a su demolición, destrucción o resignificación. Es un homenaje al fascismo español, un signo de la brutalidad ejercida, con ocasión de la sublevación militar de 1936, sobre la población, las personas y naciones que se encuentran confinadas en los dominios del Estado. Con independencia de su nulo valor estético, simboliza la represión del poder contra cualquier actitud, social o política, distinta o ajena al franquismo. Cualquier expresión digna de memoria colectiva ha de abominar de su existencia y exigir su derribo incondicional.

La memoria colectiva de una sociedad es un elemento esencial de cohesión. Es un componente básico del patrimonio inmaterial de las colectividades, y como tal le sirve para constituirse en el presente y afrontar los retos del futuro. Es un elemento central del relato que cualquier comunidad utiliza para explicar y dotar de sentido a su pasado, su identidad y entender los conflictos y procesos que la han conducido al presente. Por lo mismo, la memoria no puede limitarse a circunstancias puntuales, hechos ocasionales o conflictos episódicos. Debe estar inmersa en una trama, en un relato.

El debate del derribo del Monumento a los Caídos se plantea ahora en el contexto de la reciente «Ley de Memoria Democrática». Ley nominalmente democrática, pero española («la memoria es especialmente importante en la constitución de identidades individuales y colectivas». Sic. En el preámbulo).

Se puede observar el mismo planteamiento en el reciente título de «lugar de memoria» para Gernika, por el bombardeo de 1937. Pero Gernika ya era lugar de memoria para nuestra población desde mucho antes; para José María Iparragirre y su "Gernikako Arbola"; o para José Antonio Agirre cuando fue a jurar su cargo ante el célebre árbol de las libertades. Lo mismo podríamos decir de Amaiur y tantos otros lugares, como el reciente hallazgo de la Mano de Irulegi.

A pesar de la citada ley, nuestra memoria no comienza en 1936, ni con la República española. Los conflictos que nos han atravesado vienen de siglos atrás, y la mayor parte de las convulsiones que intervienen en la guerra del 36 (léase la Cuestión Foral, o las luchas de las corralizas y comunales...) solo se entienden en el contexto de situaciones previas –contiendas del siglo XIX y anteriores– que tienen su origen en la conquista militar de un país libre (1512). De ser el nuestro un Estado independiente, pasó a ser ocupado por una potencia extranjera, y a ser «provincia española» en 1841.

Olvidar las raíces de los conflictos no es el mejor camino para resolver los problemas. La memoria de los vencidos, en palabras de Walter Benjamin, es la garantía del resarcimiento de las injusticias sufridas y germen de su reparación. Y hay que desplegarla en el tiempo, sin limitarla a etapas cerradas ni episodios puntuales.

La demolición del edificio de los Caídos, además de proporcionar reconocimiento a los fusilados, desaparecidos y perseguidos por el franquismo, deberá entenderse en una memoria vasconavarra, distinta e independiente de la hispana. Una memoria basada sobre un patrimonio inmaterial perseguido y tergiversado desde la pérdida de la independencia en 1512. Esta es la memoria, propia, que se pretende diluir y borrar, al justificar la necesidad del derribo en una memoria asimilada a la republicana española.

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