Antonio Alvarez-Solís
Periodista

El foco tetánico

«Cerró en falso la profunda herida del franquismo y con ello ha producido una sociedad convulsa y gravemente enferma», en estos términos se refiere el autor a la Constitución del 78 de la que cree que su falta de dinamismo es un cepo para «cazar trabajadores o eliminar aspiraciones de muchos pueblos». Observa una regresión hacia el régimen que tan «fatua e insidiosamente» se declaró superado y frente a lo constituido, frente a una Constitución inmóvil, apuesta por la libertad como rica incitación a lo constituyente, por permitir a los pueblos adquirir su soberanía para que puedan navegar en un cuadrante distinto.

Cuando se habla de la Constitución –obviamente la del 78– lo primero que ocupa la reflexión es su carácter tetánico. La Constitución cerró en falso la profunda herida del franquismo y con ello ha producido una sociedad convulsa, gravemente enferma. Si verdaderamente los dirigentes españoles hubieran querido instaurar una vida democrática debían haber dinamizado hace años el marco constitucional para ajustarlo a las nuevas exigencias sociales y, sobre todo, a las nuevas generaciones de ciudadanos. Las grandes leyes si no son dinámicas constituyen un cepo para cazar trabajadores o eliminar las aspiraciones de muchos pueblos. Son siempre leyes en que arraiga la excepcionalidad.


La prueba de que la transición, por ejemplo, estuvo lastrada de miedo a la libertad y a la democracia está precisamente en esa carta magna fijada al suelo como un artilugio de contención. Nadie, entre los habitantes de los partidos de ámbito estatal, desea que se establezca un innovador y enriquecedor dinamismo constitucional. Los que detentaban autocráticamente el poder económico siguen haciéndolo ya sea personalmente o en sus herederos. Las grandes empresas están en su poder, la Bolsa está plagada de sus nombres, los contactos internacionales pasan por ellos y no por las manos del Gobierno. Es más, vivimos momentos en que se acelera una regresión urgente hacia el régimen que tan fatua e insidiosamente se declaró superado.


El humus policial alimenta la vida diaria; el poder judicial complementa y refuerza incluso la escandalosa legislación que cae como un turbión sobre la ciudadanía; el ejército recupera su influencia directa sobre la cúpula del Estado; las formaciones de la izquierda –el PSOE y el comunismo de Izquierda Unida– compiten en ridículas habilidades para salvaguardar la Corona luciendo en paralelo su absurdo y contaminado republicanismo; la misma iglesia, con su resistencia al nuevo pontificado, sigue siendo la institución bajo palio que embadurnó de caqui su misión de esperanza. Todo esto ha pervivido, y ahora crece, bajo el manto constitucional.


Ya sé que la Europa más ilustre muestra a cielo abierto las mismas o parecidas llagas, con dirigentes como el Sr. Hollande –la actualidad del momento– del que no escandaliza su dinámico cambio de mujeres, sino su estrepitoso cambio de franceses. El Sr. Hollande es hoy carta del neoliberalismo. Pero ese panorama maloliente multiplica su imagen en España, hasta convertir este país en una sociedad dirigida por banqueros en corso, empresarios de lance, intelectuales de alquiler y bandoleros serranos ¿Damos nombres? Si lo hiciéramos admitiríamos la posibilidad de circunscribir el desastre a una serie de puras circunstancias superables.


Poner en marcha el cambio constitucional es la única posibilidad de comprometer al inerte pueblo español en la edificación de algo parecido a una comunidad democrática. Hay que cambiar el corcho que impide al genio salir de la redoma. Pero ¿imaginan al Sr. Rajoy entregado a esa tarea? ¿Imaginan al Sr. Rubalcaba encabezando esa marcha hacia la dignidad democrática?


La Constitución actual ha convertido en terrorista a cualquiera que luche por abrir un portillo en esta huerta agostada política y económicamente. Y ha declarado terrorismo todo acto de pensar fuera de la burbuja institucional. Es más, la Constitución ha enfrentado a los españoles empachados de heroísmo teatral con las razonables peticiones de Catalunya o Euskal Herria; ha recrecido el separatismo en Andalucía y Canarias; ha descoyuntado todas las estructuras de pensamiento ordenado para la renovación convirtiendo la calle en una irrisoria guerra de guerrillas que producirá violencia tras violencia, porque sólo la llamada violencia –de la que se hace además una exposición absurda y provocadora por parte del poder– puede destapar la redoma donde espera la libertad. La Constitución es un trabuco, un «retaco» que cargan todos los días el Gobierno y los partidos estatales a fin de que alguien cansado de tanta manipulación de la ley maneje el teórico gatillo de la libertad y con ello justifique la inmediata represión y el «más de lo mismo». En el fondo, la petrificada Constitución es una declaración de guerra a la inteligencia ¿Es a la sombra de esas leyes donde se puede hablar de democracia y de progresismo civil? Tal es el impacto destructivo de la actual Constitución que ha cercenado en amplias capas de ciudadanos del común el concepto de progresismo, que llegan a despreciar, haciendo prevalecer frente a él la ideología de la eficacia protagonizada por los poderosos y su mundo tecnológico. A esos ciudadanos sumergidos ya en el servilismo más demoledor –hasta el punto de declararse culpables de su pobre situación– parece inútil hablarles en términos morales del papel soberano que el ser humano debe desempeñar en la sociedad sea cual sea el escalón que ocupe.


El Sr. Aznar ha dicho muy recientemente que toda acción política, refiriéndose a la batalla que libra Catalunya por su libertad, ha de protagonizarse desde lo constituido, es decir desde el escenario de la Constitución inmóvil. No se puede ser más claro en el propósito de abortar como sea toda dinámica de creación política. Pero habría que decirle muy claro al Sr. Aznar que es ridículo pensar que él es el Moisés contemporáneo que baja desde la zarza ardiente con las tablas de la ley esculpidas en dura piedra de pedernal. La libertad está ahí como rica incitación a lo constituyente, que es la dinámica permanente que cincela al hombre como fabricante de esa compleja máquina que es la vida. En toda existencia noble y elevada lo constituyente es la pista sobre la que funciona la soberana evolución. Y la evolución consiste en la palabra que grita su poder de la hora para dar paso a la hora que sigue. Desde este punto de vista las Constituciones han de girar centrífugamente y no al contrario ¿A quién temen sino a la vida quienes quieren atarla a la muerte?


Catalunya y Euskadi no pretenden más que hacerse cargo de si mismas, aunque no sea –y la enumeración de principios para justificar su afán de libertad es muy larga y convincente– más que para lograr la posibilidad de navegar en un cuadrante distinto. Ven la vida de una forma muy diferente a como la ve España ¿Y acaso esto no es ya más que suficiente para adquirir la soberanía que haga factible su empresa nacional? Los grandes Estados nacionales –falsamente nacionales, aclaremos– están desde hace dos siglos inmóviles como la boa que hace la digestión de su presa. Y yo no creo, llegados a este punto, en los derechos que cree poseer la boa.


Hay que rediseñar la geografía política para inyectar en ella las personalidades que hoy yacen en lo constituído. Motivar todas las libertades a fin de enriquecer la libertad colectiva. Hacer accesible la política a los pueblos que hoy están alejados de ella, ya que el poder que rige a esos pueblos está globalmente lejano y, como las galaxias, se aleja a velocidades exponenciales. Conseguir un poder cercano y ricamente difuso, un poder de cercanía, convertirá a la humanidad en dueña de si misma. La globalización no es más que la masa dirigiéndose cansinamente hacia los explotadores que la esperan. La masa hay que disolverla en el rico colectivo de lo individual.

Dotarla de alma. Y para lograrlo hay que trabajar en un laboratorio del que conozcamos las tripas y así poder regular su función. Quizá quiera verse en estos postulados algo parecido a la utopía, pero de ser así digamos que se trata de nuestra utopía  no de la siniestra y ya probada realidad de los poderosos.

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