Antonio Alvarez-Solís
Periodista

El fraude de las privatizaciones

Confiesa Alvarez-Solís que no entiende el interés de muchos ciudadanos por dejar en manos privadas los servicios públicos, máxime cuando «las privatizaciones constituyen un fraude». Por el contrario, alaba el socialismo que en Euskal Herria «preconiza el dominio público de los grandes factores culturales y económicos de riqueza».

No entiendo, porque me parece irracional, esa tenacidad con que nutridas capas de ciudadanos del común defienden en nombre de la eficacia la privatización de los bienes, empresas y servicios públicos. Son ciudadanos que han renunciado a ejercer sus capacidades de soberanía al sacralizar la importancia de las castas dirigentes y de la gran propiedad, a las que atribuyen una inteligencia única para crear riqueza general y edificar una sociedad pujante. Lo que más me llama la atención es que esta dogmática creencia, que tiene todos los rasgos de la peor fe religiosa, se mantenga con tanto denuedo a la vista de la situación a que ha llegado el mundo, visiblemente carcomido por toda suerte de necesidades e injusticias, todas ellas provocadas por el estrato financiero, de carácter privadísimo, o por el alabado dominio privado de los negocios. Lo que parece diáfano es que esta situación desastrosa tiene su origen en la influencia y rapacidad que los poderes privados ejercen sobre el Estado y el sector público -ya de propiedad particular-, sobre la cultura del pueblo -raptada desde hace largo tiempo por una enseñanza sectaria-, sobre el control radical de la ciencia -escandalosamente convertida a una opción de Bolsa-, sobre el manejo de la fuerza militar -convertida en una fuente de dividendos- o sobre el funcionamiento de las grandes iglesias -creadoras de dioses herramentales.

Es creciente la masa de emails que, pese a todas las constataciones, llegan a los periódicos y otras instituciones de la comunicación proponiendo con verdadero fervor esas privatizaciones a fin de solventar la crisis, mientras realmente la producción de cosas por los grandes empresarios va enflaqueciendo su rendimiento social y afectan a su tradicional calidad, en tanto se derrumban estrepitosamente los servicios sociales, el empleo se reduce a un azar circunstancial y las libertades se convierten habitualmente en delito. ¿Qué análisis ha hecho esa gente que se entrega a los poderosos como si creyese que solo la propia prostitución facilita la vida? ¿Qué vida, además, ya que su adhesión al poder es un modo de renuncia a todo destino humano? Comprobar esta sumisión promueve la tristeza; una tristeza evidente y generalizada en un mundo débilmente iluminado por una melancólica noche austral. ¿Qué hemos ganado sustituyendo unos dioses trascendentes, con todo lo que tengan de ilusión, por unos dioses reptantes dados a la antropofagia? La connivencia de las ciencias sociales con este tren de laminación socio-económico del Sistema resulta patente en multitud de ocasiones. Casi todos los pretenciosos planes de educación que hasta ahora han llegado a mis manos están dirigidos a producir una casta de falsificadores de la realidad. La formación reviste una visible pretensión de espíritu militar. Incluso la proliferación de órdenes religiosas, muchas de ellas penetradas de inmoralidades manifiestas, sugiere un tardomedievalismo castrante de la libertad.

Frente a este horizonte está perfectamente justificado que se encienda la hoguera revolucionaria -a mí esta petición me parece muy honrada y poco retórica-, pero teniendo en cuenta que el combate va a ser largo y doloroso en ocasiones. Se trata de rescatar el propio ser, que es una empresa difícil y necesitada de mucho valor. Toparse con la realidad del propio ser apareja siempre muchas dudas y debilidades. Lo que suscita perplejidad es que haya ciudadanos que huyan de esta aventura para elegir el sometimiento, que produce una laceración más profunda. Ciudadanos que se exasperan en privado con su situación, pero que solicitan más droga. Llegados a este punto, resulta muy significativo comprobar que la batalla por la justicia social y por una existencia con acentuados valores morales únicamente suele darse con energía en el seno de las naciones que se sienten tales y no se resignan a pasar por la amasadora implacable de las grandes naciones-estado que han arruinado o al menos debilitado las exigencias más nobles de libertad y autorrealización. De ahí mi esperanza en la capacidad higienizante de esos pueblos que pueden emprender caminos nuevos, o que lo intentan pese a todo, al margen de la red captora que constituyen hoy las instituciones estatales de los países artificialmente amplios y políticamente dominantes.

Siempre que busco ejemplos para sostener lo que digo, me tropiezo con la realidad vasca dentro del Estado español. No digo que Euskal Herria viva al margen de las graves dificultades presentes, dada la crisis general tan profunda y las amarras que la atan al peso muerto español, pero sí fortalece mi hipótesis el repaso a los índices vascos de paro o de producción en contraste con la realidad socio-económica de España. Ahí está -añadiendo poderosas razones étnicas, políticas y culturales- una de las razones más válidas para la exigencia de soberanía por parte de la nación euskaldun. Euskal Herria constituye una prueba de laboratorio de lo que un pueblo puede y debe hacer si se desenvuelve en un ámbito propio y con arreglo a su óptica social.

Quizá a algunos lectores sorprenda que hable en el titular de este breve ensayo de «fraude» para criticar negativamente a las privatizaciones, que en términos teóricos no dejan de constituir una vía económica más para construir un determinado modelo económico, pero creo que las privatizaciones constituyen un fraude porque están explicadas y aplicadas engañosa y falazmente.

Cuando se habla del valor de lo privado frente a lo público, se hace soslayando los daños producidos por la economía capitalista, a la que se defiende en nombre del supuesto derecho «natural» que para el ser humano tiene la radical propiedad privada, a la que se presenta como productora de la eficacia mediante la libertad. Pues bien, el fraude, de tipo moral y filosófico, está ahí. Durante cientos de miles de años el ser humano se desarrolló merced a la energía de lo colectivo, expresada en su primera manifestación de horda y pasando por la propiedad tribal para fortalecerse o protegerse mutuamente sus componentes. Incluso la propiedad colectiva ha llegado hasta nuestros días por medio de los aprovechamientos comunales de pastos, bosques y aguas así como mediante el cooperativismo industrial y el financiero de las cajas de ahorro, que tantos bienes produjeron para el equilibrio social y que ahora han sido cazadas furtivamente por los poderes excluyentes. Euskal Herria ha sido y todavía es ejemplo de este tipo de propiedad socializada. Frente a esta propiedad con dimensión colectiva, resulta falaz presentar la gran propiedad privada como el motor natural de la creación y el crecimiento. Como escribió Miguel Hernández, «¿dejaremos llevar cobardemente/ riquezas que han forjado nuestros remos?». El mismo término de crecimiento resulta inocultablemente capcioso en multitud de usos estadísticos por referirse a cifras globales que no tienen nada que ver con la confortabilidad social.

Frente a estos feroces estertores del capitalismo, parece obligado recabar la asistencia de las masas para instaurar el socialismo que en Euskal Herria demandan los abertzales de izquierda. Se trata, creo, de un socialismo maduro que preconiza el dominio colectivo de los grandes factores culturales y económicos de riqueza para sustentar un verdadero quehacer social en la creación de cosas. Es decir, de un socialismo que alimente la propiedad individual del trabajo próximo a fin de explotar con justicia y cuidado conservacionista los medios básicos que pertenecen a la colectividad. La riqueza posible es un valor moral que no debe destruir la dignidad del individuo reduciéndolo al servilismo.

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