Antonio Alvarez-Solís
Periodista

El fulgor del fraude

La corrupción constituye «el brutal reino de una minoría soportado, pese a todo, por una enfermiza admiración de las masas» a juicio del autor, que cree «imprescindible» interiorizar esta realidad para instaurar otro modelo de equilibrio moral, justicia distributiva y poder popular. La clave es, por tanto, no el hecho de la corrupción, de los canallas y los truhanes, sino el comportamiento ciudadano ante ella. Álvarez-Solís concluye apostando por que los ciudadanos abandonen la mesa en la que se juega la partida para encarar una renovación social verdadera.

He llegado a la convicción de que el fraude es hoy el único camino para llegar a la riqueza, al poder y a la aceptación popular, ese Moloch que se aloja en la parte más oscura del alma. Desde este punto de vista no valen sólo las protestas retóricas contra los defraudadores. No hay en muchas de esas protestas un ancho afán ético de limpieza moral sino una pura indignación por la dureza con que la mayoría vive en un medio corrupto, lo que genera un obvio rencor contra los que, sirviéndose de la corrupción, han conseguido elevarse sobre el común de los mortales y los han puesto a su servicio. Peter Sloterdijk ha escrito sobre esta dependencia de las masas respecto a la minoría poderosa: «Los hombres se acercan más entre si cuanto más extraños se hacen entre ellos. Lo que más les une ahora es la admiración del esclavo por el amo. Esta paradoja tiene ahora sus costes: los hombres empiezan a cazar hombres, los matan en gran número, los compran y los venden, los adiestran para desempeñar trabajos duros y les hacen más o menos difícil, cuando no imposible, la transmisión de sus lenguas, mitos y rituales a su descendencia. Con ello posibilitan el surgimiento de unas civilizaciones raquíticas que tratan de componérselas con una supervivencia de miseria crónica».


En resumen, la corrupción constituye el brutal reino de la minoría soportado, pese a todo, por una enfermiza admiración de las masas. Si no entendemos así la amarga situación que vive el mundo será imposible que se acepte la instauración de otro modelo social donde el equilibrio moral, la justicia distributiva y la verdadera democracia o poder popular constituyan la realidad.

Anda ahora sorprendida España con la noticia de nuevos casos de corrupción en cuyo seno vivimos no sólo aquí, donde la corrupción es particularmente burda, sino en el mundo entero, tetanizado por la política neoliberal, designación bajo la que se aloja un fascismo de última etapa. La verdad es que la corrupción es la única forma de economía que le queda al Sistema, destruído ya el código moral que a trancas y barrancas sostenía a la llamada burguesía industrial. A veces imagino el final de esta gusanera: una multitud de cerdos, agotado su espacio vital, se arrojan al mar, como en el pasaje evangélico, para liberarse de los espíritus inmundos que se alojan en sus entrañas. El tema es bueno para una película de Spielberg.

La cuestión no es, pues, tanto el hecho de la corrupción generalizada sino el comportamiento de los españoles ante ella. Protestan, pero no enfrentan seriamente una posibilidad revolucionaria que cree otro marco de relaciones sociales. Siguen envenenados por la afirmación, abastecida de mil formas por los poderosos, de que el único Sistema posible es el que los esclaviza. Se juega descaradamente a que la alternativa es aún peor. Ante esta constatación he llegado a convencerme de que a los españoles, hechas las salvedades convenientes, lo que les cautiva es el personaje bribón, ya sea político, financiero, eclesiástico, periodista o déspota civil o militar. Hay algo nebulosamente sadomasoquista en esta postura.


Ortega Gasset escribió páginas brillantes, en su “Mirabeau o el político”, acerca del deslumbramiento popular ante las figuras públicas opulentas y explotadoras. El país está plagado de monumentos a los truhanes. Su gobernación abunda en rapaces de variado plumaje. En mi juventud leí con delectación el libro de Rafael de Santa Ana titulado “Manual del perfecto canalla”, una delicia del humor negro, en una de cuyas páginas se afirma: «No existe profesión más dura, más terrible, más penosa que la del canalla. La primera cualidad del canalla es que nadie puede conocer que lo es. El canalla conocido deja de ser peligroso porque ya no es peligroso». En los años en que escribía Santa Ana era verdad que el canalla descubierto quedaba automáticamente amortizado, pero ahora el canalla reconocido sigue inspirando una admiración permanente, aunque secreta. Muchos españoles admiran en el fondo a esos individuos que les saquean y menosprecian. Si no es como lo describo no se entiende el constante recurso al caudillaje y el repetido fracaso de las Repúblicas. La señal de que existe un fondo de respuesta poco sólida en el español ante los abusos que padece queda reflejada, creo, en ciertos términos muy requeridos en el lenguaje castellano, como estraperlo y guerrilla. El primero pertenece, sin ser objeto de mayor condena, al orden institucional; el segundo es de sustancia popular y montaraz, sin alcance alguno. La respuesta guerrillera, carente siempre de una seria dimensión intelectual, sucede cuando se da uno de estos dos extremos en la vida del ciudadano: que exista la ocasión de apropiarse de algo sin pasar por las prácticas legales o que ha hacerse frente abrupto a los abusos del poder cuando éste no da nada a cambio de la esquilmación del ciudadano, como sucede en la actualidad. Todo esto puebla el parasitado paisaje de circunstancialidad e ineficacia.

El español habla más de partidarios que de electores, es decir, que está más en la partida que en la práctica de la soberanía. Se es, pues, partidario acérrimo de algo o, sobre todo, de alguien, lo que libera al enardecido partidario del pesado hábito intelectual de pensar dialécticamente sobre lo que acontece.


Tornando ahora a la escandalosa realidad presente hay que decir, antes que nada, que lo que sucede en España simplemente irrita por la prisa con que se hace. Franco debía pensar algo por el estilo porque extendió su rapiña a lo largo de cuarenta años. Esta paciencia quizá la había aprendido en su antañona cercanía al rey y los aristócratas que circundaban al monarca. Precisamente a los dirigentes actuales les falta ese toque aristocrático que supone una apropiación de la riqueza mediante un pausado ritmo generacional. Es decir, entre colocarse al pie de la cucaña y subirse a ella se establecía un periodo de tiempo que abarcaba al menos dos o tres generaciones. Nadie llegaba a marqués sino tras el adulterio de la abuela con el rey, ni nadie alcanzaba la riqueza sin dejar que reposase en el calendario la rapiña que le había dado principio. Este estilo prudente y parsimonioso se ha perdido en manos de los rústicos poderosos actuales, siempre apremiados por sus vicios y pasiones. De ahí la creciente irritación de los españoles, que el Gobierno y sus apacentados desvían hacia la guerra contra los vascos y los catalanes, ya que nada protege tanto al corrupto gobernante como implicar a su pueblo en aventuras exteriores que creen la posibilidad de beneficio y gloria. Fernando el Católico –el gran aragonés amante de las moras núbiles– practicó esta política de distracción que tanto alabó Maquiavelo en “El Príncipe”.

La cuestión radica ya en imbuir el ímpetu revolucionario en esas bases que ahora se limitan muchas veces a la estulta petición de que los embaucadores jueguen limpiamente sus cartas. La postura revolucionaria, que tiene multitud de formas, supone ya en principio negar como vía apropiada para el cambio el diálogo a la sombra del poder. Es mentira clamorosa que el diálogo constituya hoy la vía para la renovación social verdadera. El diálogo lo queman diariamente los gobernantes en la barbacoa legal, custodiada por personajes como el Sr. Gallardón. Los españoles han de abandonar la mesa en que se juega ahora la partida y abordar la gran empresa republicana, pero sin que en ella figuren los personajes que sueñan con una segunda transición. Otra corrupción, no.

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