El hombre que no era caudillo
La visita de Rajoy y varios de sus ministros a Barcelona, «a dar puñetazos sobre la mesa mientras se instrumenta un mocho con jirones de la lógica para barrer el panorama», a Antonio Álvarez Solís le parece de poco juicio. Una muestra del funcionamiento de «la perpetua España del ‘¡Viva España’!» y de la fragilidad del discurso del presidente español.
Cuando en Catalunya se oye un «¡Viva España!» en un acto político, es que la cosa no va a ser sensata. Me lo dice una prolongada experiencia. Y así ocurrió. El Sr. Rajoy ha ido a Catalunya para hacer una serie de afirmaciones que la gente catalana más conservadora calificará como muestras retóricas de un poca solta. Es la peor opinión que un catalán prudente puede emitir frente al protagonismo de una o varias simplezas. El poco juicio molesta mucho a los catalanes. Y es de poco juicio ir a Barcelona a dar puñetazos sobre la mesa mientras se instrumenta un mocho con jirones de la lógica para barrer el panorama. Así sigue funcionando la perpetua España del «¡Viva España!».
Hace poco pronunció un discurso parecido el Sr. Aznar, pero en Madrid. Mas había una diferencia entre ambas alocuciones. La del Sr. Aznar era una alocución de caudillo; un discurso de líder. Se declaró solemnemente institucionalista frente a la soberanía nacional. Con un bigote parecido al de Charlot, fue el Gran Dictador. Por el contrario, la perorata del Sr. Rajoy en Barcelona fue un parlamento sense solta ni volta, sin pies ni cabeza. Fue una alocución de “Bienvenido Mr. Marshall” ¿Quieren ustedes pruebas? Ahí voy.
No consentiré que a ningún catalán –dijo el Sr. Rajoy– se le prive de su derecho a ser español y europeo». ¡Ay, Verge Santíssima! Pero si el problema no es ese, Sr. Rajoy. El catalán que quiere ser español lo es. El problema consiste en que los catalanes quieren ser catalanes. Simplemente. El Sr. Aznar lo hubiese dicho de otra manera. Por ejemplo: «La gloria de España no puede negársele a ningún catalán». Por ahí va la cosa de caudillo. El Sr. Rajoy no es heroico. Le falta el espíritu encerrado en la frase del almirante Cervera: «¡Prefiero honra sin barcos, que barcos sin honra». El Sr. Rajoy tiene alma de funcionario gallego del censo. Y claro, todo lo que afirma ¡depende…!
Más pruebas de la fragilidad discursiva de «petite roi». Esta es monumental. Oigan, oigan la conclusión acerca de lo que pretenden los catalanes con el referéndum: votar. Claro. El jefe del Gobierno español admite que «votar es un derecho democrático». Y lo es. «Pero no en cualquier sitio (en Catalunya), ni a cualquier hora (por la mañana) ni sobre cualquier asunto (la independencia)». Tras las excepciones aducidas por el Sr. Rajoy, la verdad es que queda poca cosa sobre la que se pueda votar. Y tras mostrar la hoja de ruta para el ejercicio electoral, culmina el asunto: «¿Qué es lo que falta? El respeto a la Ley» (o sea, a mí. Como diría Sender en su novela sobre Franco, el «Yomandísimo»?
¿Y qué me dicen de esto?: «¿Imagina alguien –aduce con picardía el Sr. Rajoy– que se pudiera votar la supresión de los derechos fundamentales como la libertad de palabra, de asociación o de prensa?». Y ruge el Sr. Rajoy: «¡No!». Y es verdad. Nadie puede imaginar eso. Los españoles son rudos, pero no tontos. Claro que se puede suspender una conferencia, ilegalizar un partido, desmantelar un periódico… Pero eso depende de la ley. Y pregunta un ciudadano: «¿Y que es ley?». Pues Yo.
El Sr. Rajoy aprovecha el curso de su discurso –que “El Mundo” califica «como uno de sus más solemnes y más elaborados discursos constitucionalistas»– para concluir que en relación con la Constitución de 1978 «determinadas materias, como los derechos y los principios, necesitaban un blindaje especial para que ninguna mayoría circunstancial, aunque fuera absoluta, pudiera quebrarlos». Blindaje especial… La Constitución es como un verdadero acorazado que cada vez que alguien se atreve a dispararle, responde ¡pum! La Constitución nació como Palas Atenea, armada y con casco, del muslo de Zeus.
Y ya llegado al final es cuando el Sr. Rajoy se alza rotundo sobre el constitucionalismo y propone algo que parece una tentación para los financieros inmobiliarios: «Cada catalán, como cada valenciano, es copropietario de toda España, que es un bien indiviso». Ahí el registrador de la propiedad penetra en un terreno jurídicamente deslizante, por lo que hace una aclaración que seguramente hunde en el desánimo a los copropietarios de España, entre ellos, supongo, a algún banco animado por la anunciada copropiedad: «Ningún español es propietario de la provincia que ocupa, como ningún vecino es propietario de las calles por las que transita». Nuestro gozo, en un pozo. España es de todos, pero lo que hay dentro de España, provincias, calles, no. Al final, como siempre, nos quedamos a dos velas.
A mí este discurso me ha parecido confuso desde la cruz a la fecha. Veremos si lo aclara la Sra. Cospedal, que es la que desencripta normalmente lo que dice su premier.
Sr. Rajoy, vamos a hablar con precisión y sencillez. Déjese usted de propiedades y copropiedades, que ese es otro terreno que más vale no tocar. Comprendo que en usted han de pesar las oposiciones a Registros que ha hecho, mas la política necesita de otros procesos dialécticos en cuyo curso hay que dejar muy claro lo que es libertad, democracia, soberanía… El Sr. Cameron padece en Inglaterra el mismo o parecido problema que usted tiene con Catalunya y Euskadi, y el primer ministro inglés se ha limitado a dar paso ipso facto a un referéndum que aclare el contencioso. Luego ha iniciado la labor política para ganar como inglés unionista esa convocatoria. Y la única frase rotunda que se le ha escuchado es la sencilla afirmación de que «espera que los escoceses vuelvan a casa». Es más, ni siquiera ha advertido a los ciudadanos de Escocia, como usted hace con los catalanes, Sr. Rajoy, de los infinitos males que les esperan si consiguen su independencia. Es la diferencia entre un líder con larga educación para andar liberalmente por la política cuando llega la tormenta, y un presidente español que saca la artillería a la calle apenas le mencionan la posibilidad de un referéndum. Una vez más, «España y yo somos así, señora». Incluso cabe subrayarle que el Sr. Cameron ha sugerido pícaramente que le azuzará a usted, Sr. Rajoy, para hacer imposible a los escoceses su entrada en Europa Unida, pues basta para conseguir ese objetivo con que uno sólo de los Estados miembros de la Unión se oponga a la incorporación del nuevo solicitante. E Inglaterra no quiere, según parece, jugar esa impresentable y tosca baraja. ¿Picaría usted ese anzuelo para buscar ese imposible prestigio que ansía en la política internacional?
Mire usted, Sr. Rajoy, decir simplezas para ganar una batalla tan importante equivale a pensar que se gobierna un país de simples. Y eso yo no lo perdonaría si me sintiese español. Lo que hay que hacer con Catalunya es abrir un debate profundo, con la condición inicial de que si no se alcanza un acuerdo, se recurrirá al juez supremo para dirimir el contencioso: el pueblo. Y el pueblo que quiere irse del Estado conjunto no es el pueblo español sino el catalán, por lo que el referéndum ha de interrogar a los catalanes. No es correcto preguntar a los españoles si pueden irse los catalanes, ya que hacerlo de tal manera equivaldría a reconocer que los catalanes están sometidos colonialmente. En tal caso, la pregunta a los españoles habría de ser: ¿pueden irse los colonos que tenemos en Catalunya?
¿Por qué los gobernantes españoles abordan los problemas con la respuesta ya incluida, que es la que desea escuchar el Gobierno de Madrid? Son trampas tan simples que solo las pueden comentar favorablemente los blogueros de la prensa madrileña.