Antonio Alvarez-Solís
Periodista

El Islam árabe

Ante el «chorro de simplezas» que se está proyectando sobre el mundo árabe en los últimos tiempos, Antonio Alvarez-Solís propone la lectura del libro «El Islam árabe y sus problemas», del profesor Abdallah Laroui, algunos de cuyos extractos transcribe en el artículo. Partiendo de sus reflexiones, el veterano periodista analiza lo que está ocurriendo en Egipto tras el golpe de estado de un Ejército que «siempre ha sido una palanca del imperialismo norteamericano».

Así se titula la obra del profesor Abdallah Laroui; exactamente “El Islam árabe y sus problemas”. Cuando se habla copiosamente de los tensos días actuales del arabismo musulmán, cuya redoma ha sido destapada por las llamadas y contaminadas «primaveras», sería muy conveniente leer la obra del profesor Laroui, editada en España en 1988 por la editorial Península. En ella figuran, meridianamente claros, los principios de ese arabismo que ha sido repetidamente incomprendido y, por lo tanto, agredido por Occidente. Antes de seguir, con la mención de sus principales conceptos, recomiendo la lectura de este trabajo, que me parece fundamental para no seguir intensificando el chorro de simplezas que se proyecta por muchas plumas e infinitos emails acogidos a las páginas irresponsables de una serie de periódicos.


Ante todo el profesor Laroui cuestiona que se maneje el tópico «constitucionalismo occidental» como remedio a la vida política de los árabes musulmanes, calificada irreflexiva o maliciosamente como medieval. De ese constitucionalismo soberbio e imperativo elaborado por la intelligentsia europea dice Laroui desde la comprensión profunda de su arabidad: «La historia no espera una constitución escrita para organizarse; siempre posee en sí misma una ‘constitución’ implícita. Antes que nada se trata, pues, de captar esta estructura orgánica implícita» ¿Y qué contiene esta «constitución» implícita que regula lo más sólido de la vida del árabe musulmana? Sigamos a Laroui. Ante todo un primer principio de la vida política, o más ampliamente social, del concreto mundo musulmán a que nos estamos refiriendo es el que afirma que «Estado y comunidad (umma) no se contradicen sino que se ignoran totalmente». El árabe musulmán, al menos en su mayoría tradicionalista, no precisa de un Estado para salvaguardar su libertad, como sucede a los occidentales, ya que la libertad es una vivencia íntima y religiosa, plenamente activa en esos musulmanes. El símbolo de esa vivencia íntima se refleja, por ejemplo, en la arquitectura tradicional árabe, con sus viviendas orientadas hacia el disfrute interior de sus habitantes y la simplicidad y cerrazón de su faz externa. Echar mano de la arquitectura para analizar la existencial aspiración humana es recurso admitido desde hace siglos. La forma de la vivienda desvela el ánima de un pueblo.


Los europeos colonizadores, desde hace más de siglo y medio, se equivocaron en su modernización de la vida colectiva de los musulmanes árabes y «en lugar de modernizar la estructura existente (impusieron) una estructura totalmente extranjera que –según Laroui– fue edificada por encima de la sociedad árabe. Ante esta realidad –el mundo árabe-musulmán está hecho de empirismo más que de abstracción intelectual– modernización, liberalización y colonización se convirtieron forzosamente en sinónimos y los resultados negativos de esta conjunción histórica siguen influyendo hasta ahora en la política y el comportamiento de los árabes».


No se trata, pues, de entrar en la comunidad musulmana con una inservible democracia occidental. «Salafíes y racionalistas, en este punto discípulos fieles de la ortodoxia, han mantenido la primacía de la comunidad y, luego, del individuo y del partido en relación con el Estado; han seguido teniendo como ideal al califato –se cita ahora al emirato– que opusieron a la entidad política basada en el interés ‘racional’ (de una racionalidad inservibles para ellos) y el bienestar mundano». Esta idea del califato, como gran unidad árabe-musulmana, sigue imperiosamente vigente y desvaloriza, repitamos de nuevo, la propia idea del Estado tal como lo entendemos entre nosotros.


Conste que ese califato no es un poder absoluto, pues está limitado por la creencia religiosa, sino un símbolo de la unidad que Laroui denomina psico-metafísica. El Califato es un guardián de las esencias religiosas que ensamblan la diversidad musulmana. Por su parte, el gobierno cotidiano del mundo musulmán al que nos estamos refiriendo está personificado en las estructuras administrativas que funcionan en un plano inferior al del hecho religioso, plano inferior al que podríamos dar, para entendernos, el nombre de Estado.


Empieza a verse claro lo que pasa en Egipto con el alzamiento de los Hermanos Musulmanes que, por otra parte, usaron las elecciones de carácter occidental como vía de acceso al poder, aunque no constituya esa vía su aspiración última, en una síntesis concesiva entre tradición y modernidad. El Estado occidental, asumido en Egipto por una modernidad desustancializada, siempre provoca entre los árabes musulmanes una desconfianza y un rechazo profundos. Los musulmanes árabes creen que el «Estado –y vuelvo a citar a Leroui– no es moralizable y siempre es lo que naturalmente es: disfrute exclusivo del poder y de sus privilegios mediante la utilización de la fuerza bruta». En este sentido hay que reconocer que el Ejército egipcio conforma una clase radicalmente inmoral que pretende protagonizar un extraño califato degradado por absurdo. Pesemos bajo esta luz la sangrienta represión protagonizada por el régimen militar actual en Egipto. El Ejército egipcio, desde los tiempos de Nasser, siempre ha sido una palanca del imperialismo norteamericano y de sus aliados.


Sigue diciendo Laroui a propósito de otro factor esencial, que es la libertad: «Nosotros distinguimos una libertad psicometafísica, a la cual se refiere el pensamiento islámico, frente a una libertad socio-política, que es la única que ha suscitado el interés de los liberales». Y subraya a continuación el profesor: «El individuo, educado en la tradición árabe-islámica, prefiere obedecer a la costumbre antes que a la ley sultanal (recuerdo de la tiranía turca): la primera, antigua y estable, parece formar parte de la propia naturaleza; la segunda, siempre cambiante, expresa el capricho de un hombre. La costumbre parece formar parte de uno mismo; la ley interpela al individuo desde el exterior, exigiendo obediencia total e inmediata. La norma clásica se opone a la ley política, y como ésta, limita la libertad individual, pero, en cambio, se convierte en liberadora en la medida en que asegura derechos adquiridos y privilegios heredados».


El valor de la religión queda medido en este párrafo del libro del Sr. Laroui: «Cuanto más piadoso se hace el individuo, cuanto más aprende a dominarse, mejor puede dominar su entorno social. En la sociedad árabe tradicional la piedad es una manera de vivir la libertad». Precisamente la aspiración al califato o al emirato tiene por base la instalación de un símbolo religioso que custodia la ley religiosa, mientras el gobierno ocupa un lugar inferior en cuanto se dedica a las tareas de la administración del colectivo en el Estado, si se acepta esta denominación para la estructura administrativa.


Laroui dedica el final de su obra a las minorías intelectuales que buscan una modernidad que constituya el neo-Islam. Estas minorías, dice, actúan en el Islam árabe desde el siglo XIX, aunque se desenvuelven con fuertes contradicciones entre lo moderno y lo tradicional. Los salafies y los Hermanos Musulmanes han tratado de posibilitar este neoislamismo que supondría una modernidad al amparo de la tradición asumible por los musulmanes, y los han masacrado ¿Por qué este feroz baño de sangre? ¿No se tratará de impedir que un nacionalismo vigoroso enmarque la vida egipcia?

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