Aster Navas
Profesor

El mentón de Irene

Fue ahí, en el control de ese músculo, en ese reducido espacio, donde se libraba la verdadera batalla; en su tensión contenida

Martes. Un compañero del instituto me dice, bajando ligeramente la voz, que acaba de ser abuelo. Al parecer, al volver a tener en los brazos a la criatura, ha recuperado sensaciones que experimentó, hace ya décadas, cuidando de sus hijos y que creía olvidadas; los mismos balanceos con que los acunaba; el mismo baile con flexión de menisco con que calmaba sus llantos; el mismo toque de muñeca sobre la espalda del bebé para evitar los cólicos… –Ojeras, vuelvo a tener ojeras –me dice como quien regresa descolocado de un déjà vu.

Miércoles. Tropiezo en la Red con la «memoria muscular»; esa que, aunque pasen los años, nos permite nadar, subirnos a una bicicleta, patinar, articular una expresión, controlarla, liberarla, sofocarla; besar, coser, lanzar una peonza, hacer una peineta... Al parecer esos movimientos no solo han quedado registrados neurológicamente sino también orgánicamente. Vamos, que al tendón rotuliano y al tibial anterior les pones un pedal a tiro y, tras unos segundos de duda, recuperan un giro, una coordinación que creíamos olvidada pero que sigue ahí.
Que en un momento determinado te llevan los demonios, pues ahí está la mandíbula sujetando emociones; que algo te enerva, ahí está tu ceño frunciéndose. Resumiendo, resulta complicado delimitar dónde termina nuestro sistema nervioso, el software, y dónde comienza nuestra maquinaria analógica, el hardware.

Jueves. El día se puede resumir con un primer plano de Irene Montero. Todos estuvimos pendientes, hicimos zoom sobre su barbilla para atisbar si definitivamente se iba a derrumbar; si se le iba a quebrar el gesto tras la movida con Carla Toscano. Fue ahí, en el control de ese músculo, en ese reducido espacio, donde se libraba la verdadera batalla; en su tensión contenida. Esa que experimentamos todos desde niños en momentos de impotencia o de rabia. Quizá en esos instantes televisivos se produjera un efecto de identificación que hacía tiempo que no vivíamos.

Viernes. Dejo el teclado y cojo un bolígrafo. Quiero comprobar que mi memoria muscular sigue intacta y que mantengo esa mágica psicomotricidad que nos permite transcribir lo que pensamos, lo que imaginamos mientras nos acariciamos la barbilla; trasladarlo del cerebro al papel. Tras unos momentos de desconcierto, el índice y el pulgar acomodan el Bic sobre la cadera del dedo corazón; anular y meñique hacen piña mecánicamente con sus compañeros. Tiene algo de coreografía. La mano se emociona tocada por una suerte de nostalgia. No resulta extraño que la grafología pueda deducir tantas cosas a partir de unas líneas manuscritas.

Sábado. Leo en un diario digital que buena parte del éxito del ejército ucraniano se basa en sus fusiles de asalto (UAR-15…), mucho más evolucionados, ligeros y ergonómicos que los Kalashnikov rusos. Me da por pensar si, cuando acabe esta guerra, los soldados –como el chófer jubilado siente aún el volante, el carpintero la empuñadura de la gubia, el panadero la rugosidad cálida de la artesa…– conservarán hibernado, adormilado, el retroceso del arma sobre el hombro; el tacto sobre el gatillo. –La posguerra puede ser movidita –pienso recordando lo que ya ocurrió con los veteranos de otros conflictos como Vietnam que regresaban a casa con estrés postraumático y napalm en las costuras del uniforme.

Domingo. En el tanatorio –gensanta… no salimos de aquí…– abrazo y me abrazan; llevamos tiempo sin hacerlo pero, tras el primer contacto de los cuerpos, estos parecen reconocerse y, con una precisión que creíamos perdida desde la pandemia, se funden; o se confunden… no lo sé muy bien. Más de una barbilla, más de un mentón flojea; son la llave de paso de las lágrimas. En fin.

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