Antonio Alvarez-Solís
Periodista

El poder como reproche

El reproche es una reconvención enconada y casi siempre altanera que reboza su desdén hacia el reprochado cubriendo sus diversas expresiones amenazadoras o coactivas con diversas vestimentas respetables que van desde el recurso a la ley –dicen, como si lo creyeran: «Hay que respetar la legalidad»– a la pretensión «religiosa» de la advertencia que es emanada desde un plano superior en que reluce como la única verdad existente: «Fuera de ‘nosotros’ no hay camino posible».

El reproche contiene la energía infinita y concentrada del rayo al apoyarse en la proclamada infalibilidad del que reprocha. El reproche niega todo debate. Por tanto, en la geometría social y política el reproche es siempre vertical y antidemocrático y no precisa contrafuertes horizontales en que apoyarse.  

En un informe muy ponderado que acaba de publicar GARA sus autores tratan de explicar un panorama electoral muy preocupante para quienes creen vivir en democracia. En ese informe se pregunta por qué acude a las urnas una cifra de votantes ostensiblemente escasa en los barrios populares y sensiblemente superior en los distritos ricos o económicamente más confortables. Los autores de la investigación aluden una serie de razones, que me parecen más bien colaterales, para explicar el hecho de la abstención de los desheredados ante las urnas. Todas las razones aportadas en torno a esa pasividad electoral de los «minúsculos» son ciertas y funcionan de consuno, pero creo que falta una razón de verdadero peso: el temor que guardan los desposeídos en su inconsciente colectivo hacia el reproche múltiple que les dirige cada minuto el Sistema para crucificarlos en la indignidad de su ignorancia, lo que justifica la necesidad de ser gobernados debidamente. Los poderosos conocen esa inseguridad de los trabajadores en si mismos y la acrecen con sus constantes y «paternales» reproches, como el de acusar de populismo a quienes tratan de hacerse valer al margen de las tendenciosas instituciones. Es más, la educación hoy existente tiende a formar admiradores ante el poder «instruido». Una de las manifestaciones que apoyan lo que digo es, por ejemplo, esa frase de «yo provengo de una familia modesta que se volcó para que llegue a lo que soy». ¿Y verdaderamente qué entiende «por llegar a lo que es» quien destruye con tal aclaración su respeto familiar y menosprecia el trabajo de sus ancestros, base del poder de sus explotadores?

Ante la urna del Sistema el socialmente débil se ve irrelevante y derrotado. Una urna de la que un gran libertario ya dijo: «Si votas, eliges amo». Verdaderamente el peatón, aunque deje en el secreto del ánimo su viacrucis,  se siente incapacitado para modificar la realidad proterva, por lo que se aleja, aunque con un rencor profundo, radical, del voto, que queda en manos del reprochador. «Esto es cuestión de ellos», piensa el «mínimo» que en cierto modo acaba por admitir, con violencia reprimida, su impotencia para gobernar con autoridad y provecho su propia cotidianeidad, ya sea por su carencia de recursos para participar en la creación de la riqueza, por su pobreza cultural, por la falta de expresión reglada en el posible debate de leyes y políticas, por la ausencia de plataformas para expresarse con eficacia etc.

La saturación total del medio con una multitud creciente de leyes, de aparatos que se hurtan a la inteligencia del desheredado y con lenguajes trenzados hace que el pobre y frecuentemente poco instruido no se convalide a si mismo para entrar en una lid donde las armas están en manos de los caballeros. Y sin embargo el peatón, como escribe siempre Antxon Lafont cuando se refiere al «uomo qualunque», sabe que le explotan y que la riqueza de los poderosos se cocina con su carne. Esto hace de la sociedad pasiva un espacio doloroso de campo de concentración a la espera del rancho. Ahí, en esa amarga realidad, se generan y crecen casi todas las violencias. El pobre o simplemente el débil habitan marginados y vencidos en el permanente reproche de quien los lleva de la rienda, lo que no deja de constituir una situación destructiva. Hasta los derechos que a veces se conceden al débil no son derechos reconocidos como propiamente tales, sino derechos graciables o verdaderas limosnas, lo que se percibe por las masas como una ofensa más; la más grave ofensa que cabe hacerles porque pone en duda la misma existencia de los agredidos. El neocapitalismo ha elevado el abuso fascista a un mecanismo filosóficamente confortable ante el que no cabe para los maltratados  sino la «petición», elevada a derecho supremo, lo que corrompe mucho más la mal llamada democracia a cuya sombra artificial viven por goteo las instituciones  sustancialmente represoras.

Bien, estos son los hechos; pero los hechos que hemos descrito tienen los pies de barro. Cabe hacerles frente y cambiarlos por hechos justos. Esta batalla posee dos fachadas; una es la del lenguaje que ha de cambiarse si queremos que nuestra verdad tenga una peana valiosa. Repetiré esto mil veces. La otra fachada estriba en el esfuerzo que debe hacerse para  diferenciar el saber de la sabiduría. Esto último no entraña un debate simplemente académico. Entre «ellos» y «nosotros» hay una distancia ideológica que se debe suprimir mediante la actuación partidaria si queremos que la libertad y la justicia naveguen en otra ruta. Es necio creer que los partidos no tienen razón de ser en una sociedad cuyos dirigentes sostienen que las necesidades pueden resolverse con simples medios instrumentales: los de «ellos».

En esa actuación partidaria hay que incluir destacadamente la diferenciación entre saber y sabiduría. «Ellos» manejan los saberes que agrilletan. Y los trabajadores deben protagonizar la sabiduría que libera. Vale, pues, aclarar la diferencia entre saber y vivir. Antonio Merino escribe en “Humanismo franciscano” que «ya Ortega distinguía agudamente entre ideas y creencias. Según él, el hombre tiene ideas (digamos que saberes), por eso puede dejar unas y tomar otras; pero vive de las creencias que llegan a constituir el sustrato vital del ser humano (y a esto llamamos sabiduría o arte de existir dignamente)». El saber no tiene alas para entender la vida en su inmensa trascendencia. Saber es simplemente saber algo. Constituye una herramienta que a veces llega a funcionar como instrumento de autoexplotación. El mundo actual ha elevado a sacramentales sus saberes a fin de atraer esclavos a los que concede el beneficio de la sumisión. En el siglo XVIII se valoraba a los esclavos negros por la potencia de sus testículos. Hoy no hay que hacer una exhibición genital para supervivir, pero han sustituido el didimismo por cosas tan sospechosas y manipulables para una elección como las afinidades sociales o los absurdos masters que habilitan para un puesto de responsabilidad a quienes, con mucha frecuencia, ya han nacido con ese puesto preparado.

Frente a eso hay que reconquistar la sabiduría como  defensora de los derechos a la dignidad y la existencia de todos. Hablaremos de la sabiduría, pero adelantemos que consiste en edificar la vida en común sobre «las creencias que llegan a constituir el sustrato vital del drama humano», como escribía Ortega. Y en ese drama todos somos iguales para gobernar la herencia común que nos ha sido arrebatada. La liberación del ser humano parte de esa sabiduría que es capaz de distinguir entre los saberes perversos del explotador y los saberes a los que todos han de tener acceso y derecho de propiedad. Pensaba en ello al leer que la elegante directora del Banco Mundial advertía, entre otras cosas, que se vigilase el derroche en ayudas a los desempleados porque por ahí se escapaba una parte sustancial del dinero necesario al Sistema para superar la crisis. Oh, my God!

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