Antonio Álvarez-Solís
Periodista

El precio del crimen

Allende decidió la renacionalización del cobre para aumentar el nivel de vida de los trabajadores y la recaudación de beneficios que reforzasen la capacidad del Estado a fin de proceder al verdadero desarrollo de su nación. Y ya sabemos todos, menos Alfonso Guerra, al parecer, como acabó aquel intento noble en todos los sentidos

Ultimamente y en repetidas ocasiones he escrito acerca de mi sólida creencia en que el mundo está al borde de un cambio de civilización, de algo parecido a un seísmo cósmico en el terreno moral, en la forma de existencia, en la sustitución total de la actual  cultura, en el modo de entender todas las concepciones económicas; en suma: de la aparición de un ser que desbordará todas las fronteras actuales con mil concepciones diferentes acerca de sus creencias y comportamientos.

Como ha sucedido siempre, esta irrupción de la nueva civilización se delata ya en los dolores innumerables de parto que martirizan a la humanidad con temores previstos; el sufrimiento es contemplado, sin embargo, con poca emoción por parte de los trabajadores, que han reducido su dignidad a una sobrevivencia tiranizada; la violencia es aceptada por una burguesía que vive de recuerdos lejanos y visiones actuales que ya no escarnecen; la mayoría de las injusticias son remontadas con perversos juegos de manos; el menosprecio de lo espiritual, no es tema. El gran incendio que destruye a la sociedad burguesa constituye un espectáculo que dura lo que dura su noticia, incluyendo la huída de los que sufren la proximidad del peligro.

No se trata de pintar un cuadro apocalíptico con el grito de «Mumm!» en primer término, sino de evitar el acomodamiento a la perversidad para ir recogiendo los andrajos producidos por la barbarie instalada en un altar satánico en que ofician brillantes personajes encargados de nuestro orden y de proteger la razón insustituible, según parece. Muchas veces el crimen se protege hoy con un gesto de  inevitabilidad o incluso de adhesión.

Hoy vamos a consumir esta columna con la reproducción de un párrafo devastador dedicado al Leviatán por uno de los grandes administradores del socialismo: Alfonso Guerra. Lean, lean: «Entre la dictadura de Pinochet, horrible, y la de Maduro, horrible, hay una diferencia: que en uno, el primeramente citado, la economía no se cayó (200.000 exiliados, 30.000 asesinados, 1200 desaparecidos) y en el otro sí se ha caído. A veces las dictaduras liquidan la libertad de los pueblos, pero al menos sanean la eficacia en el terreno económico, en el terreno de sus servicios».

Si manejamos sin reparo alguno esta criminal afirmación podríamos conocer qué beneficio aportó cada asesinado o torturado al crecimiento de cada ciudadano chileno o a su Estado. Lo grave de esta repugnante aritmética es que ignora que durante muchos años diversos gobiernos de Chile lucharon por recobrar la propiedad plena de tal minería ya que la participación de empresas extranjeras en los beneficios del cobre superaban el 70% mediante una extracción lesiva y unos salarios que mantenían un nivel impresentable. Fue Salvador Allende el que decidió la renacionalización del cobre para aumentar el nivel de vida de los trabajadores de su país y la recaudación de beneficios que reforzasen la capacidad del ·Estado a fin de proceder al verdadero desarrollo de su nación. Y ya sabemos todos, menos Alfonso Guerra, al parecer, como acabó aquel intento noble en todos los sentidos.  

Hoy el cobre chileno está sustancialmente en manos de dos grandes corporaciones norteamericanas, como sabemos todos los ciudadanos honestos, menos Alfonso Guerra, a lo que parece. O sea, que el sacrificio de unos miles de chilenos sólo benefició a la Bolsa de Washington.

En cuanto al régimen de Venezuela ya hablé con ustedes en ocasión anterior. Venezuela ha sido una de las naciones que han sufrido más cruelmente los alzamientos brutales del poder de la minoría poderosa. Una minoría sesteante que se dedicaba, con voluntad colonial, a la exportación de su dinero sin voluntad alguna de emplearlo en la modernización de los grandes cinturones urbanos en que se apiñan unas masas sin esperanza alguna de salir de su miseria ni de su inseguridad vital. Ese dinero que goteaba asimismo sumariamente en las inmensas estancias donde una población nativa –¡la nación, a la hora de votar!– que se sobrevivía a si misma con la pobreza del siervo, la carencia  de simples centros culturales y el socorro de unos mínimos medios sanitarios.   

Venezuela, la tierra de las convulsiones agónicas, a la que hoy hay que liberar de la tiranía, como grita el presidente español que ha decidido poner en coma a su propio parlamento, entregar la política a los jueces, perjurar diariamente sobre el cadáver de la libertad y trasfundir la sangre de su olvidado ejército de oriente al loco de Washington, que no entiende siquiera que su famoso muro ha destrozado su misma capacidad visual para ver el seísmo en que viven los hombres, incluídos millones de norteamericanos, a la espera de que su frenético ídolo interior se convierta en un perverso dios del azar atómico.

¿Y qué hace ante este panorama la España hidalga? Nada. Según Antonio Machado en la voz de su Juan de Mairena:«Dice la monotonía/ del agua clara al caer:/que un día es como otro día./ Hoy es lo mismo que ayer».

Al español le ocurre lo mismo que a Abel: «Pensando que no venía/ porque Dios no le miraba/ dijo Abel cuando moría:/ Se acabó lo que se daba».

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