Antonio Alvarez-Solís
Periodista

El túnel

Terco, debido a su pobreza ideológica y política, el Sr. Rajoy recita ante los catalanes, una y otra vez, su mantra sobre la inevitable obediencia a la ley, cuando el problema es precisamente la ley.

Si la vía penal, que puede ser aplicada al parecer tanto a las personas como a las instituciones, va a constituir el camino para que Madrid afronte la decisión catalana de construir su propio Estado creo que España se introducirá en un túnel dramático carente de salida democrática. Las palabras ya no significarán absolutamente nada ¿Qué hacer, pues, si esta amenaza se convierte en realidad, con la gente que vaya a la cárcel, porque creo que a estas alturas puede suceder incluso algo tan monstruoso? ¿Cómo explicar que las instituciones sean disueltas o asaltadas aunque hayan brotado de algo tan democrático como son unas elecciones sin trampa ni cartón? ¿Qué hacer con la violencia que seguramente se produciría en el ámbito catalán, aunque sea ese país moderado y reflexivo, como ha demostrado a lo largo de la historia? ¿Cómo presentar esa situación al mundo tras cuarenta años de brutal dictadura fascista que aún mueve la cola en el casi exánime cuerpo español? ¿Qué nuevo y gravísimo problema se dejará en manos de Bruselas que aún no ha digerido el Brexit ni la equivocación en Grecia y que sigue encallada en las arenas musulmanas? ¿Podrá Madrid, tras su comportamiento con Catalunya, insistir en su contribución a los valores europeos que han permitido el referéndum de Escocia o la decisión de Londres acerca de su porvenir nuevamente independiente? Quizá la soberbia española considere que el problema catalán es un problema menor de un rincón de España, pero Catalunya no es el lejano Congo o la abandonada Somalia, tierras de colonia en la era de la globalización sólo tenidas en cuenta para la venta de armas en que, sea dicho de paso, España participa de espaldas a muchas convenciones de paz. Catalunya es una nación que figura entre las más cultas y maduras de Europa, cosa que las estadísticas no subrayan para España. Es más y como ya he subrayado otras veces, mientras Castilla, de nacimiento tardío en la península, orientó ya sus primeros vuelos exteriores hacia la aventura trasatlántica y creó con ello la carencial españolidad que conocemos, Catalunya seguía en su poderosa y rica expansión mediterránea y certificaba decididamente con ello una óptica nacional de modernismo que ya no habría de perder. Ante este panorama ya viejo y consolidado ¿qué hará el gobierno de Madrid en el momento presente? ¿Enviar unos tercios de la Guardia Civil, a cuyos miembros recordarán en las calles de Barcelona que la Guardia Civil de guarnición en las tierras catalanas fue fiel en 1936 a su juramento de lealtad a la República, lo que supuso el asesinato urgente de sus generales apenas llegado el fascismo a Barcelona? Una Guardia Civil que enfrentarían sentimentalmente, o podrían enfrentarla, a otra Guardia Civil, que ha de recordar tristemente, supongo, días de lealtad ante la traición franquista. Quizá, al escribir todo esto, sueñe un sueño que no me gustaría que ocupase determinadas mentes que se alojan ya en otros años. Pero sigamos: ¿entregará la Moncloa el manejo cotidiano de la vida catalana a las fuerzas armadas, que volverían a aparecer ante la mayoría de los catalanes como el «Ejército Nacional»? A estas horas, de suceder esta peripecia en Francia, Alemania o Inglaterra el jefe del gabinete en tales países ya habría dimitido y posiblemente estarían ante un urgente gobierno de concentración nacional formado para aumentar el valor de la vía política necesaria. Pues ante esta serie de gravísimos castigos el Sr. Rajoy permanece encerrado en la Moncloa con cuatro asesores, al parecer con escaso candil intelectual, a fin de decidir qué ofrecerá a Ciudadanos ante su día de investidura o adivinar cómo procederán los socialistas del Sr. Sánchez, contaminados por personajes como Felipe González o los viejos líderes socialistas que navegan de juzgado en juzgado.

Terco, debido a su pobreza ideológica y política, el Sr. Rajoy recita ante los catalanes, una y otra vez, su mantra sobre la inevitable obediencia a la ley, cuando el problema es precisamente la ley, como sucede siempre cuando el pueblo, el que sea, reclama una nueva legalidad capaz de ordenar su vida de distinta forma. Habrá que repetirlo mil veces: la ley es un mecanismo adjetivo con límites circunstanciales que tiene por objetivo ahormar el orden social y político que ha decidido vivir la calle en un momento dado; orden que ahora precisa otros parámetros legales, ordinarios o constitucionales, por no estar los ciudadanos alojados en un ámbito social o nacional que ya no es válido. Estamos, pues, en una hora en que la legalidad ha de ser recreada desde la raíz nutricia que constituye la soberana voluntad del pueblo, en este caso concreto, del pueblo catalán.

Es evidente, repitamos, que la ley brota de la vida de un pueblo a fin de servirle. De un pueblo que, además, se siente acorralado en el patio trasero de un Estado que no soporta. Pero el problema estriba fundamentalmente en que el Sr. Rajoy no cree que exista una nación catalana. No la ve. Y envenena día a día a toda la ciudadanía del Estado a la que avisa que los nacionalistas catalanes son sólo unos peligrosos corsarios españoles que ahora ondean al viento una ilegal bandera de combate ante unos ciudadanos que sufren por un intenso desamor patriótico y únicamente pretenden retornar a los hermanos rebeldes al orden patrio ¿Pretende el Sr. Rajoy alcanzar una meta razonable con discurso tan elemental?

La invención diaria de la libertad –porque la libertad hay que inventarla cada día– no puede envasarse en otra vasija que la propia. La libertad constituye una esencia básica para generar la realidad cierta por parte de quienes, en este caso una nación concreta, desean disfrutar del poder de ser ellos mismos en una hora que estiman suya y con un propósito de resurrección, como es el caso. Ante hecho tan simple como poderoso el Sr. Rajoy llama a un encontronazo gravísimo planteando su concepción de la unidad mediante un proceso mental que sólo merece el calificativo de disparate inmenso, producto de una radical ignorancia social e histórica. Porque disparate inmenso es, o al menos eso me parece, la pretensión de que la catalanidad sea sometida a juicio y a ley por los zamoranos o por los burgaleses. Pretender eso, Sr. Rajoy, es declarar a España, una vez más, como Estado colonialista que no renuncia a su vocación opresora ni siquiera tras el inmenso descalabro del XIX. Y me pregunto: ¿De nuevo van a salir personajes que remuevan, desde su proclamado sentido del orden, el fondo cenagoso donde yacen para siempre los sacrificados por amor a su libertad nacional, que en su caso el gran Castelao rescató del olvido en su obra? Permítaseme la digresión: de vez en cuando contemplo con frío los tremendos dibujos de Castelao donde esos seres pálidos y distorsionados parecen moverse bajo las aguas a que fueron arrojados por amar simplemente ese viento suave y potente que es la libertad y que hace del hombre un ser magnífico y absoluto. Es más, creo que los sucesores de quienes fueron masacrados por la horda de un desquiciado homicida que despreció la bandera y la Cruz no pueden olvidar a quiénes, sin más compañía que el silencio, permanecen en un perpetuo Valle de los Caídos bajo una lápida constitucional. Soy cristiano y además mi alma nació en el Mediterráneo. Doble motivo de claridades que hemos de custodiar.

Veremos en queda todo este amenazador discurso sobre Catalunya que ahora implica asimismo a magistrados de un Tribunal tantas veces intervenido de modos diversos o presionado y, por ello, menospreciado en sus altas funciones. Un Tribunal para el que los verdaderos demócratas, que son algo más que un papel en una urna gaseosa, desean una elección popular que le convierta en pieza auténticamente efectiva de la división de poderes.

Finalicemos: ¿Dónde pretende llegar usted, Sr. Rajoy, que con su malicioso y destructivo comportamiento pardal está invalidando incluso la función de la Corona?

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