En torno al socialismo
Antonio Alvarez-Solís considera que el socialismo «ha sufrido un desgaste profundo desde que lo secuestró la socialdemocracia», aunque tal rapto constituye solo un hecho coyuntural, pues el socialismo es, de hecho, «el único camino hacia el futuro». El veterano periodista sostiene que ese socialismo que es germen de un nuevo tiempo debe ser pulido «como ideología de la libertad», y trata de responder a las preguntas de cómo ha de presentarse y cómo ha de funcionar.
Creo que es urgente que quienes aspiran a un futuro socialista aclaren el contenido que pretenden dar al socialismo, porque el socialismo constituye un destino próximo pese a todos los avatares que ha padecido. El término socialismo ha sufrido un desgaste profundo desde que lo secuestró la socialdemocracia. Pero eso no es más que un fenómeno temporal cuyas causas hay que analizar rigurosamente. El socialismo constituye el único camino posible hacia el futuro ya inmediato. Sectores muy populosos de la sociedad actual reclaman el socialismo de cara a un futuro que solamente puede edificarse con conceptos socialistas. Claro que frente a esos sectores una también amplia masa de ciudadanos que se acomodan en el sistema capitalista alegan que el socialismo se ha destruido en sus intentos de realizarse mediante revoluciones que han naufragado. Esto último, la lectura del fracaso, conviene abordarlo a fondo. Hagamos, por tanto, una primera pregunta: ¿esos aireados fracasos han destruido la médula del socialismo o solo han afectado a una inicial fase revolucionaria del mismo? ¿Hasta qué punto una revolución puede considerarse asegurada en sus primeras realizaciones? ¿Y hasta qué punto la conciencia revolucionaria debe considerarse disuelta tras su inicial intento histórico, aunque ese intento haya acabado en un aparente fracaso?
Ante todo, una constatación largamente repetida: todas las revoluciones, al menos las más significativas y dignas de tal nombre, han vivido tres fases: la de su brillante triunfo inicial, la de su desaparición y, finalmente, la de su reaparición, ya purgadas de errores y asentadas en la conciencia colectiva de la sociedad. Tres fases: la de la acción violenta o encendida, la del oscurecimiento social por obra de reticencias y divisiones internas y la de su resurgimiento mediante una asunción cultural ya madura por parte de la ciudadanía.
Durante la primera fase la revolución constituye una voluntad simple de triunfo material sobre el adversario. Muchas cosas y voluntades contradictorias van revueltas en esta primera fase que se consume en la toma de la calle. Pero lograda esta victoria elemental, la revolución joven entra en una segunda fase, o de asentamiento, en que ha de emplear para un proceso mucho más complejo la misma institucionalidad, idéntico lenguaje y no pocos contenidos ideológicos del sistema que pretende reemplazar, ya que la revolución no ha producido aún su cultura propia. En esta fase la dialéctica revolucionaria está contaminada por formas y modos antirrevolucionarios profundamente arraigados en la vida común. Lo teórico funciona, pero lo vital aún arrastra una genética que pertenece a la sociedad que quiere superarse por los revolucionarios. Y ahí, más tarde o más temprano, aparece la quiebra de la revolución. Ejemplos expresivos de esta segunda y contradictoria fase los tenemos en la revolución francesa y la revolución socialista de 1917. Ambas padecieron tensiones internas muy violentas y vinieron a caer frente a la reacción absolutista protagonizada por el Congreso de Viena, en el primer caso, y ante la fuerza del neoliberalismo, en el segundo. Pero la semilla quedó sembrada en ambos casos.
La tercera fase, o fase del renacimiento revolucionario, sucede cuando la fuerza del sistema contrarrevolucionario se quiebra por agotamiento y por la defección de masas ciudadanas que no pueden soportar ya la violencia con que se las encuadra de nuevo en los parámetros del modelo social anterior. Este modelo ha perdido su capacidad creadora de riqueza y vida para el común y se convierte en una trampa mortal para los trabajadores o las bases que soportan el Sistema que Orwell definió como Sistema del Gran Hermano. La hora del Gran Hermano es la hora presente del neoliberalismo.
A lo largo de la batalla cada vez más encendida que va royendo en este caso el sistema capitalista muchas capas dirigentes revolucionarias, que han sobrevivido penosamente a la catástrofe, han sido absorbidas por los intereses de la oligarquía dominante, que pone a esas capas a su servicio. Por ejemplo el socialismo, convertido en la inerte socialdemocracia. Y ahí estamos en el momento actual. Entre las cosas que ha arrastrado la riada neocapitalista están una serie de conceptos que, sin embargo, contienen la esencia del único futuro posible. Se hace evidente entonces que la cultura distinta que es necesaria para sustituir al capitalismo degradado en puro imperialismo no puede ser más que la socialista; pero a ese socialismo hay que liberarlo de contaminaciones, pulirlo como ideología de la libertad. Revivirlo. Lo que puede aportar el socialismo constituye ya una cultura con perfiles propios y conceptualmente asumible. La revolución retorna, pero con un leguaje propio y un distinto comportamiento social. También estamos en ese trance. Ejemplos hay ya en los dos los hemisferios. Las masas hablan con un lenguaje socialista de normal aceptación, redimidas en parte muy apreciable de la presión cultural que ejerce el sistema que se tambalea. La contradicción entre el fondo cultural heredado y la cultura política necesaria para cambiar la vida cede a favor de esta última. La violencia pertenece ya casi íntegramente a los poderes que aún sostienen las riendas del agonizante sistema antiguo. Una violencia que no puede legitimarse ante el progreso revolucionario, que entra en un funcionamiento normalizado. En este punto conviene, no obstante, hablar del socialismo con un lenguaje socialmente asimilado. ¿Cómo ha de presentarse ese socialismo y cómo ha de funcionar?
Evidentemente no parece posible un lenguaje que sirva a la creación de una sociedad radicalmente distinta si ese lenguaje no posee un nivel eminente de libertad. Lo que ha de cuidarse convenientemente es esa libertad. Una libertad capaz de ampliar rotundamente sus límites a fin de hacer de la democracia un ámbito general e igualitario. Un ámbito real. Una libertad que informe todos los aspectos de la existencia individual y que, por tanto, ha de ser protegida por la colectividad en pleno. La colectividad en pleno, como sujeto social, cultural y económico, es lo que constituye el socialismo aceptable y vigoroso. Ese socialismo ha de declarar bienes no apropiables por los individuos como tales todos aquellos que se caractericen por constituir la infraestructura de los pueblos y de sus libertades: las riquezas naturales, la tierra, las energías, las materias estratégicas o de alto y reconocido contenido social, como la enseñanza, la sanidad, el gran transporte y sus redes… Ese socialismo ha de fomentar las formas societarias constituidas por los trabajadores. Un socialismo que dote al ejercicio empresarial de la calidad de oficio social. Un socialismo que devuelva al dinero su estricto sentido de signo intercambiario y que convierta en bien nacional el aparato financiero. Un socialismo que rediseñe la política como un ejercicio básico y cotidiano de los ciudadanos, lo que exige su reducción a un ámbito de cercanías, evitando la globalización que convierte en caricatura la soberanía de los ciudadanos.
El socialismo precisa un gran debate social para restaurar su dignidad ideológica y su vitalidad creadora. Ese debate contiene ya la esencia del socialismo. Decir estas cosas puede parecer simpleza o arbitrismo, pero la historia enseña que únicamente las sencillas formas de proceder aparejan la liberación. Cada ciudadano ha de implicarse en estas acciones si aspira realmente a serlo.