Antonio Alvarez-Solís
Periodista

Es el momento de la República

Hay que reconocer que esta hora universal no es una hora de paz frente a la violencia postrera del fascismo vestido de neoliberalismo. Por eso se debe tener la visera bajada y la visión, periférica. Es la hora del republicanismo que sepa decir cien veces «no»

La mayoría de las protestas públicas contra la actual situación política en España culminan con una declaración de renuncia que equivale a la condena de la democracia: los electores no saben a quién votar. Son españoles absolutamente desorientados en el desierto democrático. No creen ya en el Partido Popular, abominan del Partido Socialista y acaban en algunos casos por depositar una esperanza agónica en ese artilugio inservible que es UPyD, una patera política construida con restos del múltiple fracaso ideológico. Del Estado monárquico no queda nada, absolutamente nada. El Estado no es, a estas alturas, más que la herramienta de una gobernación atrabiliaria y desnortada que se tambalea sin programa. El Estado no es más que un truco recaudatorio. Yo, si me sintiera español a estas alturas de mi vida –es decir, si no aspirase más que a una pura existencia censal– me preguntaría seriamente qué hacer para recobrar el pulso público. Ante todo renunciaría al marco institucional existente porque en ese encuadre todo propósito de edificar una convivencia responsable y digna quiebra apenas nace. El Estado español es una inmensa trituradora. O sea, que debemos partir, para la edificación de una existencia política apreciable, de un nuevo escenario. Y ese ineludible escenario es la República.

En España la única tradición política que huele a pueblo, a masa ciudadana, a colectivo soberano es la tradición republicana. Que no digan, los que se dedican a la falsificación histórica, que la República ha constituido una turbulenta experiencia. Cierto que las dos Repúblicas padecieron muchas tensiones, pero esas tensiones surgieron cuando el republicanismo removió, para eliminarlo y clarificar las aguas, el fondo cenagoso sobre el que malvivían los españoles. Las Repúblicas, con mención muy especial de la segunda, pretendieron dotar de un mecanismo intelectual a los españoles; convertirles una maquinaria razonable. Despertarlos de un sueño abismal. Y la fiera monárquica, como describe el mito del lago Ness, reapareció entonces furiosa en la superficie.

O República o carnaval custodiado por la policía. Toca elegir y hay que hacerlo, además, con urgencia.

República, además, que nos ponga en pie frente a una Europa con un duro Gobierno alemán o francés, como pretende ahora la Sra. Merkel, a quien la Unión Europea ya no le facilita, como venía siendo habitual, el campo preciso para sus ambiciones, en este caso la segunda fase de su colonización del viejo continente. Hemos llegado a un momento en que la Unión –mal corcusido el actual sistema financiero– le viene estrecha a la Sra. Merkel y, en cambio, resulta asfixiante para muchos de nosotros, pues carga de obligaciones ruinosas a la periferia e incomoda el movimiento libre que pretenden los alemanes desde el centro del Sistema. Como escribe Hans Küng de la Iglesia católica, con frase aplicable a lo que tratamos, «el centro mira sobre todo a la continuidad; la periferia (reclama) la vida y el progreso. El centro impone sobre todo (su) orden riguroso; la periferia pretende el movimiento y la variedad, la discusión y el desarrollo vital. El centro proclama sobre todo principios generales y de seguridad; la periferia pide la adaptación de los principios a la situación concreta e invita al riesgo».
Alemania, que es el centro, entra en una nueva fase de la colonización de Europa, fase más directa que es entorpecida por la institucionalidad bruselense –con su burocracia ya arraigada y sus clanes políticos, que no quieren enterarse de las exigencias de una parte importante de los europeos– aunque el entramado de Bruselas sea cada vez más inoperante de cara a la pretendida unidad de Europa. Alemania reclama de nuevo una libertad política que le permita maniobras cada vez más sustanciosas como metrópoli que es.

¿Y qué puede hacer un pueblo como el español ante un horizonte como el que hemos apuntado? Evidentemente el Estado monárquico de España es un hábito que solo puede vestir el viejo monje español. Un monje mendicante que divaga afectos entre el bandido serrano y la pareja de la Guardia Civil caminera. En esa España la corrupción no es un fenómeno circunstancial sino que resulta ser la España misma. Lo de siempre.

Todo este tinglado es el que hay que arrumbar tajantemente, pero ¿quién puede desmontarlo y con que fuerza ha de proceder? No creo que haya otro camino que el del 14 de abril de 1931: el pueblo súbitamente en la calle. Un pueblo asistido por el fogonazo de una nueva racionalidad y motivado por un futuro inmediato. Un pueblo que, además, no se pierda en disquisiciones precoces sobre su acción revolucionaria, que ha de constituir, en cualquier caso, la médula a perfeccionar en el posterior discurso republicano.

Y en esa fase hay dos naciones llamadas principalmente a jugar un papel motor en la política peninsular: Euskal Herria y Catalunya, que no solo han de buscar su propio camino sino manejar el timón por el rompecabezas ibérico a fin de no dejar rastrojo a su espalda. Euskal Herria y Catalunya necesitan la soberanía para fabricar una sociedad con dimensiones y sentido propios, mas han de señalizar también el camino a una amplia masa de trabajadores de otras tierras peninsulares que no puede seguir en flotación desordenada ante la puerta de los nuevos entes soberanos. Euskal Herría y Catalunya podrían ser el catalizador de un sur geográfico que pusiera orden en el diálogo periférico con el centro europeo, estimulado por viejas pretensiones que le regresan a una conocida fórmula económica y social que ya no puede funcionar. Evidentemente la ambición que todo esto encierra no es posible sin la aceptación del republicanismo histórico –socialmente avanzado y humanamente sugerente– que brotó de una intención modernizadora que aún espera realización. Soñemos, alma, soñemos, porque engañosamente despiertos tampoco hacemos nada.

Hay que reconocer que esta hora universal no es una hora de paz frente a la violencia postrera del fascismo vestido de neoliberalismo. Por eso se debe tener la visera bajada y la visión, periférica. Es la hora del republicanismo que sepa decir cien veces «no».

La reclamada Europa de los pueblos se ha tornado imposible ante unos Estados que vuelven a pedir jacobinamente carta de soberanía. Ello obliga a considerar con mucha atención esa pretensión soberana de unas naciones que, tras tantos años de forzada sumisión a un estatalismo castrador, pueden inaugurar una época de formas políticas más populares que marquen otras rutas sociales. Euskadi y Catalunya habían iniciado la tarea de la nueva edificación social cuando el republicanismo que las dotaba de un canal para la creación de vida nueva fue asolado por la rebelión franquista. Sobrevino luego la segunda guerra mundial y toda posibilidad de ampliar la democracia fue arrumbada por una doctrina que clausuró la libertad de creación ideológica, a la que cargó, directa o indirectamente, con la responsabilidad de un terrorismo confusamente múltiple, muchas veces movido desde el centro mismo de un Imperio que prestó la asistencia mortal para destruir el republicanismo que quiso abrir en España vía a una verdadera democracia, con un vital derecho a la autodeterminación.

El regreso de la República a España supondría la higienización del ámbito político con la resurrección de una política de masas que permitiría un democrático debate entre España, Euskadi y Catalunya; un debate que trascendería a una Europa que se está pudriendo día a día.

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