Josu Iraeta
Escritor

Esconder la historia no resuelve nada

Hace un par de décadas, en una visita al domicilio del párroco, le dejé sobre su mesa algunos pocos libros que supuse serían de su interés. Esta visita no era la primera, fue más bien una correspondencia a las pequeñas charlas habituales, cuando en su largo paseo se acercaba a nuestra casa.

En esta ocasión le expuse mi intención de escribir sobre un caso poco conocido, ocurrido en el pueblo y con protagonista de sotana. La verdad, no le hizo mucha gracia que tuviera la intención de publicar el indigno comportamiento de un sacerdote, y menos que los hechos hubieran tenido lugar, precisamente en la casa cural, es decir, en su vivienda.

Ya antes hice un pequeño «paseo» por las andanzas del clérigo en cuestión, pero hoy pretendo −habiendo fallecido mi amigo sacerdote− darle protagonismo, con la intención de relacionar su comportamiento con lo que todavía continúa siendo «tabú»; las razones que llevan al mundo religioso y sacerdotal, a la práctica del sexo anónimo e incontrolado; el voto de castidad, la vigencia del celibato.

El problema es grave, sin duda, máxime si entendemos que la violencia sexista que llega al conocimiento de la sociedad −sea o no de procedencia religiosa− no es sino una mínima expresión de la violencia real.

Opino que tampoco es acertado afirmar que la violencia que nos ocupa tiene procedencia exterior, ya que, en mi opinión, esta violencia tiene raíces muy profundas y no poca conexión con las creencias y costumbres de nuestros antepasados.

Tampoco sería correcto afirmar que son nuestros antepasados la única vía de transmisión de la violencia que nos ocupa, como tampoco es admisible responsabilizar a culturas llegadas de otras latitudes, porque sería falso.

Aunque es cierto que esto no permite ocultar que, entre los llegados de otros países en los últimos años, hay individuos −y no pocos− cuyo irracional comportamiento supone un riesgo para muchas mujeres.

Es en esta cuestión, ante la que, con la mayor seriedad, pretendo aportar una reflexión, absolutamente ajena al «modus operandi» institucional y con el ánimo de abrir un cauce a otras opiniones.

Para llegar donde pretendo necesito un apoyo y lo haré en el surgimiento de la religión entre nuestros antepasados, con raíces en la naturaleza; es decir, el agua, el sol, el fuego, la luna...

La práctica de estas creencias dejó profundas raíces en EH, desde el Neolítico hasta la Edad Media.

A partir del siglo XVI, la Iglesia cristiana −ya presente entre nosotros− combatió los ritos y mitos de la religión tradicional, acusando a sus practicantes de tener tratos con el diablo, de chupar la sangre a los niños, de fomentar malas cosechas, etc.

Lo cierto es que actuaron contra las creencias tradicionales y sus practicantes, de igual modo y manera que los romanos lo hicieron con los primeros cristianos en la Roma imperial.

Poco a poco, estos conceptos fueron introduciéndose en la sociedad, de tal modo que el cristianismo fue adoptando algunas viejas creencias (solsticio de invierno), otras las despreciaron como simple superstición, mientras las que contradecían directamente las creencias cristianas, las anularon mediante prohibiciones y tabúes (el culto a la luna, los carnavales, etc.).

Es en este contexto donde debemos situar las brujas, la herejía y toda la represión que, desde la influencia de la Iglesia, hicieron suya los estados español y francés, que defendían el catolicismo como única religión.

Claro ejemplo lo tenemos en la decisión adoptada por las Cortes de Navarra en 1533, en la que, haciéndose eco de esta influencia, achacaba de la propagación de la brujería al abandono de las diócesis, por el absentismo de los obispos.

Es en esta época cuando la mujer fue objetivo prioritario de esta represión y no por casualidad. A la mujer se le asocia con el mundo mágico, con los malhechores. Para el cristianismo, la mujer es fuente de pecado, es por eso que la apartan de todos sus ritos y celebraciones, siendo varones todos sus miembros.

En aquel tiempo la mujer no significa prácticamente nada. solo sirve para practicar la magia, la curandería y traer hijos al mundo...

También es preciso subrayar que es falso que los ritos antiguos fueran todos contrarios al cristianismo. De hecho, hubo sacerdotes inmersos en procesos inquisitoriales. Lo cierto es que, en las aldeas del mundo rural, muchos, incluso después de asistir a la misa, se reunían en cuevas y cruces de caminos −sus lugares sagrados de siempre−, donde celebraban sus fiestas en las que todos participaban.

Lo contrario que en los ritos cristianos, en los que el único protagonista era el sacerdote, que además actuaba de espaldas a los concurrentes.

Fue la clase dirigente de la época, la que a través de la Iglesia fue conformando, poco a poco, una estructura que sirviera para defender sus intereses, el resultado fue claro y hoy perdura; la moral cristiana.

Regularon toda clase de comportamiento, de manera que una vez más sirvió para acotar y enfrentar las viejas tradiciones con las creencias cristianas. Es así como las creencias tradicionales, pasaron a ser inmorales, relacionadas con lo sobrenatural, es decir, camino de convertirse en brujas y herejes.

En líneas generales, a la figura de la llamada «bruja» nos podemos aproximar desde dos puntos:

La bruja como figura irreal, absolutamente subjetiva, y la figura real, adoptada así socialmente.

La primera es un viejo mito, invisible, irreal, símbolo de males y enfermedades. Por ser un espíritu incorpóreo se utilizaban toda clase de ritos para que las fuerzas benefactoras se impusieran.

Conviene resaltar que la propia Iglesia se basaba en esta figura de bruja, para −haciéndola suya− compararla con el diablo de los cristianos.

Volviendo sobre la «otra» bruja, la corpórea, debemos decir que fue esta mujer la que sufrió las consecuencias directas de la represión. Fueron torturadas y quemadas en la hoguera, siendo muchas veces consecuencia de la envidia y venganza de sus propios vecinos.

Entre las mujeres-brujas, podemos a su vez hacer dos grupos: En el primero, jóvenes y hermosas, las que −como he citado con anterioridad− son símbolo de pecado. La belleza era una razón más para relacionarlas con el diablo.

En el segundo, son siempre mujeres mayores y muchas de ellas ancianas y viudas. Estas no suponían un peligro para lo instituido, pero tenían prestigio, pues eran solicitadas por sus conocimientos en la utilidad de hierbas y ungüentos, utilizados para tratar toda clase de heridas y enfermedades.

Hay infinidad de casos para poder citar, y para ello no es necesario caminar en exceso. Sirva como ejemplo el de la joven y hermosa viuda María Endara, en el XVI, vecina de mi pueblo, de la que el párroco consiguió pernoctara en su casa «para rezar durante el peligro pecaminoso de la noche» −naturalmente, en contra de su voluntad− durante meses... Hasta que quedó embarazada.

Al final, y gracias al oscuro trabajo de la «serora» parroquial, que acusó a la joven de yacer con el diablo, fue declarada «bruja». Así el pastor de los cristianos consiguió su repugnante objetivo, libre de toda sospecha.

Son muchos los años transcurridos, pero no parece que hayamos avanzado mucho, ya que la inmensa mayoría de abusos sexuales en la Iglesia, investigados por el Obispado de Bilbao, no han llegado a la fiscalía.

No será así como resolvamos el problema, sino con una formación que «parece» no es la adecuada. En este sentido, quiero recordar, cómo hace unas décadas y durante muchísimo tiempo, el castigo más riguroso para un niño, consistía en mezclarlo en el aula de las niñas.

Insisto, educación adecuada, específica y precoz.

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