Antonio Alvarez-Solís
Periodista

España es una nación

España ganaría mucha estatura si aceptase que los catalanes, los vascos y, si es necesario, los gallegos, decidieran en libre consulta interna decidir si su nación no lo es tan claramente como suponen o bien son naciones que merecen esa consideración.

Pedro Sánchez propondrá en el congreso de su partido que el PSOE vote la plurinacionalidad de España, enfrentándose a un referéndum catalán para formalizar una posible secesión Es decir, ya que su declaración afecta ante todo a Catalunya, resumamos el posible parecer de muchos ciudadanos catalanes: el Sr. Sánchez se ha «ficat de peus a la galleda»; traduzcamos para entendimiento general de los españoles: el Sr. Sánchez se ha metido de pie en el pozal. ¿Y qué necesidad tenía de dar ese salto en el vacío cuando le hubiera bastado con una declaración hábil de principios para evitar que se le fueran los votos de los españoles radicales? Una declaración de este tenor: el PSOE respetará el derecho a decidir de los catalanes, pero el Partido Socialista se pronunciará por la pluralidad nacional de España, aunque esa oferta encierra un dislate lógico monumental que la vuelve inviable ante todo por incomprensible, pero como dice en su lenguaje intelectualmente vigoroso la vicepresidenta del gobierno Rajoy, la oferta podría «colar». Mas discutamos una «mica» todo esto.

Si hay algo difícil de centrar es el contenido de nación ¿Qué significa y cómo ha de definirse la nación? La mayoría de los sociólogos relevantes entienden por nación algo superior al simple lugar de nacimiento, que es filológicamente muy obvio, pero políticamente muy escaso. Un niño de padres hondureños no es turco por nacer bajo bandera turca en un viaje transatlántico. Quizá esto le plantearía un problema al Sr. Macron si las pateras mediterráneas las abanderasen en Marsella. Yo he nacido en Madrid, pero tengo serias dudas acerca de mi españolidad. Una de mis abuelas era prusiana del este polaco-lituano y otra, galesa, y recibí una educación carente de la simplicísima rotundidad intelectual castellana. Mas sigamos con el significado de nación.

Es cierto que se adelanta mucho si se acepta la teoría de la localización del nacido como definitoria de su nacionalidad. Institucionalmente somos españoles los que hemos nacido entre las fronteras del Estado español, pero parece cierto que a una nación la definen unos rasgos profundos que califican su vida. Una nación está constituida por reiteraciones históricas que hacen profundamente distintos a los ciudadanos que se comprenden a sí mismos por esas reiteraciones: la lengua que les otorga el conocimiento singular de su medio vital, los sucesos que les perfilaron profundamente, los modos físicos y morales de convivir, la interpretación y estilo de las comunicaciones intersubjetivas, el deseo de existir según unos sentimientos muy claros de percibir la realidad,  las reacciones ante los sucesos cotidianos, a veces muy difíciles de explicar… Una nación es, pues, una decisión de ser según la propia voluntad. Es un fenómeno de voluntad. Y eso no se puede someter a una legalidad determinada ni por las constituciones ni por el poder político del Estado que en el fondo agavilla pueblos distintos mediante el llamado orden fundamental que custodian las grandes leyes, empezando por las constituciones. Todo lo que acabo de decir ha sido la base de la vida en Gran Bretaña, transida de benéfico y flexible  empirismo. Ni siquiera tienen una federación de fútbol única. Los ingleses siempre se han referido al Reino Unido de la Gran Bretaña formado por cuatro naciones: Inglaterra, Gales, Escocia e Irlanda del norte. Y si los escoces quieren al fin separarse se separarán.

Tornando al propósito del Sr. Sánchez de evitar el conflicto secesionista catalán declarando a España «una nación plurinacional» he de decir que no me explico ese error ideológico y filosófico tan chocante en un político como el nuevo secretario general del PSOE, que ya empieza el cortejo del Sr. Rajoy bajo el sospecho supuesto de que lo acometerá cuando la victoria sea segura. Esa doctrina ha llevado a los socialistas alemanes a una catastrófica alianza con los cristiano-demócratas de la Sra. Merkel, aunque se hayan sentado en el gobierno alemán, y al traidor Tsipras a seguir gobernando el hambre griega.

La nación constituye un valor absoluto, por ejemplo España, más no puede ser a la vez varias naciones. La nación es una manifestación unitaria. Lo que puede ser plural es el Estado, que en nuestro caso albergaría al menos cuatro naciones: España, Catalunya, Euskal Herria y Galiza. En este caso la salida del conflicto sería el federalismo, pero el federalismo exige para su constitución una cesión de poderes que afectan, de una u otra forma, al Estado federal. Y esa cesión ha de realizarse desde una plena soberanía ya que de no ser así no estaríamos ante una cesión de poderes «inter pares» sino de una concesión por parte del Estado central, que aparecería sin remedio como un poder dominante que cede por propia voluntad facultades que caracterizan a la simple autonomía.

Yo comprendo que el Sr. Sánchez no quiera perder los votos de andaluces, castellanos o extremeños al disminuir su poder institucional y su extensión territorial tras las posibles secesiones, ya que España como nación quedaría muy menguada dada su poquedad en diversos aspectos, pero conservar un sistema íntimamente colonial fingiendo dimensiones que no se poseen de verdad reduciría aún más la ya escasa modernidad política de España. La «multinación» es parte de una trampa a la que contribuyó ya Fernando el Católico para escapar al control de sus Cortes, muy reticentes a aceptar la unión con Castilla. Esa España «una y grande» a la que se afilia el Sr. Sánchez revive en Rajoy personajes que gobernaron el Estado español como lo único que les confería una personalidad que no poseían tras la pérdida de ultramar en el 98, pero el problema visto así pertenece ya al campo de la psicología clínica y no al de la ciencia política.

Creo, en un resumen de urgencia, que España ganaría mucha estatura si aceptase que los catalanes, los vascos y, si es necesario, los gallegos, decidieran en libre consulta interna decidir si su nación no lo es tan claramente como suponen o bien son naciones que merecen esa consideración, La grandeza de muchas nacionalidades está expresada en formatos territorialmente pequeños o mediante ciudadanías escasas en su cifra. En Europa existe un puñado de esas nacionalidades que son custodios de una brillante o rica sociedad y cuya reducida dimensión física les permite, entre otras ventajas domésticas, el oxigenante uso de la bicicleta. La República checa es una de ellas y no se opuso a la separación de Eslovaquia, conservando una dinámica economía. España puede tener una determinada grandeza aunque la priven de la pera limonera de Lleida.

Pedro Sánchez es la última maniobra de resucitación que le queda al socialismo español ante un socialismo de cuerpo presente en una Europa entregada a Bruselas y a personajes nacidos de vientres de alquiler, como ese extraño francés, el Sr. Macron, que es un Trump mejorado en la mejor escuela de las formas francesas de la paleolítica «grandeur». Sánchez empieza a mostrarse –¡oh, Dios!– como un Macron en mangas de camisa, pero sin la ayuda de la abuela que le recuerde al nuevo presidente galo como hacían las cosas De Gaulle o Mitterand.

En España no queda más, en el marco del Estado, que un partido como Podemos para la conducción de la protesta popular, desmigajada con brutalidad por un Estado políticamente militarizado, incluso en el lenguaje que emplea su conductor  el Sr. Rajoy, que recomienda jarifamente tila a sus oponentes. Un partido en cuyo entorno están jóvenes comunistas, núcleos sociales recrecidos y los surgentes «proletarios de Dios», como les denomina el Papa Francisco cuando invita una y otra vez a que la calle cristiana aparezca dónde sea y como sea. Un partido que sabe que la victoria pasa por la derrota del Sistema. Sin más.

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