Jonathan Martínez
Investigador en Comunicación

Falange, ética y tradición

He leído que hoy se cumplen quince años. Como sé que no es prudente confiar en la memoria, he tenido que explorar viejos periódicos, rastros muertos de una época que parece no haber existido nunca. Pero existíamos. Teníamos más pelo y menos canas. Ya por entonces leíamos los portales digitales en busca de noticias frescas aunque internet todavía hablaba con un torpe balbuceo. Los periódicos acompañaban sus reportajes de imágenes escasas, tacañas en píxeles, y los vídeos que aún resisten en YouTube han llegado a nuestros días con una textura lejana como de sueño o psicofonía.

Aquellos días de 2009 caminaban con pie torcido. El Gobierno español, en la voz de María Teresa Fernández de la Vega, había pedido al Tribunal Supremo que proscribiera las papeletas de D3M y Askatasuna bajo el pretexto del terrorismo. El deseo fue concedido. Varios años después, la Audiencia Nacional tuvo que envainársela y absolvió a los encausados porque había resultado −oh, sorpresa− que sus actividades políticas quedaban lejos de toda aventura armada. Pero ya daba lo mismo. El objetivo de las ilegalizaciones, entre otras cosas, era adulterar el juego de mayorías y conquistar el Gobierno vasco.

Hace hoy quince años, los periódicos divulgaron el comunicado de un grupo clandestino que se hacía llamar Falange y Tradición y que había vandalizado varios monumentos a lo largo y ancho de Euskal Herria. Fuimos nosotros, dicen, quienes remitimos una bala a la txupinera de Aste Nagusia de Bilbao. Fuimos nosotros quienes profanamos las lápidas de Lasa y Zabala en póstumo homenaje al camarada Rodríguez Galindo. Fuimos nosotros quienes pintamos la estanquera sobre el nombre de Dolores Ibarruri en Orkoien. Somos patriotas españoles contra el comunismo criminal y el separatismo terrorista.

El comunicado presentaba un cariz anacrónico y podría haber sido objeto de chufla de no haber mediado una voluntad real de amenaza. En el verano de 2009, un vehículo del Ayuntamiento de Orkoien despertó con mensajes de advertencia contra el alguacil: «Julio, kontuz, mira debajo» y «Zerri comunista». La corporación de Arbizu encontró lemas similares pintarrajeados sobre la fachada consistorial: «Hoy se os vigila, mañana os matamos». En algunos foros policiales podían leerse mensajes de regocijo. Los jusapoles y juciles de hoy no nacen de la nada. El romance del SUP con Desokupa tampoco.

Cuando se abrieron diligencias, supimos que Falange y Tradición se había reunido en las piscinas de los militares de Iruñea. Andaban reclutando activistas y pretendían adquirir armas para descargarlas sobre simpatizantes independentistas. Una semana después, los ultras trataron de prender fuego al caserío de Zigor Goikoetxea en Getxo. Para entonces ya habían ardido otros artefactos en la herriko de Tutera y en el gaztetxe de Arguedas. La jueza Mª Paz Benito consideró que los ataques buscaban amedrentar a «un grupo concreto de la población»: los militantes de la memoria histórica y la izquierda abertzale.

Al margen de las reivindicaciones, el comunicado de Falange y Tradición deslizaba una frase que podía parecer anecdótica pero que condensaba un estado de ánimo general en los gritaderos del nacionalismo español. Las grandes cabeceras estatales, sin importar que fueran progresistas o conservadoras, saludaban a Patxi López con una euforia unánime. «El primer lehendakari no nacionalista». Los más audaces se atrevían a interpretar el cambio electoral como el espejo de un cambio sociológico y no como el resultado de las ilegalizaciones. Falange y Tradición se sumó al festín dando «la bienvenida al nuevo Gobierno Regional Vascongado del señor López».

Ahora, con la perspectiva de aquel tiempo, escucho un discurso reciente de Eneko Andueza que pide a la izquierda abertzale una mirada crítica sobre su propio pasado. Les demanda que respeten a las víctimas del terrorismo. Les reclama que asuman responsabilidades directas. Les reprocha una ausencia clamorosa de fundamentos éticos. Entre dardo y dardo, Andueza reitera el bulo mil veces desmentido de que fue ETA quien mató al socialista Enrique Casas. El PSE administra las políticas vascas de memoria pero su secretario general insiste en chapotear entre disparates historiográficos.

No lo puedo evitar: cuando un político abusa de las apelaciones morales, tomo la precaución de llevarme la mano a la cartera. En siglos inmemoriales, la Ética nace como una disciplina filosófica que intenta distinguir lo bueno de lo malo, lo debido de lo indebido. A la par surgen los moralistas, empeñados muchas veces en impartir lecciones que no son capaces de aplicar sobre sí mismos. Si se trata de respetar a las víctimas del terrorismo, cabría escuchar aquí a Maider García, hija de la última víctima de los GAL, que pone a Andueza ante el espejo de sus propias reclamaciones.

El año pasado, el Parlamento Vasco exigió al Congreso español que retirara la pensión al exdiputado socialista Ricardo García Damborenea, condenado en 1998 por el secuestro de Segundo Marey. El PSE votó en contra junto al PP, Ciudadanos y Vox. No traigo esta noticia hoy aquí como parte de ninguna olimpiada ética sino como constatación de que existen algunos consensos elementales en la desmemoria del bipartidismo español y en sus hijuelos ultraderechistas. Es el mínimo común que unió a Patxi López con Antonio Basagoiti y que mereció un simpático agasajo de Falange y Tradición.

Si los líderes del PSE quieren emprender pasos hacia la convivencia, tienen a su disposición todos los foros mediáticos y gubernamentales. Pueden empezar por repetir, por ejemplo, las palabras de Arnaldo Otegi en Aiete y decir de corazón que sienten su pesar y su dolor por el sufrimiento ajeno. Pueden desmarcarse del Memorial de Gasteiz y sus amnesias unilaterales. Pueden llevar a Madrid los números sangrantes de la tortura. Pueden impulsar el reconocimiento de las víctimas ignoradas. En eso consiste la ética: en predicar con el ejemplo antes de andar dando voces en casas ajenas.

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