Aster Navas

Ganar

Lunes. Se me aparece, al mediodía, el espíritu de la tía Marisa. La televisión habla, mientras me como una menestra, de victorias y derrotas; de ganar y perder; de éxitos y fracasos de todo tipo. Hay países, separados remotamente, ganando y perdiendo guerras; partidos políticos que, según los sondeos, ganarían unas elecciones. Está la Copa del Rey, la Champions, el Conde de Godó. Hay equipos que necesitan ganar; otros que llevan varias jornadas sin perder. Se me ocurre, antes de que se presente, de que me venga a la cabeza la tía Marisa, que la victoria le debe mucho a la derrota; que ganar no sería lo mismo si elimináramos la posibilidad de perder. Hay empresas ganándose la confianza de los inversores; levantamientos que van perdiendo fuerza, modas que van ganando adeptos; presidentes que pierden popularidad. Versiones que van perdiendo credibilidad. La publicidad invita a perder peso... Quizá, por esa razón se me ha presentado hoy el espíritu, el recuerdo de la tía Marisa.

Durante prácticamente toda mi infancia pensé que Marisa, una íntima amiga de la familia, era la persona más despistada y desastrada del mundo. −Perdió la mano izquierda en la escuela −solía decir mamá. Yo, desde mis seis años, podía entender que pudiéramos perder −olvidar, traspapelar− cualquier objeto pero... extraviar una mano, un brazo, una pierna −incluso un simple dedo− me parecía el colmo del despiste: no asociaba aquella pérdida a un hecho traumático, doloroso sino a un monumental e inexplicable descuido. Y eso que yo era también un crío olvidadizo, con la cabeza en las nubes, que extraviaba frecuentemente cosas; me podía poner perfectamente en el lugar, en la piel de Marisa; me identificaba con esa manga de su blusa recogida con una imperdible a la altura del codo.

Creía reconocer en su mirada un gesto de incredulidad y una actitud meditabunda, ensimismada, que yo atribuía a que estaba intentando recordar dónde coño había dejado aquella jodida mano un día de hacía cuarenta años. Si la había echado en falta al volver del recreo o ya sentada en el pupitre; cómo carajo nadie se había dado cuenta, nadie le había avisado hasta que ya no fue demasiado tarde... Porque también había −o al menos yo así lo imaginaba− un punto de enfado, de enojo, de fastidio en la tía Marisa.

Martes. Al parecer, entre la opinión pública ucraniana va ganando, creciendo, la opinión de que perderán la guerra. En clase leemos un cuento de Borges; llueve a ratos. En una nueva entrega de First Dates, una joven de Teruel le dice inopinadamente a un joven cubano que no tendría una segunda cita con él. Todo hacía prever, presagiar, que pasaría lo contrario. El joven le pregunta, en un último intento de ganársela, cómo se llaman los de Teruel. −turolenses −le responde ella con un tono demasiado neutro que no permite abrigar demasiadas esperanzas.

Miércoles. Jueves. Viernes. Campaña electoral. Los candidatos han entrado en el cuerpo a cuerpo. Empuñan argumentos que les parecen poco éticos en otros momentos. Se trata de ganar y hay que arrojarse a la cabeza el pasado, el presente y, si se tercia, el futuro; hay que tirarse al cuello, si es preciso; saltar al barro. Agitar el miedo a esto y a lo contrario; a que ganen ellos y a que perdamos nosotros. Y sobre todo hay que pronunciarse; es muy importante pronunciarse sobre esto o aquello.

Sábado. Jornada de reflexión. El horóscopo recomienda a los sagitarios paciencia; valentía a los Géminis. Seguimos bajo la influencia del anticiclón. «He perdido la cabeza», escucho en el metro decir a una mujer por el móvil. La miro de soslayo, por si acaso.

Domingo. Me presento en el colegio electoral a las ocho de la mañana, tal como me exige la convocatoria que, como presidente de mesa, se me hizo llegar hace ya unas semanas. Me pongo en manos de la Providencia: soy segundo suplente. Al atardecer se me vuelve a aparecer la tía Marisa. Recuerdo que mis primeros meses de escuela fueron, por aquella experiencia vicaria, una tortura. Al volver a casa comprobaba que no me había ocurrido lo de Marisa; que todos mis órganos y extremidades habían regresado conmigo: más de una vez me sorprendió mi hermano frente al espejo realizando esa comprobación meticulosa.

Me acuesto temprano, sin saber quién habrá ganado las elecciones. Mañana la televisión hablará, mientras unto las tostadas, de victorias y derrotas; de ganar y perder; de éxitos y fracasos de todo tipo. Algún partido político habrá ganado los comicios y otros venderán la derrota como una victoria. Habrá naciones, muy alejadas geográficamente, ganando y perdiendo territorios; coleará, todavía, la Copa del Rey, la Champions... equipos que habrán perdido cuando más necesitaban ganar para no perder −qué lío− la categoría. Habrá rumores que irán ganando fuerza y versiones de los hechos que perderán solidez.

Con el tiempo perdí −valga la redundancia− ese temor a perder, como la tía Marisa, alguna extremidad pero interioricé otras muchas acepciones y derivaciones de la palabra. Descubrí que podemos perder el conocimiento, el tiempo, el pelo y hasta la dignidad. He perdido los papeles, los nervios y dos o tres pendrives. También paraguas; sobre todo, paraguas. He ido ganando y perdiendo muchas cosas; también algunas personas. Algunas de ellas del todo innecesarias; otras imprescindibles. Tanto o más que el agua.

Cada vez pierdo con mayor facilidad la paciencia. Lo que no acabo, sin embargo, de perder es el miedo. Pero eso, a fin de cuentas, en mayor o menor medida, nos pasa a todos. Que nos gane, de cuando en cuando, el miedo, quiero decir. Incluso a ganar.

En fin.

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