Antonio Álvarez-Solís
Periodista

Hacia otro mundo

Parece evidente que la ideología actual ha perdido su total valor de fe social que de forma dolorosa muchas veces hace creer a las clases subordinadas que su forma de organización social es la única capaz de conservar la vida aunque ésta resulte adversa.

Contemplo el horizonte político cada vez más desvalido, más escaso de calidad moral, más harapiento. Todo es televisión barata y abrazos repletos de desgana. Los partidos y los movimientos luchan en el vertedero de la basura intelectual. He leído las propuestas electorales de los partidos españoles y los nombres de los candidatos, así como de otros países. Han brotado de un enconado reparto de huesos ya descarnados de la última ideología, eso que da forma al hombre. Forman ridículos gobiernos en el aire y constituyen un poder ideal que dura una cena o un encuentro en la calle. Muchos sociólogos afirman que tal seísmo sucede más o menos cada mil años. Es muy posible. No se trata, insisto, de que acontezca una revolución radical de ideas políticas, sociales o técnicas dentro del Sistema que cruje. Todos ellos saben que se embarcan tumultuosamente en el último barco disponible de la civilización que muere para ir a no se sabe dónde. En el fondo sospechan que lo que hace falta es fabricar otro hombre que vuelva a pintar otras cosas en la nueva civilización que ya se ve el horizonte. Incluso con otras manos. Lo que queda del mundo actual ya no atrae a nadie. En París los turistas apenas van a Sèvres para contemplar la barra de iridio que representaba el metro con lo que todo se medía. Ahora ya medimos otras cosas con otras cosas. No se trata por tanto, insisto, de modificar lo existente sino del invento radical de un hombre movido por otra ideología o forma de inteligir el mundo.

La ideología en la que aún hozamos en el presente ha muerto, llevándose por delante incluso la política tal como la practicamos ¿Derechas? ¿Izquierdas? ¿Qué es todo eso? ¿Por qué se llaman derechas? Según el diccionario son los que respetan las tradiciones del país. Frente a ellos están los izquierdistas, que se distinguen, según el mismo diccionario, «por apartarse de la razón y el juicio».

Es inútil, pues, pretender una modernización de lo vigente cuando lo urgente, insisto, es edificar otra civilización, otro hombre con su ideología correspondiente, ya que la ideología abarca toda la realidad del ser vigente ¡Carajo! ¿me se oye? Hay que empezar entonces por definir lo que sea ideología; que no es esa pobre pretensión de los partidos para hacerse con el poder en Cáceres. Por ejemplo.

Oigamos a Libanio y Taborda en su clara definición de ideología: «Es un sistema más o menos coherente de imágenes, ideas, de principios éticos, de representaciones globales y también de gestos colectivos, de rituales religiosos, de estructuras de parentesco, de técnica de supervivencia y de desarrollo, de expresiones que ahora se llaman artísticas, de discursos místicos o filosóficos, de organización de los poderes, de las instituciones, de los enunciados y de las fuerzas que estos ponen en juego; un sistema que tiene la finalidad de regular dentro de una colectividad, de un pueblo o una nación, de un Estado, las relaciones que los individuos han de mantener entre sí, con los extranjeros, con la naturaleza, con lo imaginario, con lo simbólico, con los dioses, las esperanzas, la vida y la muerte… La ideología refleja valores, normas, formas simbólicas a las que se someten los individuos, encontrando en ellas sus puntos de referencia. La ideología es principio de permanencia y de conservación».

Pues bien, siguiendo los puntos de identidad que nos facilitan Libanio y Taborda acerca del valor de la ideología parece evidente que la ideología actual ha perdido su total valor de fe social que de forma dolorosa muchas veces hace creer a las clases subordinadas que su forma de organización social es la única capaz de conservar la vida aunque ésta resulte adversa. Ello hace posible, como mantiene Tillich, que lo que se tiene por justo –la ideología dominante– no es más que una coacción «que destruye el objeto coaccionado en vez de conducirlo a su plena realización».

La ideología determinante de una civilización se sacraliza hasta convertir en perverso cualquier intento de eliminarla. Así resulta que la mayor descalificación que puede sufrir un individuo es la de ser tenido por antisistema por la derecha o por la izquierda, ya que esta última predica el cambio de vida, pero sin destruir y ni siquiera dañar las instituciones diseñadas por la ideología soberana. Ahí radica tantas veces el fracaso de los llamados revolucionarios. Ahora esta alianza entre unos y otros, tan frecuente en España, ha quedado groseramente al descubierto. Izquierdas y derechas emigran entre sí no por razones de doctrina sino por exigencias aritméticas en la carrera por un poder cada vez más vacío de moral.

¿Qué puede hacer el pueblo explotado por el Sistema, su ideología y su civilización? Ante todo perder el miedo a destruir la torre de Babel a la que está acogido «religiosamente». Y luego sentarse sobre las ruinas y pensar qué hacer con tanto cascote.

En el próximo artículo añadiré mi reflexión sobre la identidad y virtudes de lo republicano. Si Dios y GARA me lo autorizan.

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