Antonio Álvarez-Solís
Periodista

Inmovilidad del pensamiento

Hablando en términos filosóficos, España no es una cosa en sí; no es una cosa sustantiva, pensable como tal cosa.Marcha por inercia, obligada por su peso material

Ni siquiera se trata de una situación de taifas, como la que generó la inicial decadencia del califato omeya de Córdoba. En las taifas lo musulmán, como expresión plena de la sociedad, permanecía sólido en cualquiera de sus manifestaciones. Sólido y dinámico, empapando de vida la totalidad de los estratos y rincones de la convivencia que forjaba cotidianamente la nación única a pesar de la multiplicidad de los nuevos reyes. Lo musulmán vigorizaba sin sombras la comunidad civil. Las ideas sociales, culturales, económicas, circulaban y se multiplicaban libremente en un solo y aceptado marco de fundentes ideales básicos. Únicamente estaba herido por las invasiones sobrevenidas desde el Africa bereber –invasiones asimismo musulmanas– el poder centralizado en la metrópoli cordobesa. Estamos hablando de lo que era España en el siglo en el siglo XII, tras la fallida intentona de los visigodos de Toledo.

Y ahora demos un largo salto sobre muchas cosas de nuestra asendereada historia a fin de aclarar lo que estamos diciendo.

España ha entrado en otro periodo de taifas, pero de raíz casi ontológica. Es decir, el ser de lo español no sufre una debilidad política únicamente formal sino que está afectado como ser sustancial, como ser que ha dejado de pensar como entidad dialéctica. La España política está vacía de sustancia reflexiva. Lo de menos, repito, es que el poder político sea un poder poliédrico, dividido en trozos, en taifas de nuevo cuño. Eso ha ocurrido en las mejores familias. Lo grave, lo decididamente grave, es que ese poder sea un poder evanescente, incapacitado como factor intelectual, descoyuntado institucionalmente; un poder casi horario. Hablando en términos filosóficos, España no es una cosa en sí; no es una cosa sustantiva, pensable como tal cosa. Marcha por inercia, obligada por su peso material. Diré ahora porqué digo lo que voy diciendo.

La cuestión española –que tiene ya raíces viejas; pero en este momento, además, urgentemente entardecidas– se agita en un sonoro desorden institucional por falta de vectores, los programas políticos resultan delicuescentes, la semántica usada está preñada de inconcreción, los procederes del Estado funcionan desconcertados, las afirmaciones públicas aparecen y desaparecen como caprichos volátiles… La cuestión española radica en que ha destruido la imbricación del pensamiento con lo pensado; ambas cosas no son sucesivas, no constituyen un solo cuerpo lógico; dos fachadas de la misma arquitectura. España tiene un pensamiento que no piensa; un pensamiento inmóvil que está ya radicalmente pensado, como si fuera una estampa piadosa.

Digamos que el pensamiento español es marco inmóvil de un paisaje familiar congelado, mudo, ajeno a la sucesión de las ideas. Ese pensamiento está colgado de un horizonte inerte como si fuera una foto de familia. Quizá sea eso lo que suscita el españolismo angustiado de los fascistas o gente autoritaria próxima, que temen que ese pensamiento inmóvil se venga al suelo y se rompa como objeto excesivamente tronado.

España dejó de pensar como nación cuando culminó la Reconquista con la destrucción del poder intelectual de Al Andalus. Después tropezó con un imperio que no buscaba, en el curso de un viaje ideado por un corazón mediterráneo que andaba entre el sueño italiano de la seda y el afán de la canela. A partir de aquel momento España se dedicó a una introversión teológica, verdaderamente notable, con frailes que debatían la existencia del corazón en los indios mientras ingleses y holandeses comercializaban el asunto y los emperadores extranjeros asentados ya en Madrid solicitaban subsidios peninsulares para sus campañas y ambiciones europeas. España fue desangrada «ad maioren Dei gloriam» en los altares de una iglesia enredadamente regalista con reyes inquisidores. España se estrelló contra el siglo XVIII, no entendió la Europa del XIX y de bote en bote por ensueños republicanos fue fabricando golpistas hasta dar al fin con la Transición ¿Pero transición a qué? Todo esto nos emperezó el pensar y nos reunió bajo al retrato inmóvil de lo español ya pensado: «España y yo somos así, Señora».

Nunca creí que Europa nos sacara de nuestra situación. Europa no es tierra para inventar ciudadanías. Le pasa lo contrario de lo que sucede a España: piensa, pero no tiene retrato. Europa Unida es una simple caricatura de algo inexistente; un Hansa de comerciantes que contrata eslavos pobres para el mercado y jueces privilegiados para revestir de excelsitud el negocio del «pensamiento libre» y la «justicia universal». Europa siempre fue un sueño intelectual de ilustres racionalistas franceses, de curiosos renacentistas italianos, de contables utilitaristas ingleses y de ingenuos humanistas nórdicos. Europa es, simplemente eso: un casino de entrada vigilada en donde los ricos juegan con las cartas marcadas con efigies deslumbrantes.

Quizá todo esto que escribo hoy viaje en la mochila gastada de un escaso aventurero que todo lo aprendió en los libros. Quizá. Un europeo viejo de la Europa en que Cervantes buscó a Erasmo, Spinoza a Galileo, Lutero abrió otra ventana en el convento, Kant dio con la razón pura, Picasso inventó una nueva e incitante oftalmología y Danton quitó el sujetador a Mariana. En fin, un europeo que espera acodado en la curiosidad la nueva civilización que vuelva a descubrir los pequeños espacios dotados de grandes ventanales. Un europeo que no podrá saltar sobre su calendario, pero que ahora lo pasa en grande dándole vueltas a lo que piensan muchos de espalda al Pensamiento inerte colgado de la pared.

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