Iñaki Egaña
Historiador

Invisibles en el oasis

Los trabajadores son enterrados en el túnel que están construyendo durante 12 horas los días laborales y 19 los fines de semana. Una obra subvencionada por el Gobierno Vasco.

La celebración del mundial de fútbol en Qatar en 2022 ha servido para que diversas organizaciones denuncien públicamente las condiciones de vida de los trabajadores de los estadios. Se habla de «trabajos forzados», de «semiesclavismo», de «servidumbre medieval»… expresiones para definir los contratos de una patronal que, en nuestro país, por ejemplo, es la accionista mayoritaria de Iberdrola.

La esclavitud fue abolida en el planeta en un periodo que se prolongó durante un siglo. Empresarios e iglesias cristianas fueron los más reacios a considerar la esclavitud anti-natura y a los humanos como miembros de una única especie. En el intermedio, y para justificar las diferencias, pseudocientíficos y obispos daban pábulo al tamaño del cráneo o al color de la piel para argumentar la marginalidad de la mujer o de los africanos.

Hoy, sin embargo, la esclavitud no tiene por qué ser verificada. Se esconde en ese entramado de empresas, subempresas, contratas y subcontratas que, como los evasores fiscales, evitan dejar pistas para cubrir la mafia en que se ha convertido el entorno patronal. Los viejos mercaderes de esclavos, los traficantes de hombres, se cobijan hoy bajo las siglas de corporaciones patronales.

Según el informe anual de Global Slavery Index, nuestro planeta alberga a más de 40 millones de esclavos modernos, de los que 1.300.000 están dentro de nuestro territorio, la Unión Europa. La organización mundial califica como esclavismo a los trabajos forzados, a matrimonios dirigidos, a personas explotadas sexualmente. Desde 2014, y para cumplir el déficit, prostitución y tráfico de drogas son incluidos en el PIB hispano, el vasco incluido. Parte de la esclavitud ha sido justificada.
Hay otra, sin embargo, más invisible porque forma parte de los proveedores habituales de mercancía humana como fuente de trabajo. Son trabajadores migrantes en su mayoría, pero también «autóctonos». Esos que necesitan en ocasiones de dos o más ocupaciones para superar el umbral de la pobreza, que cobran la parte o el todo de la nómina en sobres, que les adjudican una situación incorrecta, la de «falos autónomos».

La Organización Mundial del Trabajo (OIT) ha señalado recientemente que hay 164 millones de trabajadores migrantes en el mundo. No hace falta seguir el texto de su informe para conocer en el mundo y en nuestra propia casa, los sectores en los que trabajan: agricultura, construcción, empleados domésticos y fábricas. El Imperial College de Londres ha añadido al informe de la OIT que casi uno de cada dos trabajadores migrantes sufre algún problema de salud relacionado con su empleo, y que uno de cada cuatro ha sufrido algún tipo de accidente laboral.

Y los datos tanto de la OIT como del College tienen, entre otros, a la Unión Europa como fuente. Es decir, que en nuestro llamado oasis vasco, ese en el que las relaciones laborales son marcadas por organizaciones patronales absolutistas y tiránicas (que sugieren la ilegalización de sindicatos) también se repiten las transgresiones de nuestro entorno, las limitadas por un proceso de acumulación capitalista.

Hace unos días hemos conocido alguna de estas prácticas en dos de nuestras capitales insignia. En la guipuzcoana, en la obra de elongación del topo, una construcción destinada a enriquecer a las cementeras y a coronar la vanidad de un alcalde jeltzale y también la de un concejal socialista acomplejado porque Bilbao entra en el abecedario antes que Donostia, los trabajadores son enterrados en el túnel que están construyendo durante 12 horas los días laborales y 19 los fines de semana. Una obra subvencionada por el Gobierno Vasco.

Un bien superior, el de la prolongación del topo hasta la puerta de una multinacional que se expande gracias a la explotación infantil y femenina en territorios lejanos, justifica un «mal menor», la degradación de la condición humana al servilismo, a través de contratos humillantes, cuando los hay. Si los trabajadores son oriundos también de territorios lejanos, mejor que mejor. Llegará el día, como otros tantos, en los que un propagandista disfrazado de periodista haga la crónica de la inauguración de la línea, con el vanidoso alcalde y el concejal acomplejado abriendo portada. El resto será absorbido por la «línea del progreso».

En la capital vizcaína, los trabajadores del reciente del festival realizado en Kobetamendi, el BBK live, han consumado jornadas de 12 horas, a menos de 4 euros la hora. Un festival apadrinado por el Ayuntamiento de Bilbao, cuyo alcalde el señor Aburto, tiene el segundo sueldo más alto de los municipios españoles. Un festival asimismo avalado por la fundación que da nombre al evento, cuyo presidente, el señor Sagredo, gana cuatro ves más que el alcalde citado.
En las joyas de la corona del mundo del espectáculo, las obras de remodelación del campo de fútbol de Anoeta están siendo un ejemplo de la voracidad patronal. Las jornadas de trabajo de cerca de 12 horas diarias, son correspondidas con sueldos que no llegan al 60% del mínimo recogido en convenio. Las de San Mames Barria no fueron a la zaga. Los trabajadores cumplieron jornadas semanales de 72 horas de trabajo, que los sindicatos denunciaron «en condiciones de esclavitud». Luego, ya lo saben, durante 90 minutos desfilarán, en cuanto empiece la nueva temporada, jugadores con fichas superiores a los 10, 20 o 30 millones de euros.

Vivimos en un medio que nos hacen creer especial, diverso al de los vecinos cuyos presidentes son corruptos o han sido aupados por los amos del dinero. Pero esa impresión es tan falsa como la misma que ofrece el consejero de turno cuando nos dice que los accidentes mortales en la construcción del TAV son inevitables, tal y como los de tráfico. El oasis vasco tiene una exclusiva, la invisibilización de la esclavitud, de la precariedad, de la marginalidad. En eso son unos artistas: el informe sobre la pobreza que Urkullu y Erkoreka escondieron bajo la alfombra.

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