Iñaki Egaña
Historiador

La celda de Xabier Rey

Son nuestros muertos, nuestras compañeras y compañeros que no recibieron una bala de plomo, pero que sufrieron las consecuencias de una política bajo el mismo objetivo.

Durante décadas hemos transmitido que nuestros hombres y mujeres en la vanguardia de la lucha identitaria, nacional y social, eran de hierro. La prisión, destino de la mayoría de esta pelea interminable, mantenía supuestamente la entereza de los nuestros, por mucho que las condiciones fueran extremas. La resistencia también se demostraba entre los muros de la prisión.

No llegábamos a alcanzar, sin embargo, que el objetivo de la cárcel para el enemigo secular de nuestro pueblo, no era únicamente la privación de libertad. Si no también la venganza, la vuelta de tuerca al eslabón más débil, el secuestrado, de nuestro proyecto emancipador. La eliminación del oponente.

Escribía Michel Foucault en "Vigilar y castigar" que el cuerpo de los condenados era un método sobre el que se grababa de forma visible las marcas del poder. Así, el preso se convierte en objeto y blanco del poder. A partir de esta reflexión, podemos observar que la política penitenciaria española tiene, efectivamente, ese objetivo. Focalizar en el preso la señala de su impronta tanto represiva como política. Analicen la cárcel y obtendrán la identidad de quien gobierna.

Una década, dos décadas, tres décadas... y con su ley 7/2003 quieren llevarlos al extremo de las cuatro décadas, al límite de la resistencia, al límite de la vida. La cárcel se estira como respuesta, como pulso para mantener in aeternum una situación de hegemonía frente a cuestiones políticas.

No hace falta que sus ejércitos y sus policías se desplieguen y se ensañen para seguir causando víctimas. Pueden seguir haciendo daño sin estridencias ni grandes alardes, sin tanto ruido y rodeados de loas al Estado de derecho, el sistema democrático y hablando de derechos humanos o prisión permanente revisable, de daño injusto y de recibimientos en su casa.

Ya no hay muertes en las calles, al menos muertes derivadas del conflicto. Dicen que aquello es pasado. Aparentemente tampoco hay muertes en controles policiales, huelgas o manifestaciones... Hay, por el contrario, multas,  inhabilitaciones, cárcel...

Hoy las formas son radicalmente distintas pero la muerte no está aún ausente. La muerte se presenta en la carretera por tener que recorrer centenares o miles de kilómetros, la muerte se presenta en los penales por desasistencia sanitaria, enfermedad o por otros motivos que los que no estamos encerrados un día sí y otro también, no alcanzamos a comprender. Motivos relacionados con la soledad, el aislamiento, el alejamiento.

Así es como se ha ido acentuando en las últimas décadas, la tendencia a provocar la muerte, al asesinato premeditado, que parte de otras coordenadas, «civilizadas» y adecuadas a ese gran paraguas de respeto a la «pluralidad» y a los «derechos humanos» que se lanza desde el Consejo de Europa a través de acuerdos internacionales firmados y refirmados cuando se renuevan. Pero los derechos humanos y la pluralidad únicamente son aplicables a un porcentaje determinado de la población, tal y como lo dice explícitamente desde el Gobierno de Madrid hasta el de Gasteiz (última ley vasca de víctimas de abusos de las fuerzas policiales).

El corpus teórico del tratamiento de los presos, no solo de los políticos, sufrió un cambio notorio en 2015 con la promulgación por parte de Naciones Unidas, de las llamadas "Reglas Mandela". Una serie de medidas destinadas a introducir precisamente los derechos humanos en las cárceles. Lean las reglas, que las encontrarán sin dificultad en la red, y entenderán que están diseñadas para atacar a las políticas represivas penitenciarias de Estados como el español. Cada línea, cada letra, me recuerda a una vulneración paralela en las cárceles españolas. Desgraciadamente se trata de un espejo identificable.

Fue el propio expreso y luego presidente sudafricano Nelson Mandela quien nos legó una frase significativa: «Se dice que no se conoce un país realmente hasta que se está en sus cárceles. No se debe juzgar a una nación por cómo trata a sus ciudadanos más destacados, sino a los más desfavorecidos». Ese país es España. Y una de sus cárceles es la de Puerto de Santa María.

La prisión en la que murió Xabier Rey ya había sido visitada por un Comité del Consejo de Europa que, tras la audiencia, realizó un informe, contundente a la vez que deprimente. Las mazmorras y los castigos de la Edad Media siguen vigentes en ese Reino de España que dicen está a la cabeza del planeta en la investigación de la criogenización.

Todavía en noviembre de 2016, el Consejo de Europa censuraba el sistema español, en especial el aislamiento de sus presos. Y en su informe sobre la prisión de Puerto, relató el trato a un preso común que intentó suicidarse en agosto de ese año. Según el Comité del Consejo, el preso fue supuestamente apaleado por los funcionarios cuando descubrieron las lesiones, mientras el médico de la cárcel se negó a firmar la denuncia.

Mantener a un preso en aislamiento durante años, encerrado en una celda de dimensiones reducidas, condenándolo a una comunicación telefónica ridícula y a otra epistolar menguada tiene un único objetivo: acabar con su condición humana y, de paso, eliminar su rastro físico de la historia. Y trasladar el mensaje de que los verdugos son implacables con el disidente. Aquel editorial de un diario madrileño sigue vigente: «No hay derechos humanos a la hora de cazar el tigre (ETA). Al tigre se le busca, se le acecha, se le acosa, se le coge y, si hace falta, se le mata».

José Ramón Goikoetxea falleció en Alcalá-Meco en 1985. Desde entonces, 28 presos vascos han fallecido en prisión. Algunos tuvieron la oportunidad de vivir sus últimos días en un hospital, para que la estadística no se inflara. Son nuestros muertos, nuestras compañeras y compañeros que no recibieron una bala de plomo, pero que sufrieron las consecuencias de una política bajo el mismo objetivo.

Sirvan de recuerdo: Joseba Asensio, Josu Retolaza, Mikel Lopetegi, Juan Carlos Alberdi, Mikel Zalakain, Jean-Yves Groix, Pello Mariñelarena, Javier Gorostiza, José Mari Aranzamendi, Juan Carlos Hernando, Jean-Louis Maitia, Santi Diez, Esteban Esteban Nieto, Ramón Gil, Kepa Miner, Oihane Errazkin, Jose Ángel Altzuguren, Juan Jose Etxabe, Igor Angulo, Roberto Sainz, Mikel Ibañez, Ángel Figueroa, Xabier López Peña, Arkaitz Bellón, Josu Uribeetxeberria, Kepa del Hoyo, Belén González y Xabier Rey.

Si a quienes perdieron la vida en prisión o a consecuencia de ella añadimos la de los familiares y amigos que dejaron la suya en la carretera por motivo del alejamiento/dispersión, estamos en el medio centenar de muertes a causa de una política penitenciaria devastadora. Si nos alejamos de ese punto de partida de 1985 y volvemos la vista más atrás, el número va en aumento hasta superar el medio millar.

Aquello de los hombres y mujeres de hierro fue un falso espejismo que alimentamos desde la épica de una literatura que nos era ajena, mezcla entre la soviética de entonces, la cubana revolucionaria y la resistente al nazismo en la época que cantaba Leonard Cohen. Nuestros hombres y mujeres sufren como nadie las durezas, las asperezas de una celda reducida, el aliento de la guerra que continuamente nos enfrentan a pesar de los deseos eternos de paz. Nosotros debemos ser sus voces, sus manos, sus ojos, sus signos.

Y recurro a Mario Benedetti, para concluir, en aquella memorable poesía: «No te rindas por favor no cedas, aunque el frío queme, aunque  el miedo muerda». Esa petición lleva implícita un compromiso de nuestra parte. No somos de hierro, somos del color de la vida, y por eso necesitáis toda nuestra fuerza, todo nuestro cariño, como sentenciaba el poeta uruguayo: «Aún hay fuego en tu alma, aún hay vida en tus sueños, porque no estás sola, porque yo te quiero».

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