Iñaki Egaña
Historiador

La colonia

Naciones Unidas la componen 193 estados, con otros cuatro, entre ellos Palestina y Ciudad del Vaticano, no reconocidos pero ubicados como observadores. En noviembre pasado, 187 de esos 193 estados condenaron el bloqueo económico a Cuba y solo dos (EEUU e Israel) lo hicieron en contra. En abril de este año, la Asamblea General de la ONU aprobó, con 149 votos a favor, que Palestina pasara de ser observador a miembro de derecho. Únicamente nueve votaron en contra, entre ellos EEUU, Israel, la Argentina de Milei y la Hungría de Orbán. A pesar de las abrumadoras mayorías, estas resoluciones jamás se cumplieron, tal y como otras 320 desde el nacimiento del organismo internacional, allá por octubre de 1945.

¿Cuál es la razón? Por encima de la Asamblea General, cuyas resoluciones no son vinculantes y no tienen la fuerza del derecho internacional, está el Consejo de Seguridad, compuesto por 15 estados, de los que cinco tienen derecho a veto. Para superar la cuestión del derecho, desde la ONU emergió un organismo subalterno, la Corte Internacional (con sede en La Haya), cuyas resoluciones deberían ser vinculantes. Pero desde que ese Tribunal ordenó en 1984 a EEUU «cesar y abstenerse del uso de la fuerza ilegal» en Nicaragua, Washington dejó de reconocer a la Corte de La Haya.

El veto del Consejo de Seguridad, creado por cierto para evitar los crímenes de guerra y la repetición de escaladas bélicas regionales o mundiales como las provocadas por Hitler, lo convierte en el verdadero comodín de las relaciones internacionales. Y fueron cinco estados los que se erigieron en árbitros de la política planetaria: EEUU, China, Francia, Reino Unido y Rusia. Aún no se habían producido las luchas anticoloniales cuando fueron nominados y el planeta estaba dividido entonces entre la metrópoli y las colonias. Francia tenía en África 35 colonias y el Reino Unido 28. Los imperios francés, británico y holandés eran dueños de Asia. El destino de India (en la actualidad, el mayor estado del planeta en habitantes), de Pakistán (240 millones de personas) y Bangladesh (170 millones) se decidía en Londres. El de Indonesia (280 millones), en Ámsterdam.

En ese contexto colonial surgió el derecho a veto de los cinco «magníficos» del Consejo de Seguridad. Londres vetó la independencia de Rodesia del Sur (hoy Zimbabue), Francia la de Udzima wa Komori (islas Comoras). París, Londres y Washington vetaron la condena aprobada por la Asamblea General de la intervención de EEUU en Panamá de 1989, como antes la de Grenada. Un año antes, los mismos actores vetaron otra resolución que imponía sanciones económicas al régimen racista de Sudáfrica por su política de apartheid.

Han pasado 80 años desde 1945, los procesos de descolonización transformaron el semblante del mundo y, sin embargo, la idea que sigue prevaleciendo es la del hecho colonial, la de que el planeta se dirige según los destinos que marca Occidente. El argumentario del disco duro del Consejo de Seguridad, demográficamente es insostenible, económicamente falso y humanamente falaz.

Porque se trata de un vestigio que no se corresponde en absoluto con la realidad multipolar, en especial desde la desaparición del bloque soviético y el fin de la Guerra Fría (la URSS vetó también resoluciones, la entrada de nuevos miembros en la Asamblea). La cuestión vigente tiene que ver con la soberanía, que fue impuesta en tiempos del colonialismo. Y el colonialismo moldeó el derecho internacional. Los antiguos territorios colonizados fueron y son considerados «estados sin leyes», sustituyendo al viejo concepto de «salvajes» y, en consecuencia, susceptibles de ser intervenidos: Nicaragua, Siria, Palestina, Cuba, Libia, Venezuela...

El preámbulo de la página web de Naciones Unidas señala su impulso inicial: «La principal motivación para la creación de las Naciones Unidas, cuyos fundadores habían sufrido la devastación de dos guerras mundiales, fue evitar las generaciones venideras del flagelo de la guerra». El general Von Clausewitz afirmó que la guerra es la «continuación de la política por otros medios». Hoy, por el contrario, la frase del prusiano ha sido superada. La guerra no es continuidad, sino que está asentada como eje de la política internacional. Las guerras de 2024 son legales. Aquellas convenciones de Ginebra para humanizarlas, la creación de Naciones Unidas y su Consejo de Seguridad, la Declaración Universal de Derechos Humanos, el rechazo a la violencia como medio de actividad política... son humo. Aderezos para unas relaciones internacionales con un único factor coercitivo, el de la fuerza.

Y ese factor colonial vigente se sigue percibiendo entre nosotros. No me refiero a la colonización cultural que llega desde Hollywood, las redes y sus «influencers», o las que imponen los estilos de París o Madrid. Me refiero a las de siempre, a las bélicas. Los soldados españoles en misión en Irak, Somalia, Libia o Afganistán reciben una compensación extra que triplica su sueldo y conlleva, asimismo, una serie de beneficios como la no tributación en el IRPF de sus rendimientos percibidos «en el extranjero, siempre que los trabajos se realicen materialmente fuera del territorio nacional».

Esta semana pasada hemos sabido que policías y guardias civiles destinados en Hego Euskal Herria mantienen, en 2024, los beneficios y pluses que el Gobierno de Felipe González les concedió en 1984 (servicio en «zona conflictiva»). Bagdad y Bilbao en el mismo plano. Cerca de 25 millones de euros anuales en pluses, más exenciones, vacaciones extras de hasta un mes supletorio y una medalla con distintivo blanco a los agentes con más de tres años de estancia en la CAV o en la Comunidad Foral (deben de ser numerosos porque en los portales de negocio de Internet se venden a 11,90 euros). ETA declaró su fin armado en 2011 y supuestamente su plataforma territorial dejó de ser «zona conflictiva». ¿Qué justifica entonces que materias de aquel Plan Zen de la década de 1980 sigan efectivas? El hecho colonial.

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