La fe de los conversos
El 2 de febrero de 1981, en medio de una niebla frondosa, los reyes de España aterrizaron en el aeropuerto de Foronda para emprender su primera visita oficial por tierras vascas. La excursión venía envuelta de cautelas. Un día antes, la policía había arrancado los carteles de protesta que engalanaban las calles de Gasteiz y había detenido a ocho responsables. El servicio de seguridad del lehendakari hubo de borrar una pintada en la entrada de Ajuria Enea. Por si fuera poco, ETA p-m se había colado en la frecuencia de RTVE para leer un comunicado contra la monarquía. Es cierto que Carlos Garaikoetxea se había prestado a encabezar la comitiva de recibimiento y que las páginas de Deia abrían con un hospitalario editorial titulado “Nuestra bienvenida”. Pero también es verdad que la izquierda independentista no parecía dispuesta a quedarse de brazos cruzados.
Algunas personas se acercaron al aeropuerto para gritar vivas a España y agitar banderines rojigualdos. Después, en la capital alavesa, se escucharon vivas al rey mezclados con gritos de amnistía. El caso es que el primer día transcurrió con optimismo. Hubo sonrisas, himnos marciales y cordiales apretones de mano. El Gobierno vasco obsequió al monarca con un reloj del siglo XVIII y a la reina consorte con una estatuilla de oro. Todos aquellos que se opusieron al evento fueron tachados de “extrema izquierda” por la entusiasta prensa democrática. Y luego estaba el periodista del diario ultra El Alcázar, Jesús Gallo, que acudió a Ajuria Enea con una pistola al cinto. Pelillos a la mar.
Pero la guinda de la visita no estaba el lunes en Gasteiz sino el martes en la casa de Juntas de Gernika. Juan Carlos I quería oficiar un acto solemne e incluso pronunciar algunas palabras en euskera. El problema, no obstante, es que los cargos de Herri Batasuna y de LAIA habían anunciado su presencia en la ceremonia y nadie esperaba que tuvieran intención de aplaudirla. Todas las precauciones eran pocas, así que la Guardia Civil acordonó el edificio y vigiló puentes y carreteras en un dispositivo supervisado por el general Aramburu Topete. La Policía Nacional de Sáenz de Santa María, por su parte, guarneció Gernika con tanquetas y antidisturbios.
En cuanto el flamante rey abrió su discurso en la tribuna, se alzó un bosque de puños en la bancada izquierda y sonó a voz en grito el “Eusko Gudariak”. El servicio de seguridad se acorazó alrededor del rey. Los demás cargos públicos aplaudieron a rabiar para acallar la protesta hasta que el presidente del Parlamento vasco, Juan José Pujana, mandó que los berrozi desalojaran a los alborotadores. Entonces el rey continuó su parlamento con un discurso que parecía improvisado pero que llevaba escrito en previsión de incidentes: “Frente a quienes practican la intolerancia, desprecian la convivencia, no respetan las instituciones ni las más elementales normas para una ordenada libertad de expresión, yo quiero proclamar una vez más mi fe en la democracia y mi confianza en el pueblo vasco”. Aplauso devoto.
El incidente pudo haber quedado en anécdota si los cargos de HB y LAIA no hubieran sido procesados por desórdenes públicos e injurias al jefe del Estado. El fiscal Fernando Alamillo les reclamó ocho años de cárcel. La visita real también pudo haber quedado en mera farándula si el director de Punto y Hora, Javier Sánchez Erauskin, no hubiera sido condenado en la Audiencia Nacional por un delito de injurias al Jefe del Estado después de haber presentado a Juan Carlos I vestido de torero y haciendo el paseíllo por una “surrealista Euskadi de opereta y de cartón piedra”. El mismo día que el rey se pavoneaba por Gernika, Joxe Arregi caía detenido en Madrid. Lo mataron después de nueve días de interrogatorios. El semanario Punto y Hora publicó un elocuente titular: “Lo reventaron”.
Tal vez hayamos perdido la perspectiva del tiempo, pero aquella visita de pompa y protocolo tuvo lugar en los prolegómenos del Tejerazo. Todavía no se sabía o no se quería saber, pero en los sótanos de los cuarteles se andaba fraguando un golpe militar y el rumbo de la Transición estaba a punto de cambiar para siempre. En los últimos meses, el rey andaba ya enfrentado con Adolfo Suárez y había abierto su despacho a los oficiales implicados en el 23-F, en especial a su amigo Alfonso Armada, que después iba a ser indultado por Felipe González. Según un capellán de la prisión de Alcalá de Henares, Juan Carlos I había encargado a Armada que liderara un gobierno de concentración después de apartar a Suárez.
El resto de la historia es conocido. Según el gran mito de la Transición, Juan Carlos I puso a salvo la democracia. Desconcierta un poco pensarlo, pero aquel mismo año fue candidato al Nobel de la Paz. Ahora sabemos que ni la generosidad ni el altruismo han guiado jamás su reinado. Con el tiempo hemos conocido relatos truculentos de maletines, comisiones del petróleo, tráfico de armas, cuentas en Suiza, fundaciones offshore, regateos a Hacienda, sobornos, elefantes, amantes y testaferros. El emérito ya no cuenta siquiera con la simpatía pública del PSOE o el PNV, que siempre lo recibieron con agasajos. "Hay que republicanizar la monarquía", repite Urkullu en una pirueta argumental tan dócil como contradictoria.
“Vivan las caenas”, gritaban los monárquicos cuando Fernando VII restablecía su mandato absolutista. Ahora veo un gentío de vasallos que se agolpan en Sanxenxo para recibir al fugitivo y me los imagino como pasajeros de tercera clase en el Titanic poniéndose en pie para ovacionar al iceberg. Me siento inclinado a verlos como siervos sin voluntad ni criterio pero en realidad me parecen consecuentes. Jaleaban al emérito en 1981 y lo jalean en 2022. Son de peor catadura esos que han agachado siempre la cerviz y ahora se hacen los dignos. Esos que pedían reverencias al rey de entonces y nos las piden al rey de ahora. Lo siento, pero no cuela. Los conversos a la cola.