La gran siesta
Este artículo es el «testamento español» del autor, que se confiesa español, pero inocente. En un somero repaso de su propia historia, Alvarez-Solís desgrana elementos de la falta de libertades en España, que le hace preguntarse «¿Por qué al español le costará tanto ser libre? ¿Por qué teme tanto a la democracia que solo la reconoce en la algarada de carrera y guardia?¿Qué ha mamado políticamente ese español que repugna participar en la fiesta de las demás libertades? ¿Quién le ha dicho a ese español que el pensamiento liberado no libera en todas sus dimensiones al que piensa?».
No quisiera yo morir sin cerrar mi modesta vida literaria y política con la última certeza que de ser español me queda. He vivido despierto en una patria secularmente dormida, sin más consuelo de razón que el que me han dado catalanes y vascos, gentes de la mar, sin el hosco y tenaz polvo de la llanura desnuda. Gracias a ellos, a los que me acogí muchos años, he aliviado mi destierro español, poblado de melancolía y de silencio. Ciertamente y de vez en vez algún español me ha atendido y entendido y desde su clara verdad o desde la mía –que casos hay y a ellos va mi gratitud– hemos hablado a alma abierta de lo que nos pasa, sin otro recaudo que el de la voz queda, por que los restantes españoles no despertaran de su larga y embutida siesta y procediesen a gruñir como quien ve interrumpida por la luz su larga ausencia de la vigilia.
Pocas veces he podido hablar de España en España con la mente abastecida de afables y apetecibles argumentos. Si pregunté no fui respondido y si se me respondió fue de tal modo abrupto que hube de reposar mi fatiga de nada en las perfecciones muertas de lo afirmado sin remedio. Oí mil veces que nuestras desgracias no han sido jamás fruto de las propias torpezas sino contrabando reseco de diabólicos enemigos y que nuestros aciertos, si alguno vale como tal, son hijos de un heroísmo que al fin acaba yerto en brazos de una gloria vieja. Crecí leyendo a media luz discursos admirables de mentes solitarias que amaban el camino peligroso y no la estancia fácil en el mesón vinatero, puerto de atraque de tribus que repelen despertar para conocer el mundo. A quienes así leí –heterodoxos que don Marcelino Menéndez y Pelayo prendía con su alfiler de entomólogo en el corcho católico de su estudio– mi homenaje. Y me hice hombre, o eso creo, bajo gobernantes que se empeñaban, cada vez que suspiraba, en meterme la cabeza bajo el ala a fin de que permaneciese en el letargo sacristán. La única versión que me dieron del orden fue a través de una ley ruda y gerundiba sostenida por la mano inmisericorde de los que administraban la represión. Libertad fue siempre para mí sumisión a poderosos avaros, y democracia, un catecismo repleto de infierno. Me invitaron de codillo a participar en todo, pero mi voz, decían, siempre destruía la quietud de los durmientes para convertirla, al parecer, en una sugestión de sangre.
Siempre viví bajo la espada de caudillos toscos que garantizaban la propiedad inmóvil en un horizonte de trigo. Hube de callar cien veces y así ocurrió que cada vez que explicaba la justicia me quitaban el pan y cada vez que me daban pan me arrebataban la justicia. Nunca pude tener las dos cosas al mismo tiempo sin despertar mil sospechas. El buen sentido era obediencia y la búsqueda de otra historia constituía el crimen. Mi paisaje estaba poblado de monumentos con soldados a caballo que regresaban de alguna triunfal derrota. Y mis horas se han ido en espera de la libertad que me han robado reyes prevaricadores. Junto a mi oreja siempre escuché que la filosofía destruía el alma y que el pensamiento era una masturbación. De vez en cuando me asomaba al amanecer luminoso y España seguía dormida. La revolución a la que entregué mi ansia se quedó, vez tras vez, en revuelta de valientes y en muertos enterrados sin memoria. Pretendí la ciencia, pero siempre constituyó un ejercicio desesperado y culpable. Soy español, pero me declaro inocente.
Fue ayer, precisamente, cuando topé de nuevo con la sempiterna España. Un ministro, un tal Fernández, andaba en acabar una pajarita de papel con una ley para la seguridad ciudadana. Una ley para reconocer, detener y someter. Un texto para proteger a los únicos ciudadanos posibles, que son los que reconocen, detienen y someten. Paz, siempre paz. Pax romana, paz europea, paz peatonal, paz de los propietarios de poco o de mucho, paz de los que duermen para soñar con un queso. Paz para los leones del Congreso, que no rugen para soslayar la multa. Paz de los muertos, que nunca acaban de morir aquí por evitarse tal vez la acusación de delito contra la salud pública.
Y ayer, precisamente ayer, una dama surgida del muslo de Júpiter, porque las urnas nunca son de fiar, se alborotaba con los rulos del protocolo municipal aún puestos y pedía al tal Fernández, ministro, una pista más allá del Manzanares, donde Madrid se vuelve majo y nardo, para que los madrileños se manifiesten sin despertar a los que no se manifiestan y cuyo derecho a dormir es sagrado. Una pista para el grito sordo, ya que eso es el grito que no sacude a la calle a fin de alzarla por la justicia debida. Un grito para gatos sorprendidos en los extrarradios olvidados.
Y ayer, precisamente ayer, porque el ayer de España es siempre un pasado perfecto, la policía volvía a echar mano de vascos nuevos de prisión para hacer de ellos nuevamente, tercamente, neciamente anuncio del mal y promesa de restitución del orden siempre ordenado, libertad aparte.
Y ayer, precisamente ayer, porque no hay forma de ser lunes en España, los jueces constitucionales, todos medalla y encaje, anunciaban a los catalanes que no se molesten en ser libres, ya que si ellos, los jueces, no lo son por qué han de liberar la espardenya del almogávar que ha nacido en el Mediterráneo, mar concreto y razonable y no océano bordeado de teología urgente y repetida. Espardenya y barretina de esos catalanes que andan, dale que dale a la tenora, por los Bruchs para irle a contar chismes de independencia a la Verge de Montserrat, que es negra de puro quemada que está ¡Hablad, buen abad, hablad!
Y ayer, precisamente ayer, el ministro de la Defensa española, precisamente ese ministro, y el que quiera saber que vaya a Salamanca, clamaba que Dios libre a los catalanes de ser libres, inaceptablemente libres, porque ya se sabe que Mambrú se fue a la guerra ¡Qué dolor, qué dolor, qué pena!
¿Hasta cuándo tendremos que dormir? Soy vasco y catalán de alma porque me gusta andar en la busca apasionante del trébol de cuatro hojas, que en eso consiste la vida. Quizá fuera español si me dejaran cambiar mi palabra en el apasionante juego de la libertad; si no me encuadernaran en piel de vaca vieja y me colocarán en estante cerrado con la verdad ya escrita para siempre.
Por qué al español le costará tanto ser libre? ¿Por qué teme tanto a la democracia que solo la reconoce en la algarada de carrera y guardia? ¿Qué ha mamado políticamente ese español que repugna participar en la fiesta de las demás libertades? ¿Quién le ha dicho a ese español que el pensamiento liberado no libera en todas sus dimensiones al que piensa? Nadie, con autoridad suficiente y desarmada, ha dicho a los gobernantes de Madrid que el yo nacional se crece al participar con generosidad en el tú de las naciones que pacen en su propia libertad ¿Qué contiene la enseñanza para la ciudadanía?
Y ahora ¿a quién envío yo este testamento de español desierto de voz y temeroso de infierno? ¿Al Sr. Rajoy? No está. ¿Al rey? Está en Africa cazando leopoldos. ¿Al presidente del Constitucional para que nos reconstituya el ADN democrático? No le conozco bastante, aun conociéndole tanto. ¿Por los canales ordinarios o por la vía de apremio? ¿Lo dejo clavado en la puerta catedralicia de la Almudena como un pequeño Lutero frente al canon y las indulgencias?
España, qué simpleza tan complicada. Y uno en ella.