La legalidad
Legalidad y legitimidad son los términos utilizados por el autor para referirse a la obstrucción al derecho a decidir de los pueblos vasco y catalán por parte del Gobierno español. Así, sostiene que la legalidad a la que aluden Madrid y los partidos españoles para negar el derecho de autodeterminación a Catalunya y Euskal Herria, además de basarse en una ley –la Constitución– caduca, carece de legitimidad por no respetar derechos tan básicos como la libertad de pensamiento.
Hablar de la legalidad como soporte permanente e inmodificable de toda actividad humana es como sostener que el río ya no depende de la fuente que lo genera. Declarar la perpetuidad de una ley al margen del proceso de la vida equivale a declarar al hombre producto del poder y no productor del mismo. La legalidad inmóvil es el principal crimen de los autócratas.
Creo en los principios moralmente liberales –por ejemplo, la dinámica creadora en las leyes– como contraste y motor de la democracia y son los que manejo básicamente para sostener una sana y verdadera razón dialéctica en torno al problema nacional de Catalunya y Euskadi, al igual que el que se produzca en torno a la voluntad de soberanía de otras naciones. Lo que se oponga a las posibilidades del pensamiento abierto, dinámico y plural es puro y repugnante dogma. Caverna. Negación de la dignidad humana. El hombre solo crece si crece su estructura intelectual, que nace de la curiosidad y se alimenta de los hallazgos.
La diferencia entre el norte y el sur de Europa creo que respalda perfectamente esto que digo. En su sugestiva obra titulada “Londres” describía Julio Camba una escena en la pensión londinense que compartía con un ingeniero alemán, gran matemático y lingüista, con el que jugaba frecuentemente al billar y al que desesperaban las carambolas de fantasía de Camba, en las que el escritor era un afortunado. Llegó un momento en que el humorista gallego hubo de consolar a su oponente y lo hizo con una frase terminante: «No se desespere usted, herr Schmid, porque también acabará usted haciendo esas carambolas mucho mejor que yo, ya que el futuro pertenece a los hombres del norte».
En el ya largo desencuentro entre Madrid y los nacionalistas vascos y catalanes la única razón que alegan los políticos españoles, de todos los partidos, para negar una consulta popular es la razón de la legalidad. No es posible ninguna consulta, en este caso a la ciudadanía, porque la impide la legalidad. Da lo mismo que se entreviste a un «popular» que a un socialista o a un dirigente de Izquierda Unida. Lo que produce estupefacción en cualquier persona medianamente inteligente es que la legalidad que esgrimen tanto los socialistas como los «populares» pertenece al año 1978, o sea, que es una legalidad en que no actuó la voluntad de más de un tercio de los españoles actuales y venía impuesta por un franquismo que juró el mismo rey que había de promulgar la constitución correspondiente. Nunca un muerto permaneció tanto tiempo de pie.
En torno a esta legalidad afectada por un prolongado rigor mortis se suele explayar, además, una razón que añade a lo anteriormente dicho algo de lo que sorprendentemente hacen gala los ibéricos al parecer más liberales: que de celebrarse ese referéndum habrían de participar en él todos los españoles, cuando lo que se quiere averiguar es el criterio que tengan los catalanes –ellos, los catalanes– acerca de su supuesta españolidad.
Claro que este modo de ver la cosa por parte de los españoles dejaría todo resuelto si los catalanes fueran automáticamente españoles, lo que parece desmentir la ciudadanía catalana cuando proclama, con volumen más que suficiente, que el referéndum tiene por objeto aclarar si Catalunya se considera a sí misma como nación propiamente tal o prefiere seguir realquilada en España. Eso de que un hermano se niegue a que su otro presunto hermano analice su ADN para ver si existe entre ellos una fraternidad real niega cualquier tipo de razonable modernidad en la investigación correspondiente. Lo que me pasma en la hora actual es que el nuevo y apuesto secretario general del PSOE no quiere que figure en la renovación del socialismo una cuestión tan progresista como la libre voluntad del pensamiento.
Parece, pues, evidente que algo tan delicado como la legalidad precisa de toda suerte de dinámicas y comprobaciones. Ante todo es esencial distinguir dos conceptos que resultan muy próximos y que, sin embargo, son radicalmente distintos: la legalidad y la legitimidad. El más sencillo de comprender es el concepto de legalidad, que es la base coactiva del derecho positivo. La legalidad es, simplemente, la ley. La ley, obliga soberanamente. Pero una ley puede carecer de legitimidad. Y ahí comienza uno de los enredos más peligrosos de la moral jurídica.
La legitimidad otorga un salvoconducto moral a cualquier disposición legal. Una ley es legítima si preserva todos los perfiles morales –y esto pertenece al enigmático fondo ético que aparece con la vida humana y que describieron y fijaron Platón, el cristianismo o el budismo para los siglos y así suele estudiarse entre nosotros, y de cara a la ley, como Derecho natural– que convierten en «buenos» toda norma legal o todo acto de gobierno público o privado.
Para ser legítima una ley o una decisión de gobierno es preciso que respete una serie de concepciones y sentimientos que acompañan al ser humano desde su origen, como la libertad de pensamiento, la facilidad de abrogación o cambio cuando la ley suscita un rechazo profundo en la comunidad que la recibe, cuando sugiere buena voluntad en la gestación o administración de la ley, cuando, en definitiva, ensancha, por ejemplo, el ámbito de la paz mediante ese algo que suele ser definido como bonum jurídico.
Vayamos ahora a una mayor simplicidad en el entendimiento de este diferencial entre lo legal y lo legítimo. Pongamos un caso simple. Madrid, como gobierno, y la mayoría de los españoles en turba acometedora –lean, lean los emails en los periódicos del sistema– entienden como legal la prisión del Sr. Otegi, cuando es sustancialmente ilegítima por lesionar dos principios básicos: la libertad de pensamiento y la paz social vasca, que ganaría mucho permitiendo que uno de sus líderes políticos más significativos pudiera participar libremente en la construcción de la vida política vasca, ya que la vida política es algo muy parecido a la tabla periódica de los elementos. Nada funcionaría correctamente en la naturaleza sin la equilibrada estructura de esos elementos. Entre otras averías gruesas la ilegitimidad produce esa monstruosa cosa a la que designamos derecho del enemigo, que está abastecido no por el afán de justicia sino por el rencor propio de la venganza.
Por el contrario, cuando me refiero al Sr. Rajoy, hablo de un elemento ilegítimo en todas sus manifestaciones, por muy legales que sean, ya que produce malestar general, rotura de enlaces estructurales vitalizantes, tendencia inevitable a la discordia y negación radical de un discurso lógico.
En definitiva, creo que lo que se legisla sobre el problema nacionalista vasco o catalán será legal, pero no es legítimo. España necesita recuperar la perseguida contrarreforma liberal del siglo XVI, que sostenía, contra todo parecer mayoritario, que los indios tenían alma, como reconoció tras muchos años la Iglesia cerrada y tosca.