La Ley
La única esperanza ante este desértico panorama reside en la rebelión que empieza a ser visible en el ámbito universitario, formado por una juventud cansada de que desde la cátedra muchos profesores hayan dejado de explicar vida para distribuir normas muertas que administran saberes agarrotados.
Una vez más sobre las ruinas de una sociedad que ha vuelto a despreciar el pensamiento moral florece la multitud de las leyes. Las leyes arraigan abundantemente en ese tipo de tierra reseca y miserable. Surgen como esas flores de raíz pobre y presencia irrisoria que tienen colores muertos y señalizan el horror del vertedero. Esta sucesión milenaria de quebrantos y restauraciones resulta cíclica. A los años de virtud filosófica sigue inexorablemente el lenguaje de las armas que por su brutalidad simple busca la justificación en las leyes. Cuando la espada romana decapitó la espléndida sabiduría helénica que había culminado en el siglo de Pericles sintió vergüenza de su acerbo dominio desnudo y envainó la espada en la funda brillante del derecho. La sofisticada careta funcionó con eficacia y desde entonces los tiranos absuelven cada vez con más frecuencia su primaria y continuada represión del alma que se enfrenta a su poder con el subterfugio de castigar la insolencia del crimen, que es tan leve siempre en los poderosos y tan repugnante en los pobres.
En esta época de incontinencia moral y destrucción del alma por campanudos personajes que disponen de las vidas distorsionándolas o ennobleciéndolas en el inicuo juego de sus espejos legales suelo recordar el discurso de mi abuelo sobre la justicia y las leyes, que prodigaba en los largos paseos en que yo caminaba lento a su lado. Mi abuelo era un hombre de rotunda presencia, con manos lentas e ilustradas dirigidas por unos ojos de un extraño tono glauco azulado y su pelo lucía el blanco hermoso del algodón en la rama. Fue alcalde conservador de una rica ciudad asturiana minera e inquieta, con huelgas poderosas que mi abuelo respetaba preocupadamente mientras aportaba dinero propio para costear obras privadas que aliviaran la carencia de salarios en los hogares de los huelguistas; «mis mineros», solía subrayarme. Vivió más de ochenta años y al fin murió pobre. Su féretro fue llevado a hombros por una multitud de rojos obviamente antifranquistas que se detenían de vez en cuando para que los curas rezaran un «Padre Nuestro» ritual, la única norma que respetaba mi abuelo, y que siempre bendijo su amanecer cuando era alcalde. Mi abuelo era mucho de Dios y poco de iglesia, si he de decirlo todo acerca de él. Gracias a mi abuelo supe que las leyes están inventadas para extender el poder de los poderosos y abrigar despreocupadamente la muerte, el hambre o el destierro de los que luchan por la libertad o, simplemente, por el pan nuestro de cada día, ya convertido en mandato legal más allá de las colecciones legislativas. Lo único que me angustia de esta historia que acaba justamente aquí es la duda que sufro acerca de si quedarán suficientes rojos para enterrarme a mí debidamente.
Y ahora sigamos, poniendo el reloj en hora.
Nada tan perverso como la ley si no está vivida más allá del horizonte de su obscena letra. Miro en derredor de mi persona y confirmo esto que acabo de escribir al comprobar la burla moral en que constantemente habitamos repletos de miedo a los tribunales, rama del poder político que vicia independencia jurisdiccional. Los jueces de Catalunya desvelan esta implicación en el poder político español cuando se preguntan a dónde irán cuando la vida en Catalunya se les vuelva diariamente imposible tras su incumplimiento de la moral procesal. La pregunta pone de relieve el fondo de no pocos magistrados ajenos al país que se prestan a asfixiar.
El problema catalán –que es problema merced a la cerrazón de Madrid para superar el problema español– está destapando lo que una mayoría de ciudadanos mantenía al recaudo del secreto en su intimidad: la quiebra del respeto a las leyes. El escepticismo ante la ley que debiera constituir el granero que suministrase el grano para la resiembra moral es evidente. El mundo actual, que vive una cínica teoría mecanicista, ha decidido disimular con leyes circunstanciales y de laboratorio el agujero abismal que ha dejado el colapso de la conciencia. La gente subsiste en una democracia escénica que se apoya en la presunta creencia de que decide en libertad sobre lo que ya está decidido previamente por la minoría que se solapa con el poder. Somos en este momento un robot alimentado con la sangre artificial que suministran los postes parlamentarios, en manos de empresas sostenidas por la moneda falsa de las leyes ubicuas.
La única esperanza ante este desértico panorama, con solo vida en los oasis del poder, reside en la rebelión que empieza a ser visible en el ámbito universitario, formado por una juventud cansada de que desde la cátedra muchos profesores hayan dejado de explicar vida para distribuir normas muertas que administran saberes agarrotados. Si se me permite usar respetuosamente la imagen del Cristo juvenil profesando la verdad en el templo repleto por las palabras adúlteras del sacerdocio diré que el panorama de hoy requeriría restaurar la sabiduría cierta frente a los saberes esterilizantes.
Como escribió Oliver Cox el capitalismo está inventando unas profusas transacciones con legalidades, ya sean económicas o morales, que son «más o menos productivas según el poder relativo que las acompañe». Ese es el poder que funciona tan descaradamente en España. ¿Pero quién da cobertura y sostiene ese poder español en el fondo tan frágil? Entre estas transacciones o legalidades con las que busca sostener la España infecunda su secular pobreza están las retóricas leyes constitucionales y otras normas importadas sostenidas por poderes externos que quizá respondan al vulgar eslogan de que la familia unida permanece unida o, en este caso, la colonia unida permanece unida. Hay que añadir a esta triste realidad una clarificación hecha en las Naciones Unidas por Kwame Nkrumah, primer presidente de Ghana y líder de la Conferencia Nacionalista de los Combatientes Africanos por la Libertad: «La Organización –se refería a la que entonces presidía– constituye una tentativa de substituir el antiguo sistema de explotación colonial por otro nuevo de colonialismo colectivo que será más fuerte y más peligroso que los antiguos males que tratamos de liquidar en este continente». Hablaba Nkrumah en 1962 de Africa, presa de su pobreza física y cultural. Hoy, cincuenta años después, esa afirmación alcanza de pleno a una Europa que está vigilada por toda suerte de armas que cohiben la libertad. Quizá el arma más aniquiladora sean las leyes no dictadas por las naciones sino por los que sujetan desde el gran poder a esas naciones. Africa ya no está tan lejos.
Durante la larga Edad Media quizá una las cuestiones más debatidas se refería al derecho natural. Se sostenía mayoritariamente que el derecho natural era la ley más elevada en la vida del ser humano dado su origen trascendente. Era un derecho innato que no podía ser descalificado por las normas jurídicas de factura humana. Al menos esa la teoría –hechos aparte– que guiaba las actuaciones judiciales. Con el tiempo y la sucesión de modernidades este derecho quedó reducido a un ámbito filosófico en que se habla de difusos Derechos Humanos y los diversos poderes procedieron a dictar legislaciones «positivas» empapadas por sus intereses. El derecho natural quedo reducido a una antigualla académica. Pero yo me pregunto si no es hora de rescatar el derecho natural como expresión del Espíritu para que ante las leyes rapaces vuelvan a resurgir los verdaderos derechos «ad ovo» que se resumen en la libertad para «ser», en la soberanía humana ante los códigos del opresor, en la recuperación de una herencia de igualdad y justicia. Ante todos esos bienes las Constituciones no son más que huchas del poder infame.