Antonio Alvarez-Solís
Periodista

La libertad y sus protagonistas

Si la libertad, sostiene el autor, solo tiene como gran protagonista al individuo y no a la sociedad, será imposible superar el modelo actual de vida, «individualista en toda su tragedia». Propone una reflexión sobre la «cuestión» de la libertad, de su alcance y protagonistas desde la defensa de un «poder político comunitario» nacido de la libertad colectiva, que implica una serie de nacionalizaciones de sectores básicos.

Una de las cuestiones más controvertidas en la hora presente es la cuestión de la libertad, su alcance y sus protagonistas. El liberalismo concibe la libertad como una capacidad prácticamente ilimitada del individuo para operar en la sociedad. Por su parte las verdaderas doctrinas socialistas estiman que la libertad tiene su asiento en la voluntad colectiva, que es la única capaz de establecer el correcto alcance del acto libre. Lo que parece indudable es que el debate, que se alarga en los años, posee una importancia fundamental para crear un mundo más justo, más vivible o aceptable. Si la libertad tiene su gran y único protagonista en el individuo y no en la sociedad será imposible superar el modelo actual de vida, que se revela individualista en toda su tragedia, puesto que son los individuos más poderosos los que con su poder individual sobre las instituciones de gobierno y sobre la economía seguirán determinando nada menos que la creación, distribución y disfrute de la riqueza. Esto es lo que defiende, entre otras cosas, la teoría del fin de la historia.


Ahora bien, si la libertad, como savia fundamental de la vida, se aloja en el colectivo social, la revolución como supremo acto libre del pueblo  queda justificada a fin de buscar un nuevo y satisfactorio horizonte colectivo en el que sea posible eliminar la angustia que produce la desposesión en que viven dos tercios de la humanidad. La libertad ha sido históricamente conservadora en cuanto ejercicio propio de los poderosos. Es una libertad excluyente. Y la libertad resulta revolu- cionaria cuando la ejercen las masas que circunstancialmente se han alzado frente a la depredación. Se trata, cuando aparece, de una libertad incluyente. Como es obvio, ambas prác- ticas de la libertad se excluyen mutuamente.

Estamos ahora, dada la situación extrema que vivimos, ante una decisión inaplazable: seguir sosteniendo que unos determinados individuos que operan en nombre de la libertad individual son los únicos capaces de mantener una vida razonable –que se sostiene sobre la gran propiedad privada– o, por el contrario, reconocer en la libertad como valor colectivo –que se afirma en la gran propiedad pública– el único camino para instalar un poder que remedie las necesidades apremiantes de la masa social. Se trata, por tanto, de la aceptación del «uno» poderoso que domina la totalidad de la existencia o de la adopción del «todo» social que no acepta ser dominado por la minoría. El valor de la praxis se revela como decisivo en el análisis de la libertad, ya que como escribe André Vachet en “La ideología liberal”: «El juicio práctico es el único mediador entre el modelo y la acción».


Dada la realidad en que vivimos, repleta de penalidades y naufragio humano, parece obligado que la ciudadanía se acoja a la libertad de raíz colectiva que instaure, por lógica necesaria, un protagonismo de la sociedad con carácter socialista. Un socialismo, adelantemos, liberado de impurezas tales como el funesto dominio de las cúpulas dirigentes que se enquistó en las experiencias protosocialistas. Un colectivismo –que es modo también de designar al socialismo– de espíritu social y estructura multiinstitucional y no un socialismo verticalista de Estado, institución esta última ya irremisiblemente corrompida por la ocupación de las élites. Esto nos sitúa, añadamos, ante un socialismo de carácter humanista al que custodie y sanee siempre la acción comunitaria. Un socialismo que no sea una variable puramente alternativa o electoral dentro de la fórmula capitalista. Si se interpretara el socialismo como una pura alternancia en el poder actual, o poder de origen minoritario, se prolongaría la gran estafa actual de la socialdemocracia.

Ante las angustiantes evidencias que denota el Sistema capitalista parece que los valores de justicia, igualdad y fraternidad se resquebrajan en manos de los partidarios radicales de la libertad individual como base del desarrollo social, que acaba siempre diluyéndose en una retórica abstracta –incluyendo la falsedad simbólica de que cada soldado lleva en su mochila el bastón de mariscal–. Esos valores de justicia, igualdad y fraternidad sólo prosperan dentro de un colectivismo generador de las energías comunales que son las que, en definitiva, mueven y sostienen la existencia. El rico lo es porque se apropia de la riqueza, no porque la genere.

Estas consideraciones, hechas con algo parecido a la divina simplicitas, creo que deben hacerse y discutirse ante la necesidad inmediata de un neosocialismo que trate, paradójicamente, de dar solidez a un correcto comportamiento individual. El socialismo de que hablan, por ejemplo, los soberanistas vascos –si es que he leído bien su propósito abertzale– parece claramente orientado a que la libre iniciativa individual no corrompa la democracia mediante una renovada concentración de poder en las manos de una minoría autoritaria, ya que un ciudadano sólo es auténticamente libre como individuo si la comunidad social está liberada del despotismo.

En el fondo es preciso subrayar estas evidencias porque creo que el sistema actual se sustenta en dos hechos: primero, el físico de la bárbara e incluso sangrienta fuerza con que somete la minoría a la mayoría, a la que convierte en puro combustible para su horno; en segundo lugar, y esto es más triste, porque en el ánimo más o menos oculto de una serie de ciudadanos opera la artera esperanza de incorporarse a la minoría triunfal, aun al precio de malograr la confortabilidad moral y material de la comunidad. Estos potenciales desleales al bien común son los que hablan de la libertad individual como libertad únicamente admisible. Entre los intelectuales abunda este tipo de personajes, ya que el trabajo intelectual siempre se estima por muchos de sus protagonistas como merecedor de una situación brillante y cómoda. Hallar un hermoso franciscanismo en la capa intelectual equivale de alguna forma a dar con un trébol de cuatro hojas.

Vayamos a conclusiones. Para que un individuo pueda desarrollarse libremente –ahí está la libertad individual–, pero sin arrebatar el bienestar a los restantes seres de su entorno, es decir, sin explotarlos, resulta absolutamente preciso que una serie de factores económicos de gran peso queden sometidos al poder político comunitario nacido de la libertad colectiva. Ello implica una serie de nacionalizaciones de sectores básicos de la sociedad. Los conductores del capitalismo saben que toda la sociedad de segundo o tercer escalón queda sometida a su dominio si las fuentes financieras, las energías básicas, las materias estratégicas, el suelo, el gran transporte, la educación, la sanidad, las comunicaciones y la investigación básica con sus patentes permanecen en manos de la élite. Animar a la producción de un millón de cosas sin que los ciudadanos cuenten colectivamente con el dominio de las fuentes mencionadas es invitar a los individuos enajenados por la doctrina de la iniciativa individual a que se pongan la soga al cuello. Una maniobra de Bolsa, un retoque monetario o una modificación maliciosa de tarifas puede arruinar todo un mundo de iniciativas por parte de quienes no pertenecen al sanedrín de los elegidos. La libre competencia capitalista constituye una de las grandes estafas de los poderosos, que tiene en sus manos las llaves reguladoras de esa libertad. Pero quizá, llegados aquí, habría que discutir lo que significa la libertad de los pequeños pueblos ante al colosal poder del imperio. Tiene mucho que ver con el ejercicio de la libertad individual o de la libertad colectiva. Quede para otro día.

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