Pablo Nabarro Lekanda

«La muerte y la doncella»

Música, literatura y cine. Es el título de una obra musical compuesta por Franz Schubert interpretada por un cuarteto de cuerda para dos violines, viola y violonchelo. Es también una obra literaria del escritor y activista de los derechos humanos Ariel Dorfman, de origen argentino, y pensada en clave teatral. En ella, y sin ánimo de hacer spoiler, la protagonista, una militante de izquierdas detenida y torturada –siempre con los ojos vendados− en un periodo dictatorial en un imaginario país sudamericano, relata entre otras cosas, cómo en sus sesiones su torturador ponía como banda sonora la obra de Schubert. Arte tortuoso, un macabro oxímoron.

Fue Polanski quien llevó esta obra al cine ahora hace treinta años y si tengo un vago recuerdo de haberla visto en su momento, ha sido la casualidad la que me ha llevado a volver a verla, esta vez en la pequeña pantalla tan solo hace unos días. Una sobrecogedora película muy recomendable, que no pierde actualidad, y con una extraordinaria Sigourney Weaver interpretando a Paulina, la protagonista.

Una casualidad que me ha hecho inevitable el recurso a la obra de Schubert para ponerle banda sonora a unos acontecimientos, acaecidos coincidiendo en el tiempo con la visión de la película y que, de alguna manera, tienen que ver con ella. Uno es el estrambótico rifirrafe pseudodialéctico generado por la obligada y retardada aplicación de reducción de penas a quienes hayan cumplido cárcel en otros países. De nuevo, el recurso de la extinta ETA, la supuesta revictimización y los agravios comparativos sobre quién ha sufrido más sus consecuencias. Y, de nuevo, las asociaciones de víctimas tratando de marcar la agenda política no ya en el Estado español, también en Europa. Llueve sobre mojado: victimarios y víctimas irreconciliables.

En la ficción de Polanski-Dorfman, cuando Paulina reconoce por la voz a su torturador, su reacción es violenta, primaria, generando una situación dramática convirtiéndose ella en victimaria y él en víctima. Cabe, pues, esta reflexión: ¿se puede ser victimario y víctima a la vez? La realidad, que supera a la ficción, nos dice que sí. ¿No lo fue acaso el torturador Melitón Manzanas? ¿No lo está siendo el sionismo judío con los palestinos? Asumamos entonces que en todos los conflictos políticos violentos, por activa o por pasiva, todas lo somos.

En estos días se ha celebrado en Gasteiz un congreso sobre víctimas del terrorismo organizado por la ONU. Un congreso, por lo que he visto, de escasa trascendencia mediática, eclipsado tal vez por esa agria y absurda polémica citada, también por la creciente escalada bélica en Gaza y Líbano o, tal vez, por lo que es una declaración de guerra a la ONU por parte de Israel. Sea lo que sea, a día de hoy desconozco cuáles eran las intenciones reales del mismo, así como de sus conclusiones si las ha habido (relato único, relato inclusivo; verdad, justicia y reparación para todas las víctimas y victimarios...).

Concluyo esta crónica con la obligada referencia al acto público organizado por la presunta alcaldesa en apoyo a la Guardia Civil en el centro de nuestra ciudad, Gasteiz, con motivo del 12-O. Intxaurrondo, La Salve, Sansomendi... constituyen un amargo recuerdo en la memoria colectiva de nuestro pueblo: detenciones, tortura, muertes... son algunas de sus señas de identidad. No me consta si en las sesiones de interrogatorios y torturas habría algún melómano en las que pusiera banda sonora a su «trabajo». Schubert le sonaría a nombre de futbolista y Carmina Burana a cupletista de chiringuito de carretera. Como mucho le daría para poner “Que viva España” de Manolo Escobar.

Paulina, con su actitud, no buscaba venganza. Tan solo quería que su torturador reconociera que era quien ella decía y asumiera sus delitos. Quería la verdad, que es, entre otras cosas, lo que se ha reivindicado en el acto de desagravio celebrado por la Plataforma Memoria Osoa ese mismo día con la reivindicación «berriro ez».


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