La superioridad del débil
La civilización es lo que define a una determinada humanidad desde sus raíces más profundas; la cultura es un refinamiento con calendario…
La lucha entre los partidarios de mantener abierta la puerta de la emigración tercermundista a la Unión Europea y los que han decidido cerrar las fronteras a cal y canto se ha cobrado la primera víctima importante: la Sra. Merkel. Es obvio que la Sra. Merkel permanece en la cancillería alemana, pero ya no es la dama de hierro que aferraba con firmeza el timón de la política europea y desde ese puesto de mando decidía muchas cosas en el mundo. Hoy la Sra. Merkel navega de bolina tras cambiar su política inmigratoria. La civilización burgués-capitalista ya no tiene héroes. Supervive en un mar de confusiones entre los que la dirigen.
Se puede afirmar la existencia de una civilización cuando mantiene viva su fe en el destino que se atribuye; es decir, cuando sigue viajando hacia el futuro que tiene por perpetuamente suyo; cuando cree en el grito de Fujiyama sobre el fin de la historia porque el hombre ya no tiene nada fundamental que esperar aparte de la visión cotidiana de su héroe. Desde ese cielo hoy opaco los dioses del poder movían los hilos que hacían bailar a ese héroe que tapaba con una simple y roída manta a los que, con hambre y dolor, sostenían, como hormigas ciegas, el soberbio edificio de la burguesía occidental.
No se trata de piedad, la menospreciante piedad del Sistema, la que mueve mi encendido lenguaje catequístico, ni mucho menos, sino lo que siento como «rojo» y cristiano sumergido en un océano de oprobios, injusticias y muerte de individuos y pueblos. Un lenguaje que suena a traición en la clase de que provengo. Hace poco aún escuché en labios de un ultra dirigente español del Sistema, vocablos como «salacidad», «traición», «venta» y otros sustitutivos barriobajeros de la razón arruinada, empleados contra el jefe del Gobierno, al que yo solo me permito definir, sin veneno, como sepulturero del socialismo, aunque, afinando más, debiera juzgarle como simple empleado de una funeraria «finess» encargada de llevar flores a la tumba del PSOE,
Y ahora lo sustancial de este papel: el maltrato a los emigrantes, que tanta gloria construyeron y tanta riqueza amasaron en su día para el poderoso y ahora crepitante mundo burgués, que está acabando en la muerte, como ha acontecido a otras civilizaciones.
Pero antes de seguir me gustaría decir dos cosas sobre lo que contiene el término civilización, que quiere marginarse sustituyéndolo por el término cultura. Los defensores de la civilización burguesa sostienen que, ante el derrumbamiento de la sociedad en que aún vivimos únicamente cabe hablar de una aguda crisis cultural que será resuelta con algunos sacrificios pasajeros, aunque sean verdaderamente dolorosos. «La máquina –dicen– funciona estupendamente, pero le hacen falta otros maquinistas más adiestrados». Y ahí está la gran trampa.
Civilización es una inmensa colección de elementos que definen al hombre existente. Se trata de los básicos modos físicos de proceder, de las costumbres que se estiman como factores de la sociedad humana, como concepciones del principio de las cosas, como frontera terminal de la vida posible, como fijación de conceptos radicales, como orden insustituible de abordar la vida, como modo de razonar, como vivencia –entre otros asuntos esenciales o trascendentales– de lo religioso… Y todo eso no es reparable con la frágil modificación epidérmica de formas y estilos en que consiste la cultura. La civilización consiste en la estructura ósea del ser humano; la cultura, puramente en sus modas y modos, en su forma de presentarse y proceder, en el tipo de sus ambiciones vitales… La civilización es lo que define a una determinada humanidad desde sus raíces más profundas; la cultura es un refinamiento con calendario…
La cuestión estriba pues en saber si lo que parece acabar necesita renovarse a cualquier precio para seguir existiendo o exige decididamente su sustitución. Miremos desde la cumbre de la crisis: ¿hay que inventar un nuevo ser humano para que se produzca la sucesión sugestiva de la vida o basta con meter el ser existente en el foso de reparaciones? ¿La crisis dramática del Imperio Romano se pudo haber sobrevolado con la victoria del general Aecio sobre Atila en los Campos Cataláunicos o se impuso sin remedio la nueva civilización que traía consigo el hombre menospreciado en Occidente como «bárbaro»? Hay que tener muy en cuenta este interrogante porque contiene un número muy elevado de conclusiones aplicables al momento que vivimos.
Tanto Aecio como Atila habían sido educados en su juventud en Rávena, capital imperial a la sazón, como rehenes –en definitiva como emigrantes, aunque de lujo– o sea, que en los Campos Cataláunicos se enfrentaron dos «bárbaros»; uno que apadrinaba la apertura de la civilización romana asumiendo en ella, con toda dignidad, la presencia en plena igualdad de derechos ciudadanos de pueblos venidos de otra civilización, y un segundo «bárbaro» que representaba al «hombre nuevo», a una nueva civilización que pretendía relevar a la anterior.
Esto me hizo pensar a fondo que en la hora actual tenemos planteada la misma dinámica, incluso en sus fases prologales. Sobre la mitad del siglo pasado empezó a aparecer el primer movimiento serio sobre la llegada a Europa de lo que entonces denominábamos con admiración la negritud: escritores que dieron gloria a Francia, músicas y bailes que escribieron el nombre de América en todo el mundo, trabajadores con afán de cualificarse que alzaron aún más a Inglaterra… Incluso simples soldados que murieron bajo banderas europeas, o sea, que no eran suyas. Toda esa negritud es despreciada ahora por un Occidente que reduce crecientemente su ambición a conseguir los diamantes de sangre… Nadie pagó a Africa, sobre todo al Africa negra, con cultura, sanidad, industria, eficiente y propia, agricultura moderna y diversificada, libertad, dignidad, incorporación a la civilización occidental. Por el contrario, Africa sufrió la destrucción de su civilización tradicional, se la desangró con guerras organizadas por Occidente, se la redujo a nuevas servidumbres occidentales y, finalmente, la civilización occidental decidió expulsar de su suelo a quienes se acusó de fuentes del crimen, consumo escandaloso de ayudas sociales, ¡explotación de la civilización blanca! Y finalmente hagamos la pregunta: ¿Qué preferimos para lograr un futuro humano: al Aecio cortesano o al «bárbaro» que portaba la semilla del hombre nuevo? Yo he escrito todo esto tan simple siguiendo a un historiador inglés que afirmaba que el estudio de la ciencia histórica hay que empezarlo por el final. Una rareza británica. Como decía una hija mía en su infancia «a la vejez, ciruelas».