Maitena Monroy Romero
Profesora de autodefensa feminista

La violencia machista como indicador

No tenemos un problema de excesiva o leve sanción sino de impunidad. La mayoría de la violencia contra las mujeres queda impune

Hacer un poco de historia es imprescindible para saber de dónde venimos y subrayar los hitos legislativos con respecto a la violencia machista. En 1963 se reformó la legislación penal española que concedía al hombre una situación de cuasi impunidad si atentaba contra la vida de «su mujer», tras sorprenderla en «adulterio». En 1989 se tipificó por primera vez el delito de violencia familiar habitual en el Código Penal y cambió la denominación de los «delitos contra la honestidad» a «delitos contra la libertad sexual». Este cambio fue fundamental para reconocer la autonomía y la libertad de las mujeres, y para considerar punible la violación dentro del matrimonio. Otro hito fue la ley integral de violencia de género del 2004. Desde que está vigente se ha producido una disminución de un 33% de los asesinatos. Insuficiente porque no queremos ningún asesinato más, pero es que lo simbólico no se cambia solo desde la sanción sino desde un sistema de valores y de aceptación de que solo sí es sí, de que las mujeres tenemos derecho a una vida libre de violencia. La socialización de las mujeres está basada en la intimidación y la indefensión, en unas relaciones de género de asimetría de poder que marca la restricción de libertad para las mujeres. Reconocer el clima de hostilidad, de terror sexual, fácil de identificar con los mensajes de desprotección cotidiana del «ten cuidado, no vayas sola», es parte del quehacer para desmantelar el orden simbólico.

La violación, el maltrato habitual, al igual que otros delitos vinculados con la ideología, no son un delito que revelen una acción puntual, un momento de oportunidad, sino que ejemplifican una manera de entender las relaciones con las mujeres y de entender la sexualidad. El machismo no es una cuestión que se evapore ni con cárcel ni con tratamiento, ni con leyes punitivas. Quien pone el acento, en este momento, en lo punitivo sabe que está, políticamente, centrando el debate en uno de los elementos que actualmente no es el problema. No tenemos un problema de excesiva o leve sanción sino de impunidad. La mayoría de la violencia contra las mujeres queda impune, incluso cuando llega a los juzgados. Un porcentaje significativo de las pocas que denuncian no volverían a denunciar y, por cierto, no por pena sino porque no han obtenido reparación en ningún momento del proceso. Tenemos unos indicadores de prevalencia de la violencia machista altísimos para una sociedad tan sensibilizada. Entonces, ¿qué pasa? En un país que es pionero en las leyes de igualdad y, por tanto, de la protección de los derechos de las mujeres, pero en el que estas no sienten dicha protección de sus derechos, ¿dónde está el problema?

La mayoría de la llamada «violencia sexual» queda impune porque las víctimas no quieren o no se atreven a denunciar y esa es una de las cuestiones sobre la que tendríamos que interrogarnos. Quizás uno de los elementos provenga de ese enfoque tan patriarcal de que el daño de esa violencia no es tan grave, es decir, que hasta cierto grado, el daño es inevitable o aceptable, y de ahí la victimización constante de los agresores. También, aunque en esta moderna diversidad, se nos hayan olvidado cuáles son las marcas de género femenino que seguimos arrastrando de culpa, vergüenza, indefensión radical y perdón obligado, tan femenino, que antiguamente se exigía a la víctima como método para extinguir la responsabilidad criminal, en definitiva, para garantizar la impunidad del agresor.

La ley del solo es sí es sí no es perfecta, su sola necesidad demuestra lo lejos que estamos, pero tiene un enfoque integral, medidas en lo educativo y en lo simbólico que no deberíamos desdeñar.

El ataque al Ministerio de Igualdad, como a ningún otro, es una realidad diariamente demostrable. Por eso, resulta paradójico, por parte del Ministerio, la falta de previsión y de explicación de dónde se sitúan los beneficios de esta ley. Concentrar el problema en que tenemos unos operadores de justicia patriarcales, que lo siguen siendo en muchos casos, como lo demuestran los informes de la CEDAW y de la ONU, resulta ingenuo o carente de análisis de la realidad. Explicar la ley, en un contexto patriarcal, pero con una sensibilización social sin precedentes, es lo que tendríamos que hacer. Los medios y los partidos, más interesados en las penas que en el efecto sobre las víctimas, impiden conocer el impacto que la sobredimensión de la rebaja, de algunas de las condenas, está generando en las propias víctimas, actuales y futuras. Los niveles de impunidad de la violencia sexual son tan elevados que poner el acento en si lo que hay que hacer es rebajar las penas vuelve a descentrar interesadamente el debate.

Sin olvidar que el ataque que reciben las feministas, con posturas bien diferentes, como Amelia Tiganus o la ministra Irene Montero es parte de una violencia política, aplicada por sectores patriarcales, para atacarlas personalmente y para mandar un mensaje al conjunto de las mujeres sobre el descrédito personal y el riesgo que tiene hacer política. Cuando no cerramos filas frente a los ataques violentos contra las feministas e incluso mostramos nuestra indiferencia, deberíamos de recordar que las atacan por ser mujeres y atreverse a estar donde no les corresponde. Vivimos una polarización belicista que se materializa en el mensaje de «al enemigo ni agua». Si hoy no hacemos una defensa cerrada frente a la violencia estaremos dejando la puerta abierta para que mañana sea a cualquiera de nosotras. Nuestras diferencias políticas no deberían de convertirse en las ramas con las que atizamos la indiferencia frente a la violencia.    

Un indicador democrático de cualquier sociedad debería de ser la tasa de prevalencia de la violencia contra las mujeres y, entre ellas, la violencia política que sufren las activistas y políticas feministas para volver a silenciarnos. En el ruido, el reconocimiento del daño y la necesidad de la reparación de las víctimas, eje central de la justicia feminista, vuelve a ser silenciado y no es casualidad. Con ello perdemos todas y todos.

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