Las propinas y la vergüenza
Dentro del debate político por la carrera a la presidencia de Estados Unidos saltó la fabulosa idea de que los y las camareras no tengan que pagar impuestos por las propinas. Medida populista que sirve como entretenimiento de los ricos, pero sin recorrido para la miseria, porque no varía ni un ápice las condiciones de desigualdad laboral y, por lo tanto, económica de los sectores más empobrecidos. Durante días fue noticia en los medios y, tanto Trump como Harris, centraron sus discursos en la efectividad mediática de dicha medida. Nos mantienen en la distracción, como hacen los abusadores, atendiendo a lo insignificante sin profundizar en lo importante, en un cortoplacismo que nos ahoga y nos fija a suelos pegajosos, con la necesidad de hiperactividad para responder a una demanda que no cesa, mientras nos dan migajas con las que creer que no todo es tan malo. Claro, siempre podría ser peor. Tengo la sensación de que esto es parte de lo que está pasando en los debates actuales, donde el centro lo ocupan medidas que movilizan pulsiones, pero que en realidad no modifican el sistema. En el camino se pierde lo trascendental y con ello se materializa el incremento de la desigualdad social.
Nos devanamos la cabeza para explicarnos cómo hemos llegado hasta aquí, con los niveles de pobreza y de violencia patriarcal sin parar de escalar. Claro, también es verdad que hace muy poquito que se empezaron a medir.
Una táctica que la derecha global tiene trabajada a la perfección es el vaciado de significado de conceptos que, en sí mismos, contienen la suficiente fuerza explicativa como explotación, opresión, género o violación. Además, les sale bien porque encaja con una necesidad cognitiva, como es el hecho de que, normalmente, nos explicamos la realidad mediante metáforas y/o comparaciones. Por eso, solemos explicar algo señalando que «es como...». Excelente cuando es algo desconocido, pero no para reinterpretar desde la banalidad, como ocurre con las violaciones. Estas últimas se afianzan por cómo se etiqueta la violencia sexual. Es increíble la cantidad de eufemismos que se utilizan para nombrar la violencia patriarcal. Los llamados «escándalos sexuales», como se atreven a calificar las violaciones que hemos conocido por parte de esos hombres de bien, como los empresarios de Murcia, con la venia del tribunal, o los diversos y corrientes hombres franceses, nos desvelan una realidad que hoy, gracias a las redes tecnológicas, se vuelve social y global. Con respecto a los delitos contra la libertad sexual de las mujeres, podríamos hacer un diccionario de términos con los que se intenta despolitizarla. El presidente del tribunal francés en el juicio contra D. Pélicot y sus decenas de violadores, planteaba hablar de «actos sexuales» y no de violaciones. Uno de los acusados dijo creer que estaba ante «un juego libertino». Y, así, un largo despropósito con el que justificar que lo que para nosotras es violencia, para ellos es jolgorio, es sexo. No es una cuestión de subjetividades, de interpretación. Es un problema político de cómo se entiende la sexualidad en el tablero de la desigualdad patriarcal.
Por otro lado, el concepto «violencia sexual», a secas, permite que sigamos pensando que dicha violencia tiene que ver con la sexualidad cuando solo tiene que ver con el placer que genera la dominación. Me gusta más la conceptualización sobre lo que es la libertad sexual que sobre qué es la violencia sexual. Aunque parezca que están interrelacionadas, debemos de marcar bien la diferencia. Por eso creo que debemos de empezar a hablar, socialmente, de violencias contra la libertad sexual y no, de violencia sexual. A veces necesitamos extender un concepto para dimensionar lo que no podemos acotar en dos palabras, pero en la cultura de la violación, se representa un imaginario que continúa explicando la violencia como un ejercicio sexual.
Por supuesto, esto afecta, también, a la percepción de los agresores que, en ese continuum que no modifica nada, han pasado de descontrolados, dementes, a ser nombrados como personas tóxicas. Como explicaba recientemente en "Sorginkeria Irratia", los nanoplásticos, el pesticida glifosato, son tóxicos; los agresores, no. Los machirulos, en todas sus diversidades e intensidades, son hijos sanos de una estructura política.
Hoy, más que nunca, el feminismo, en todas las latitudes, está señalando a los violadores, a la cultura de la violación. Porque nos sentimos, entre nosotras, más respaldadas que nunca.
Nos quisieron silenciadas, pero nuestra historia está llena de mujeres valientes que, pese a saber del acoso y descrédito que puede suponer la denuncia de las violencias de las que fueron objeto, no se detienen y, es más, a rostro descubierto quieren que se sepa, porque su objetivo excede a su propia experiencia. Lo que buscan es que nunca más vuelva a ocurrir, que los agresores sean los señalados y estigmatizados, que sientan que se acabó su impunidad.
Estamos consiguiendo que la vergüenza no esté del lado de las víctimas, aunque queda aún mucho para que «la vergüenza cambie de bando». En el 2015 escribí un artículo con dicho título que suponía una crítica a la consigna de «que el miedo cambie de bando». Casi 10 años después, me ratifico en que la estrategia pase por señalar a los agresores y a sus encubridores. En deslegitimar la violencia y poder identificarla como lo que es, un ejercicio de crueldad. Que ninguna víctima sienta vergüenza y que su reparación sea el eje de cualquier intervención. La propuesta pasa por visibilizar todas las violencias y no solo las que resultan horrorosas a los medios, aunque, sin duda, necesitamos de mujeres referentes, como Gisèle Pélicot, que puedan ser la cara y el cuerpo de todas, sin negar las experiencias individuales de cada víctima.
¿Qué es lo que sostiene y alimenta a este sistema? Pues, en parte, que consiguen que nos entretengamos con sus propinas y, en otra gran parte, por la falta de vergüenza de todos los cómplices que avalan en foros, chats, parlamentos y juzgados que no es para tanto. Sin cómplices el sistema se derrumbaría.
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