Lo público y lo privado
Desde la desconfianza hacia las intenciones reales que puedan esconderse tras la decisión de declarar gratuito el ejercicio de la diputación en las Cortes manchegas, Alvarez-Solís reconoce ciertas simpatías hacia esta medida. Considera urgente restaurar lo público en economía para «reponer la moral en su debido nivel» y «reconstruir la soberanía nacional», y para conseguir una eficacia social imposible en manos de los agentes de lo privado.
La decisión de la Sra. Cospedal de declarar gratuito el ejercicio de la diputación en las Cortes manchegas me parece alentadora. Hace muchos años que defiendo esa postura. Creo que los diputados deberían recibir simplemente las cantidades estrictas para asistir a las sesiones y cubrir los gastos que les produzca el menester político, todo ello debidamente documentado. Por otra parte, no parece de recibo que se diga, como suelo escuchar, que un diputado sin sueldo es proclive a toda suerte de chanchullos. Precisamente los chanchullos abundan entre los políticos bien pagados por el sistema. Creer que un diputado que recibe un sabroso sueldo fijo va a comportarse con mayor altura moral o con más intensa dedicación equivale a realizar un menguado ejercicio intelectual. En su «Mirabeau o el político» escribía Ortega y Gasset que los hombres públicos poseen una tendencia muy acusada a reunir riqueza, sexo y notabilidad. Incluso en los momentos más gloriosos de la Revolución Francesa, una serie notable de revolucionarios, muchos de ellos de perfil girondino o conservador, lograron embolsos notables de parte de la Monarquía a punto de morir. La reina María Antonieta dejó constancia de ello a su madre, la emperatriz de Austria. Por ello creo que la política solo posee una carga realmente ética, que desde luego cuesta mucho mantener, cuando se vive en el servicio apasionado a la voluntad del representado, pasión que constituye el verdadero vínculo de confianza entre representante y representado. Ese servicio constituye, además, la verdadera recompensa para el representante parlamentario. No se trata de embutir en las anteriores palabras una mística pobre y sin valor alguno, sino de aceptar que hay tareas que constituyen algo mucho más significativo que cualquiera otro oficio. El poder tiene un efecto tóxico muy elevado. El diputado, para ser moralmente apreciable, ha de considerarse íntimamente fundido con el «otro», al que representa; vaciarse en él. Esta realidad es la que puede liberar de toda contaminación al desempeño de la política.
Considerando todo lo anterior, yo albergo serias dudas sobre el fondo de la decisión adoptada por la Sra. Cospedal. Me dolería que esta cacareada gratuidad del ejercicio político pretendiera solapadamente, además de producir un nefasto efecto retórico, entregar el dominio de un Parlamento a la clase social opresora, que es la que tiene su vida asegurada sin necesidad de un salario público por dirigir el país. La Sra. Cospedal podría juzgarse como un ejemplo de lo que digo. Pero volemos más alto. El Senado norteamericano y la Cámara de Representantes están poblados de millonarios que, teóricamente, podrían sentirse liberados de las tentaciones libidinosas del dinero, pero no es así. Los representantes norteamericanos protagonizan con absoluta indecencia los excluyentes intereses económicos de la gran casta, incluidos los de los mismos políticos, que proceden con el mayor descaro a una práctica vergonzosa de apropiación. La política norteamericana constituye uno de los ejemplos más aborrecibles del mercado de influencias a alto precio.
En el marco de esta realidad tan escandalosa se produce la eterna discusión sobre la perfección de lo privado respecto a lo público. Mucha gente del común muestra muy frecuentemente su admiración por el mundo en que predomina lo privado, ya sea en la economía o en los servicios sociales. Hasta tal punto llega la admiración de esos aducidos dogmáticos que no cesan en su reclamación de que empresarios o técnicos afectos a ese empresariado sean los que conduzcan la política. De tal adicción ideológica no les libera siquiera el espectáculo de miserabilidades que estamos viviendo en un mundo donde lo privado domina la situación y está destruyendo todo sentido de la responsabilidad y de la cooperación social. Si alguien cree que es más fiable y efectiva, por ejemplo, la banca privada que la banca pública o nacionalizada no tiene más que mirar en torno para comprobar hasta qué punto es demencial defender la primacía de lo privado. Nunca se hubiese permitido, desde una conciencia elevada de lo público y sin riesgo de una poderosa y quizá sangrienta reacción social, que los banqueros estén esclavizando a individuos, familias y pueblos como lo están haciendo ahora. Lo sorprendente es que esta admiración por lo privado esté alimentada por el titular del imperio actual, o sea, Estados Unidos, cuando ya en 1802 el presidente Thomas Jefferson escribió lo siguiente: «Pienso que las instituciones bancarias son más peligrosas para nuestras libertades que ejércitos enteros listos para el combate. Si el pueblo americano permite un día que los bancos privados controlen su moneda, los bancos y todas las instituciones que florezcan en torno a los bancos privarán a la gente de toda posesión, primero por medio de la inflación, enseguida por la recesión, hasta el día en que sus hijos se despertarán sin casa y sin techo sobre la tierra que sus padres conquistaron». Si esto lo hubiera firmado el Marx de la «Gaceta Renana» no creo que hubiera quedado más redondo.
Hay una evidencia incontestable para probar la fragilidad moral de lo privado frente a lo público y es precisamente la posibilidad de control ciudadano. Cuando lo privado invade, como sucede ahora, la vida entera de la sociedad, la posibilidad de hacer frente políticamente a sus desvaríos desaparece. Toda decisión económica, aparte de otras manifestaciones sociales fundamentales, se convierte en actividades que quedan prácticamente al margen de la acción gubernamental para encovarse, en caso de litigio, en unos tribunales no solo proclives al poder vicioso del que emanan, sino dirigidos por leyes frecuentemente perversas. Cualquiera sabe que el recurso a los tribunales es caro y muy dilatado en el tiempo, lo que le convierte en inválido para obtener una razonable justicia. Eso le decía yo a una empleada del Banco de Santander cuando me quejaba de la carestía de mantener un descubierto aunque fuera honrado y de muy corta duración. Le advertí que esa altura de intereses entrañaba usura, a lo que la joven ejecutiva, muy puesta en su pretensión de machacarme a mí y lograr ella un menguado ascenso, me dijo que el Banco de España permitía esos monstruosos intereses, considerando así al manipulable Banco central de España como instancia superior a lo establecido históricamente en los códigos de justicia. La verdad es que los usos y costumbres establecidos, con anuencia de los despachos ministeriales, en las oficinas de tributación o en los bancos saltan con pértiga toda clase de leyes. Tras un ácido debate, la empleada me instó a saldar de inmediato el descubierto o a acudir a los tribunales si no estaba de acuerdo con los intereses. Algunos parroquianos, atosigados en la larga cola de caja que producen los recortes de personal -una muestra palpable de la perfección de lo privado-, volvieron la cabeza al oír mi sonora carcajada.
Es urgente la restauración de lo público en economía. Se trata de reponer la moral en su debido nivel y de reconstruir al mismo tiempo la soberanía nacional. No cabe decir que los agentes de lo privado pueden lograr una mayor eficacia social. A la vista está a donde nos han llevado esos supuestos creadores de riqueza. Por una parte a la miseria física y, por otra, a la ruina de todo poder colectivo, lo que ha convertido el mundo en un magma exhausto de sentido. Dicen los hierofantes que al poder privado sólo le hace falta para restablecer su derecho de dominio una corrección de comportamiento, pero puestos a enmendar, prefiero que se corrija la moral de las masas y que gobiernen como corresponde a su función creadora.