Antonio Álvarez-Solís
Periodista

Los demócratas

Se refiere Álvarez-Solís a quienes propugnan el cambio con un proyecto «contaminado por las instituciones del Sistema», lo que hace imposible cualquier cambio sustancial. Así, una reforma constitucional, en caso de llevarse a cabo por medio de los procedimientos establecidos en la constitución, resultaría «la misma constitución».

Si no estuviéramos radicalmente carcomidos por el poder establecido, veríamos con claridad que ningún cambio social relevante es hacedero si su proyecto está contaminado por las instituciones del Sistema. La España actual es un ejemplo luminoso de lo que acabo de escribir. Los partidos políticos que blasonan de modificatorios pueden ser el soporte final e inevitable, aunque pretendan lo contrario, de la continuidad del Sistema. No admiten de hecho que el problema vital de nuestra época es precisamente el Sistema, que se reproduce como esos anélidos que si se les va seccionando a partir de la cola y no de la cabeza se reproducen raudamente en su integridad. Los grandes cambios de cultura y civilización que ha experimentado el mundo no se han hecho con el tránsito gradual por el reformismo sino mediante las convulsiones agudas que destruyen lo establecido.

Un hombre que abastece el pensamiento del Sr. Rajoy, que se caracteriza por su vaciedad, o sea, el Sr. Margallo, ministro de Asuntos Exteriores de España, ha definido con perfil exacto el mecanismo transformista a que está dispuesto el Gobierno y su correspondiente alcance: «La reforma de la Carta Magna debe respetar los procedimientos previstos en la misma, ya que otra cosa sería abrir un proceso constituyente de consecuencias incalculables». En una palabra, el reformismo ha de funcionar como el cubo de Kubrik, que consiste en darle vueltas al juguete hasta alinear sus elementos en un distinto color, pero sin alterar el cubo ni en sus dimensiones ni en su contenido ¿Y cuáles han de ser los nuevos contenidos que, según el Sr. Margallo, nos cambien la vida sin alterarla? Por ejemplo, «modernizar» la regulación de las libertades y derechos –en el cubo, color amarillo, que es color de contención–; acabar con la discriminación de la mujer en la sucesión al trono –en el cubo, color verde, obviamente–; reformar el Senado –en el cubo, color blanco, que implica candor–; reformar las relaciones entre la Administración central y las comunidades autónomas –en el cubo, color rojo, o «¡alto ahí!»… Por tanto, la reforma constitucional de los Sres. Rajoy y Margallo «ha de respetar los procedimientos previstos en la misma».

Yo he hecho mis cálculos sobre este imperativo categórico y el resultado es que si respeto los procedimientos establecidos en la misma constitución que quiere sustituirse me sale la misma constitución, lo que, al parecer, persigue el Sr. Margallo, «ya que no se trata de hacer una nueva transición, como defienden algunas fuerzas políticas –en Tailandia, sin ir más lejos–, sino de actualizar el pacto de convivencia de 1978, exceptuando, digo yo, una nueva muerte del general Franco, que es lo que operaba al fondo del comistrajo constitucional de 1978. Esto de evitar una nueva transición y, en cambio, trabajar con los mismos mimbres de la anterior, es tan básico para el ministro que llega a «descartar la posibilidad de que el PP sustituya al Sr. Rajoy por otro candidato, ya que las negociaciones para formar una gran coalición han de llevarse a cabo sin vetos ni exclusiones». El Sr. Rajoy, insustituible. El rey, insustituible. La territorialidad de España, insustituible.

Toda esta maravilla forjada con la lógica de un alegre y juvenil servicio contraincendios –«¿La manguera dónde está?/ ¿Dónde está la escalera?»– ha venido a coincidir, según dice la prensa más avanzada de Madrid, con la rebelión de las fuerzas políticas aglutinadas en la firma electoral de Podemos, que ahora alegan que se independizarán del Sr. Iglesias si no les conceden un grupo parlamentario propio a fin de conseguir «más visibilidad» política de cara a las próximas elecciones en Galicia, Valencia o Catalunya. O sea, en una ocasión pararrevolucionaria, no más, se nos puede ir el gas por la pequeña ranura de una urna. «Se va el caimán/ se va el caimán,/ se va para Barranquilla./ Lo que come este caimán / es digno de admiración;/ come queso y come pan/ y toma tragos de ron». Esta canción la entonamos un grupo de jóvenes en un cine del Barrio Chino de Barcelona –dos pesetas la entrada– y la policía de Franco nos corrió por las Ramblas sin que nosotros deseáramos visibilidad alguna. Recuerdos que a un prostático le vienen de forma enigmática cuando ve líneas rojas en el suelo. Dispensen ustedes esta expansión, pero a algunos ancianos nos han quedado ciertos reparos cuando hay que saltar con pértiga.

Yo creo que cada cosa tiene su momento. Al asirme a esta vulgaridad del sentido común pienso fraternalmente en los demócratas de buena fe que quieren ganar la libertad franca y múltiple desde unas urnas protegidas por la cáscara institucional. Esa cáscara solo cede a una unidad popular previa a cualquiera otra cosa. Solo con esa unidad se puede defender precisamente la democracia, que consiste en un montón de cosas, algunas, y no pocas, en tránsito. Es cierto que la democracia es el gobierno del pueblo por el pueblo, pero hay periodos históricos en que el pueblo debe ser reconstruido y esto parece que únicamente se consigue cuando la marcha liberadora es muy compacta. O somos constituyentes en una suma quizá repleta de objeciones o estaremos siempre constituidos por quienes tienen la sartén por el mango y el mango también.

Creo que hay que reordenar los objetivos a alcanzar por los verdaderos demócratas. El primero de esos objetivos consiste en expulsar de las instituciones a los representantes de la reacción, que numéricamente es mucho más amplia de lo que sospechamos. El Sistema ha conseguido que una voluminosa masa de ciudadanos haya quedado adherida al modelo burgués, peligrosamente degenerado, como las moscas al viejo papel recubierto de miel. Muchos de esos ciudadanos andan ahora revueltos por las necesidades a que los someten los poderes establecidos. Ciudadanos revueltos, pero no convencidos de que sea posible otro horizonte que el que les oprime. Este autoengaño se agudiza cuando tales ciudadanos creen que el medio institucional cede a las urnas y sus entramados.

No he leído, pese a que soy lector profuso, que nadie haya subrayado que ya está en marcha la gran coalición entre el Partido Popular y los socialistas. Esa coalición inicial funciona desde la presidencia del Congreso y la Moncloa. Es más, al frente de esa coalición en el Congreso figura un socialista como Patxi López –con su experiencia vasca anterior–, mientras el Ejecutivo «popular» se articula con el Sr. López en la Cámara de diputados. Desde ambos poderes, en pinza ya activa, se va decidiendo la política española, aún en manos del Sistema, que se refuerza con un uso común del lenguaje político contaminante y del que debieran huir los nuevos diputados progresistas. A este respeto, cabe tener en cuenta, según James Hilman en su “Reimaginar la psicología”, que «los términos adquieren la sustancia de los cuerpos que designan». Es ante esta realidad que los nuevos diputados progresistas deberían evitar la apertura de brechas en el frente del avance común. Pese a los avances logrados, las instituciones aún pertenecen a los amos que las dotan de identidad y valor. Desde esas instituciones, si se entienden como distintas y propias por conquista, la vieja España seguirá siéndolo.

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