Antonio Alvarez-Solís
Periodista

Los soberbios

A raíz del Sinodo de la Familia convocado en Roma por el papa Francisco, el veterano periodista analiza las implicaciones que tiene la discusión que se ha planteado en el mismo sobre la concepción de la familia, puesto que, a su entender, la familia sigue siendo una de las expresiones colectivas fundamentales de la humanidad.

Dice la mítica religiosa, que es el lenguaje del alma cuando quiere acercar al ser humano lo insondable, que los ángeles perversos fueron precipitados a la oscuridad por su pecado de soberbia. Supongo que este suceso celestial lo conoce el cardenal Rouco –que estos días está separando en Roma a los justos de los réprobos– mucho mejor que yo, ya que es príncipe de la Iglesia. El pecado de soberbia, que en eso se resume la cuestión, es un pecado infinito, sobre todo en los curiales, que están obligados a benevolencia; el mayor de los pecados, ya que destruye la razón, el logos y su capacidad de creación, e impide el acceso al camino de la caridad, que es el camino que comunica directamente con Dios a través del ser humano. Sin la caridad la religión se pervierte convertida en un grillete de la esperanza y la justicia se arruinan en la protervia de creer que Dios yace mudo y encerrado entre las páginas del libro santo que conservan los poderosos. Un libro que si no se lee en cada hora punteado por las lágrimas cotidianas del prójimo se convierte en un mazo de hojas secas. El libro de la caridad es un libro que ha de ser entendido por corazones repletos de esperanza que únicamente entienden el momento de necesidad en que se encuentra el necesitado de luz y de ayuda.

No entiendan los soberbios como sermón tozudo y barato, evidentemente despreciable para ellos, todo lo anterior. En Roma se debaten estos días cuestiones tan importantes para el espíritu del creyente como la comunión profunda y plena en la colectividad cristiana de aquellos que fracasados, por ejemplo, en un amor primero han recogido su necesidad de felicidad en un segundo matrimonio situado más allá de los cánones. De felicidad entendida no como vuelo caprichoso de mariposa sino como felicidad sustancial que abarca desde lo trascendente a lo cotidiano. Ya sé que esta postura ideológica de búsqueda de una felicidad en el margen extracanónico –que conviene analizar seriamente en su facticidad– tropieza con una teología definida en la línea recta y solemne que deja incluso sin opciones de diálogo a Dios con el alma del fiel. Una teología que me atrevo a definir como teología del miedo; como teología de lo extrahumano. Quizá como teología del mito en su peor dimensión, ya que el mito deja de constituir la piedra roseta para traducir  las verdades permanentes a su inteligibilidad en cada horizonte histórico, evitando un ininteligible horizonte inmóvil de la humanidad. La frase de que Dios escribe muchas veces derecho con renglones torcidos tal vez tenga no poco que ver con lo que digo.

De todas formas esta nueva fijación del problema de la comunión de los divorciados con la colectividad cristiana hay que encuadrarla, como todo acto que se reclama de fe, en la sinceridad íntima, en el discurso interior del alma. No se puede utilizar una iglesia para cubrir necesidades psicológicas o para granjear apariencias sociales. Subrayo esto que acabo de indicar porque en el océano de lo canónico navegan también infinidad de católicos que jamás han tenido más acción cristiana que asistir a una liturgia inerte o practicar unos cuantos ritos carentes de Dios. Estos cristianos no se plantean evidentemente la cuestión de que tratamos. El presidente Azaña dijo al respecto que «España ya no era católica». Meses después esta afirmación cobró validez en la violencia moral y material con que los partidos e instituciones que malempleaban y malemplean la cruz se alzaban en armas y sembraban de cadáveres la España de los cánones y las procesiones. Cristo volvía a ser crucificado. Aquella carnicería fue explicada y bendecida desde una espantable carta colectiva del episcopado español, –curiosamente no aceptada por el episcopado catalán– que puso de relieve la ausencia del gran diálogo interior con Cristo, lo que establecía una distancia abismal entre la moral cristiana tabulada y el mundo de la realidad necesaria. El catolicismo español no ha superado nunca su barroquismo irresponsable.

Esta realidad tan triste es la que ahora lleva a varios príncipes de la Iglesia a enfrentarse a un pontífice ejemplar, a un nuevo galileo. Entre esos prelados, que incuban el huevo de la serpiente, está el cardenal Rouco con sus seguidores y el alemán Müller con los suyos. Curiosa coincidencia. Se trata de los dos países que más soporte dogmático y social han prestado a grandes criminales políticos y sociales en Occidente. Frente a ellos, un cura de suburbio; un párroco que se niega a que Dios cobre distancia ante el drama histórico de los emigrantes –la llave que cerrará definitivamente el fascismo–, ante la explotación y ante la sangre negociada con un cinismo colosal para ahogar la libertad y la justicia.

Hay un argumento en que el Papa Francisco incide repetidamente para abrir las esclusas de la cerrazón que dogmáticamente funcionan aún en la iglesia de Roma: el valor del diálogo con la propia alma. La esencia del cristianismo apoya sus estribos en esta práctica de diálogo que hace del hombre un ser que ha recibido la numinosa señal de la trascendencia. Y en ese diálogo no puede interferir nadie sin destruir la dignidad humana y la responsabilidad moral del individuo. Es más, en ese diálogo suele certificarse cómo el hombre no puede engañarse a sí mismo; es el momento culminante de su dies irae. Las grandes edificaciones materiales, religiosas y culturales de la humanidad han acabado arruinándose cuando han perdido ese diálogo interior que es el último valladar contra la mentira que exteriormente es tan fácil de sostener. En el fondo, el hombre puede mentir a todos y sobre todo, menos así mismo. Hay ahí una marca indeleble; es el chip de nuestro origen. Las grandes falsedades con que está plagada nuestra existencia se disuelven cuando el individuo las sumerge en el pequeño cuenco del alma. Yo diría a los canonistas que cánones verdaderos, con todo su poder obligatorio, no hay más que tres o cuatro. Todo lo demás son vanos intentos de comercializar el Sermón de la Montaña, los principios del Buda o la expresión básica del hinduismo, esas piezas excepcionales que encuadran la verdadera existencia y que han surgido de ella de una forman enigmática. Muchas veces pienso con asombro en la capacidad eclesial para crear leyes que pretenden controlar el propio caudal del que nacen. Sospecho que tal control no pretende sino obturar las nuevas libertades que ya apuntan. Pero líbreme Dios de incrementar las grandes teologías con mis menguados principios de calendario zaragozano.

Espero una nueva victoria del Papa Francisco en su Sínodo de la Familia. La familia sigue siendo la gran expresión del colectivo humano, aunque haya tratado de contaminarla y destruirla ese extraño individualismo que, paradójicamente, consiste en agregar informemente a los individuos para que adquieran la misma conciencia corsaria. Del colectivo potenciador de la persona responsable mediante su estímulo y protección hemos pasado al simple montón de seres que no tienen destino. La gran obra del Papa «felizmente reinante», como decía el protocolo decimonónico, consiste, según parece, en devolver su alma al individuo a fin de que recupere su libertad y su dignidad. Estamos, según presumo, en la embocadura de una verdadera sociedad comunitaria formada por seres singulares caracterizados por su alta conciencia de la libertad de todos.

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