Miedo orgánico
Zygmunt Bauman, uno de los sociólogos que mejor guía ofrece para entender este mundo transmoderno, describe la licuefacción propia de nuestro tiempo: hoy nada es sólido como se supone era en la modernidad.
Ampliando el argumento, elabora la tesis del miedo líquido: nos sacuden terrores desconocidos, imprevisibles, ante los que no cabe prevención eficaz. En teoría, la perdida de seguridad es el precio a pagar por un proyecto de vida autónomo. La realidad es que ese diseño vital gira en torno a un consumismo de masas, hoy convertido en utópico. Por eso, nuestro Mundo Feliz tiene un problema grave: el mercado ya no ofrece esa satisfacción material mínima -el soma diario-, que compense la certeza perdida. Ahora de lo único de lo que podemos estar absolutamente seguros es de la radical inseguridad que nos aguarda en el futuro. Por fin se desvela la realidad inversa subyacente al mantra liberal: la verdadera libertad de mercado solo es posible sin seguridad, salvo la policíaca. En la selva neoliberal no hay, ni puede haber, asistencia social. Y que no se diga que es lo natural, porque en los ecosistemas no humanos la simbiosis supera siempre a la depredación.
En nuestro caso, al temor global se le añade un miedo gaseoso que no se ve ni se toca, pero se percibe en el ambiente. El espacio socio-político abertzale, despues de 30 años de bloqueo, está restructurándose, y en ese devenir, todos ven peligrar su identidad. El miedo de los agentes sociales y politicos abertzales principales es, más que organizativo, orgánico. Es un miedo vital a dejar de ser lo que han sido hasta ahora.
El PNV es quizás el que con más ansiedad vive esta zozobra. En su caso, es una verdadera crisis de supervivencia, porque no alcanza a determinar cuál es el núcleo irreductible al que nunca podrá llegar la nueva burguesía nacional nucleada por el polo soberanista. ¿Dónde está su voto cautivo o inatacable? ¿Está en el caladero del PP/PSE o modelo Azkuna? ¿En los desencantados de la izquierda abertzale o modelo Ezenarro/Barkos? El trauma por la pérdida de Gipuzkoa y el Gobierno Vasco, además de la falta de un liderazgo claro, son factores ansiógenos añadidos.
En el caso del sindicato ELA, su inquietud se explica como resultado de una crisis de autonomía. Creo que se equivocan los análisis que interpretan su apaciguamiento soberanista en clave de pugna hegemónica en el ámbito sindical. El miedo de ELA es el de subordinarse excesivamente a un liderazgo político pujante pero no compartido. Hoy ELA prefiere ser soberana antes que soberanista. Es cierto que el debate acerca de la mejor relación partido-sindicato nunca se cierra, y que la institucionalización de la izquierda abertzale obliga tanto a redefinir el espacio político-sindical, como a reflexionar sobre el impulso y crítica social externa que cualquier institución progresista precisa para implementar políticas rupturistas. En este sentido, un contrapoder que sea interno y externo al tiempo puede ser conveniente para no perder las referencias cuando se tiene que gobernar «para todos». No obstante, cuando una organización es tan poderosa tiene que saber jugar más flexiblemente con esa tensión dialéctica, y no inquietarse tanto por una abducción imposible.
En ambos casos, esos miedos orgánicos conducen a políticas de identidad, opciones conservadoras o defensivas que nos retrotraen a las fuentes originales de cada organización. Es decir, en la línea ignaciana, no hacer mudanza. En el caso del PNV es la vuelta a su origen vizcaino, al reforzamiento del modelo gestor, proclive al acuerdo con España y alejado de proyectos soberanistas en los que no se siente cómodo y que difícilmente podrá hegemonizar. Es decir, la centralidad en el interior y el lobby vasco cara al exterior. En el caso de ELA, la política de identidad le lleva a una resindicalización de su actividad, curiosamente al tiempo que LAB se ha desindicalizado relativamente, obligado por su papel de única marca legal de la izquierda abertzale. ELA ha vuelto a la empresa, a un movimentismo primigenio que le deje las manos libres, quizás demasiado libres para un momento político y económico que precisa de un impulso compartido.
Finalmente, el temor de la izquierda abertzale está ligado a una crisis de crecimiento. El vértigo ante el éxito electoral y la consiguiente responsabilidad institucional es inevitable cuando la organización que soporta esa acumulación de fuerzas es, a día de hoy, ilegal. Unos pocos meses separan la clandestinidad y la lógica resistencialista de la gestión de cientos de millones de euros en una coyuntura de crisis. No se conoce situación similar, salvo en los procesos de independencia nacional. Como en tantas otras cosas, Euskal Herria sigue maravillando al mundo. Ello no obsta para que la pérdida de identidad alternativa y el previsible desgaste institucional, así como la multiplicidad de frentes abiertos, se conviertan en un motivo de preocupación y temor.
En su caso, la salida balsámica no parece ser una vuelta atrás, que ya se antoja imposible, sino, tal vez, una huida hacia adelante. La acumulación de fuerzas en términos electorales es un ansiolítico potente, pero no equivale a articular mayorías sociales y políticas estables. La articulación exige un trabajo a medio y largo plazo, una labor altruista basada en el dejar hacer, una visión estratégica construida de forma conjunta, con un alto grado de codeterminación y respeto organizativo. En otro caso, lo que tan rápidamente ha venido, puede irse con pareja celeridad por el desagüe del hegemonismo.
La inquietud es lógica en esta coyuntura excepcional. Sin embargo, donde existen amenazas debieran detectarse también oportunidades.
España está al borde del colapso económico y político. La intervención se ha producido de facto y la salida forzada del euro no es un escenario descartable. Europa está inmersa en un proceso de reestructuración que puede concluir o bien en una implosión con el consiguiente dumping entre los estados sobrevivientes, o bien, más probablemente, con un paso cualitativo en la federalización que contemple unos sujetos federados distintos a los estados actuales.
La ventaja comparativa del tejido socio-económico vasco, tanto desde un punto de vista estructural como en los valores que pueden llegar a compartir la parte social y la empresarial más responsable, facilitan la activación de ciertos mecanismos fudamentales en los procesos de secesión: el infringimiento de los intereses de la élites -«sobra España»-, y la imposición repentina de agravios: «estorba España».
Es más, la crisis política española -monarquía tambaleándose, poder judicial corrupto o fraticida, gobierno noqueado, oposición inexistente...-, se va a resolver de la única forma posible: más estado y más nación, siempre en términos neoautoritarios. Es decir, recentralización y exacerbación de la praxis nacionalista de estado. Ante esta deriva, la respuesta vasca solo puede ser la de blindar el sujeto decisorio, para lo que posiblemente será preciso un gran acuerdo nacional acerca de cuál es el modelo al que vamos a aspirar como país: qué politica industrial, fiscal, social y cultural se va a definir como contramodelo a la orgía nacional-liberal española. Este nuevo consenso vasco sobre valores comunitarios no impide el antagonismo ni pretende superar lo político por la vía de la comunidad nacional idealizada.
Como dice Bauman, se nos conduce a que la imprevisibilidad y el consiguiente miedo se gestionen a nivel particular. Cada organización tiende a buscar su propia seguridad, aun a costa de la ajena. Pero la paranoia particular no puede sanarse sin contar con el otro. El alejamiento y los miedos recíprocos se retroalimentan si no se pone rápido remedio con un debate comunitario profundo. Esa es la comunidad que podemos ofrecer en este país. Y no estamos hablando de la comunidad-refugio que Bauman o Senett critican, sino de una comunidad que, como afirma Hirschmann, se ha reforzado en la medida en que está siendo capaz de resolver un conflicto que casi la aniquila. Una comunidad que define un espacio propio para gestionar su diversidad, su igualdad, incluso, su forma de recordar el pasado y restañar las heridas. Un lugar en el mundo en el que se compartan los valores del republicanismo cívico y que acumule riqueza en términos de valor cultural añadido. No hay duda de que el soberanismo sabrá ver la oportunidad donde muchos solo ven riesgo. Si después de esa imprescindible reforma fiscal, lo que nos espera en el futuro es una Finlandia soleada, casi caribeña... ¿Quién dijo miedo?