Lorena López de Lacalle
Secretaria de Internacional de Eusko Alkartasuna y presidenta de la Alianza Libre Europea

No es un Día de Europa como otro cualquiera

Si realmente queremos buscar alternativas viables, la recuperación y transformación de nuestras sociedades debe apoyarse en cuatro pilares esenciales: la transición energética, la autodeterminación, el feminismo y el respeto de los derechos fundamentales.

El calendario es imperturbable y como todos los años llega la celebración del 9 de Mayo: Día de Europa. Pero este año no es uno más.

La actual configuración de la UE fue concebida hace hoy 70 años por personas cuyo marco de referencia eran sus Estados-Nación. Fue concebida también con un espíritu federalista, como apuesta valiente por la unidad en la diversidad para restañar las profundas heridas causadas por una sucesión de cruentas y despiadadas guerras y para afrontar las hondas consecuencias humanas, sociales y económicas de aquél desolador panorama. El pasado de Europa es duro, muy duro pero su espíritu colectivo de superación y resiliencia es también muy notable.

Este mayo de 2020 tiene que marcar el tránsito hacia una nueva etapa que vuelva a abrir horizontes de esperanza y prosperidad. Las voces que vienen reclamando una reforma en profundidad de los Tratados de la Unión Europea son muchas. Y es, efectivamente, porque Europa tiene mucho que aportar. Su diversidad geográfica, lingüística y cultural, su capacidad creativa e innovadora, en todos los sentidos, son el motor de una maquinaria que hay que desengrasar, aligerar y perfilar mejor para recuperar la velocidad de crucero que tantas esperamos. Como europeístas convencidas que somos, el Covid-19 debiera marcar un antes y un después; y no de boquilla como escuchamos por todas partes.

La actual Unión Europea ha estado demasiado encorsetada, demasiado anquilosada por los egoísmos del «sálvese quien pueda» ante la adversidad, por parte de algunos, y por la apatía e inacción ante la sensación de impotencia, por parte de otros. La salida del confinamiento individual y colectivo impuesto por el Covid-19 ha de suponer el abandono de viejas ataduras, inercias del pasado y malos hábitos adquiridos, para liberar  nuevas energías que den paso a cambiar las cosas, empezando por nuestros ámbitos más cercanos.

La Europa de los años 50 se construyó de arriba hacia abajo. La Europa del siglo XXI ha de reconstruirse de abajo hacia arriba. Hay ya pruebas suficientes de que la ciudadanía está activada en tantos movimientos ciudadanos e incluso en la solidaridad manifiesta que las personas estamos demostrando día a día en toda Europa desde que apareciera el Covid-19.

La nueva Presidenta de la Comisión Europea, Ursula Von der Leyen, quiere abrir una amplia consulta sobre el futuro de Europa. Pero es el Parlamento Europeo quien ha de liderar una consulta transparente, abierta y auténticamente participativa, a modo de Asamblea Constituyente, sobre la reforma de los Tratados de la Unión.

La virtud de las crisis es poner de manifiesto las carencias que muchos no querían ver.

Las políticas neoliberales han relegado a un segundo plano las imprescindibles inversiones en los sectores públicos de tal manera que las desigualdades sociales y económicas se han disparado.

Si realmente queremos buscar alternativas viables, la recuperación y transformación de nuestras sociedades debe apoyarse en cuatro pilares esenciales: la transición energética, la autodeterminación, el feminismo y el respeto de los derechos fundamentales. Aunque a algunas les puedan parecer materias inconexas entre sí, no es así.

El número de muertes y las consecuencias para el planeta causadas por el cambio climático son mucho mayores que las que estamos sufriendo con la pandemia del coronavirus. Y no  podemos olvidar tampoco que la pandemia la sufrimos todas al mismo tiempo, sí, pero no nos afecta a todas por igual. De ahí la imperiosa necesidad de solidaridad. Sin un cambio radical de los modelos de producción y consumo, sin un cambio de hábitos individuales y colectivos estamos poniendo fecha de caducidad a nuestro planeta.

La segunda constatación es que los cambios se generan a partir de los territorios más cercanos a las personas. El derecho a decidir de las personas, la autodeterminación de los pueblos para gestionar de manera más eficaz el bien común es innegable. La Unión Europea tiene que dotarse de un mecanismo de reconocimiento de su diversidad territorial y cultural adaptado a su geografía, un mecanismo de «geografía variable» mucho más en consonancia con su propia realidad sobre el terreno. Los límites de los Estados-Nación constituyen hoy por hoy un freno, fácil de superar si existe voluntad política y gracias a la determinación y acción popular.

La tercera, el feminismo. No solo por la presencia de las mujeres en todos los ámbitos sino por la implantación de medidas para garantizar su participación en pie de igualdad en la toma de decisiones a todos los niveles. La perspectiva de género mejora indudablemente la calidad de vida de las personas, de las sociedades y de los Pueblos.

Y la cuarta, el respeto de todos los derechos fundamentales porque sin ellos no hay democracia y sin democracia no hay progreso sostenible.

La Unión Europea puede, si quiere, ser pionera en todos estos ámbitos porque impulsaría políticas de progreso que se irían generalizando en todo su territorio. Todas tenemos que contribuir a mejorar nuestro presente para poder legar un futuro mejor.

El planeta no espera.

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