Antonio Alvarez-Solís
Periodista

No existe lo público

A la vista de lo que pasa en la sociedad actual, que ya no puede ocultar siquiera una estadística falsificada en sus cifras y en la interpretación de las mismas, me gustaría que los expertos, en su mayoría moralmente condenables, me explicaran por qué sostienen que el desarrollo únicamente es posible con la administración privada de la riqueza, mientras que por el contrario, lo público contamina y esteriliza ese desarrollo.

Hagamos algunas constataciones ante la doctrina en apoyo de la cual han acudido hasta instituciones como el Nobel, que ha entrado desde hace una serie de años en una putrefacción que garantiza el prestigioso abonado de los perversos poderes que dominan absolutamente el mundo. O las mismas iglesias, que proponen reducir el escándalo de la explotación con una serie de particulares y retóricas admoniciones morales a los que detentan el poder a fin de que recuperen una honestidad que, caso de acontecer excepcionalmente, no impide en absoluto el funcionamiento de la máquina capitalista. Acerca de esta última indicación quiero recordar que Jesucristo desbarató el mercado de los cambistas junto al templo de Jerusalem mediante una acción directa que no tenía nada de académica. Hablamos, pues, de la santa violencia, a veces tan necesaria.

Ante todo afirmemos, con verificaciones incontestables, que lo público, como herramienta correctora de la injusticia social en todas sus dimensiones, ha desaparecido. Hoy lo público actúa sólo como dinamizador de lo privado, que actúa en dos frentes: traspasando vertiginosamente la riqueza producida por los trabajadores a ese ámbito restringido de la opulencia y dotando a esa defraudación de una fachada democrática mediante la «sacralización« de instituciones en que va a parar el voto de los obtusos que juegan su resto en la mesa de los explotadores de toda índole, como si su estancia transeúnte en el gran casino les hiciera copropietarios del mismo. De esta última calificación de «obtusos» –que me suscitan tantos votantes y no pocos partidos– me hago cargo enérgicamente como ciudadano que viaja encadenado en la sentina del barco negrero.

Algunos ejemplos revelan la verdad de lo que vengo diciendo ¿Es posible que se hable de la soberanía de lo público cuando las máximas expresiones de lo privado, como es por ejemplo la banca, viven de adjudicarse con cínicas y groseras trapacerías el dinero de los presupuestos públicos? ¿Hablamos de la «honestidad» de los rescates? ¿Cómo se puede admitir desde la «ensalzada» soberanía democrática del pueblo que el dinero de los ciudadanos circule a raudales, mediante la deshonrada maquinaria pública, hacia los embalses privados, dinero que además no es devuelto nunca o si se hace se hace con ganancias viciosas y en cantidades inconcebibles para quienes manejaron la treta? Ahora mismo estamos ante la vergonzosa negociación ministerial con unos adjudicatarios de autopistas que tras construirlas con ventajas fiscales increíbles y ayudas financieras escandalosas –¿decimos algo sobre la doctrina de la libertad de comercio, riesgos incluidos, que exige para el progreso la teoría capitalista?– ahora solicitan una indemnización del Estado por no dar más de si el negocio?

Lo público tiene como objetivo principal ejercer la protección del bien común de los ciudadanos, pero no de los ciudadanos poderosos que se reúnen cada año y a cencerros tapados en Davos –un verdadero centro de poder, como es la Trilateral o los intangibles «reguladores» internacionales– sino de los ciudadanos comunes de cada Estado. Pues bien ¿frente a esos núcleos tienen alguna clase de poder las instituciones públicas  llamadas a legislar y decidir la vida de las naciones? Me vendría Dios a ver si en el parlamento de Madrid se votara a mano alzada, incluyendo al Sr. Rajoy y su gente, acerca de esta cuestión de la soberanía nacional, que debiera de convertirme en ciudadano y liberarme de la simple función de hucha. Por ahí habría de empezar la llamada reforma constitucional que tiene por objeto, al parecer, mejorar la Constitución del 78, que salió adelante en plena y calculada borrachera por la muerte del genocida.

Sustentando este tinglado de la dictadura permanente que sufrimos por parte de lo privado se ha convertido en profesión de fe que lo privado ha remontado el vuelo sobre lo público debido a una realidad evidente según sus apóstoles, que son tales en crecimiento exponencial: que el gobierno privado de las empresas resulta mucho más eficaz que la administración de lo público, poblada de ignorancia e irresponsabilidad. Esta afirmación pasmosa nos sitúa ante dos desoladoras o prodigiosas conclusiones, según se considere el asunto: que el gobierno de lo público está protagonizado por idiotas irresponsables y que esos idiotas se tornan milagrosamente en inteligencias admirables cuando logran colocarse al fin en el gran ámbito empresarial de lo privado. España es una tierra celestialmente productora de estos especímenes. Si este descubrimiento histórico responde a la realidad nada se opone a que el parlamento sea disuelto y sustituido por la CEOE con el ondulado Sr. Rosell como presidente.

Recuperar lo público como instancia suprema de la soberanía popular debiera constituir la máxima ambición de un político. En una de sus “Filípicas” decía Cicerón en el Senado: «¿No veis el foro lleno a rebosar de gente y al pueblo romano deseoso de reconquistar su libertad?». Pues han pasado dos mil años desde que fueron pronunciadas tales palabras hasta la instauración de la «ley mordaza» que mantiene a la sociedad reprimida por el oscuro y desleal poder privado para evitar el correcto funcionamiento de las libertades públicas mediante la presión de la masa. Un poder que opera desde sus enfáticas leyes «democráticas» y que habla cínicamente de un nuevo mundo en el que, pese a tan prometida ventura, culminará una deshumanización que ya ha hecho correr ríos de sangre y colmar mares con sus lágrimas. Un poder satírico que burla la verdadera justicia desde los propios tribunales a los que va recortando sus capacidades de intervención y consideración moral de lo juzgado, tan necesaria para lograr «la superior valoración de lo auténticamente vital sobre lo jurídico», tal como escribe el teólogo Justo Muller, que añade en una equilibrada consideración de lo público y comunitario que «la comunidad constituye un valor complementario del concepto de vida humana».

Quizá haya que devolver a las universidades el profundo y clásico estudio del valor de lo público como impulsor y hábitat de la verdadera soberanía, que sólo es posible, repito, en la reducción del poder privado a unas exigentes fronteras y a una clarificación de esa teoría sobre la superior inteligencia que parece adornar a los excluyentes dirigentes de lo privado. Sería bueno un gran simposio internacional que podría titularse “Estudio de la idiotez humana de Cicerón a nuestros días” a fin de dar a cada cual lo suyo.

Pero de los desaguisados que están haciendo muchos dirigentes empresariales en el ámbito de lo privado, que además destruyen lo público con sus maniobras de explotación corsaria de este poder, hablaremos otro día. Es hora de aclarar nuevamente, con dimensión social, si la riqueza la produce el trabajo de todos o los manejos de la minoría que se apodera además de esa riqueza desangrando especulativamente lo público en su propio beneficio. Miremos la situación del mundo como primera respuesta a la cuestión.

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