¿Nueva fase en la guerra del Sahara?
ni las prohibiciones, ni el silencio, han podido ni podrán con la ola de solidaridad que la lucha del pueblo saharaui, como todas las luchas justas, despierta en todo el mundo, incluso entre la ciudadanía de las potencias coloniales, como el Estado español.
Tras la incursión del ELPS en territorio marroquí al norte de de la RASD y el bombardeo de las instalaciones marroquíes en El Guerguerat, en el extremo sur, el Frente Polisario ha declarado que la guerra de liberación del Sahara Occidental entra en una nueva fase que afectará a la totalidad del territorio y más allá de sus fronteras.
En los pocos medios en que el anuncio ha conseguido esquivar la estrategia marroquí del silencio, tras ochenta días de enfrentamientos, se habla de una segunda fase o de una nueva fase de esta segunda guerra del Sahara.
Podemos considerar que la respuesta del Frente Polisario a la ofensiva de Occidente para eternizar el statu quo de la ocupación y el incumplimiento sistemático de los pactos internacionales –incluyendo violaciones del alto el fuego, como la última invasión marroquí de la franja neutral del Guerguerat el pasado 13 de noviembre– es una nueva guerra, pero, también podemos contemplarla como un episodio más de la larga lucha del pueblo saharaui contra la ocupación extranjera; una guerra que difícilmente se puede calificar de «nueva».
La historiografía más o menos oficial ha venido considerando la colonización española del Sahara Occidental como un periodo en el que el pueblo saharaui, si bien no gozó de libertad política y administrativa, como correspondería a cualquier nación, sin embargo, disfrutó de un benévolo protectorado, fruto de unas circunstancias sociopolíticas prácticamente inevitables que, eso sí, se cerró en falso debido a los condicionantes geopolíticos que se impusieron en torno a la muerte de Franco. Se interpreta así que la administración española mantuvo su presencia en el Sahara Occidental más como una manera de mostrar al mundo un resto de la antigua gloria de su imperio, pero que al no tener capacidad real para aplicar una política seria de explotación de los recursos y control de la población –como se supone que sí hacía la colonización francesa con sus vecinos argelinos y mauritanos, por ejemplo– el resultado fue una especie de entente no buscada en la que el pueblo saharaui pudo mantener lo fundamental de su modo vida a cambio de la ocupación.
Si bien es cierto que la crueldad y la radicalidad de la política de aculturación y explotación que ha seguido al abandono del territorio por parte de la administración española y su posterior ocupación por Marruecos han hecho que en muchas memorias se idealice el periodo anterior, lo cierto es que realidad dista bastante de esta idílica visión.
La relación entre los poderes españoles y el pueblo saharaui se remonta a mucho antes de 1884, fecha en la que los informes de la expedición de Cervera, Quiroga y Rizzo para la Asociación de Africanistas y Colonialistas [sic] permitiera a la Conferencia de Berlin adjudicar a España el actual territorio del Sahara Occidental (los límites actuales se forjarían mediante distintos acuerdos con Francia entre 1900 y 1912) y los llamados protectorados del norte y sur de Marruecos. En concreto, al momento en que los españoles, en el siglo XV, iniciaron la conquista de las islas Canarias, a sangre y fuego, acabando prácticamente con toda la población indígena. La necesidad de importar mano de obra, léase esclavos, de forma rápida y barata, supuso el primer contacto (encontronazo) con la población saharaui. Diversos documentos y testimonios demuestran que las incursiones esclavistas no fueron puntuales (la corona recibía la quinta parte de los beneficios obtenidos y Felipe II reguló las cacerías de esclavos o cabalgadas en la costa africana frente a Canarias mediante un sistema de licencias) y que, además de una importante fuente de ingresos, constituyo una actividad estratégica para la corona.
La caza de esclavos y esclavas, bien de forma directa o a través de pactos con «comerciantes» locales fue el primer «recurso» que impulsó la presencia de España en el Sahara Occidental, dando lugar a los primeros establecimientos militares pero, también, a las primeras acciones contra los nuevos ocupantes del territorio. La famosa fortaleza de Santa Cruz de la Mar Pequeña (1476), que sería invocada siglos más tarde como prueba de la presencia española en el Sahara, fue repetidamente atacada al poco de su construcción y definitivamente destruida hacia 1524 (Mercer, John (1976) Spanish Sahara. London: G. Allen & Unwin, p. 87). No se trató, como pretendían –y algunos aún pretenden– de grupos salvajes y aislados, sedientos de sangre y oro. No fue un episodio aislado, sino del comienzo de una guerra, que aún dura, contra todo intento de ocupar el territorio y expoliar sus bienes. Una buena muestra de ello es que en varias ocasiones la respuesta llegaba hasta las mismas islas, como el ataque que en 1569 obligo a Felipe II a prohibir la caza de de esclavos en estas costas.
Cada vez que los españoles intentaron establecerse en el territorio a lo largo de los siglos XVI, XVII XVIII y XIX, la respuesta fue la misma; los saharauis acabaron haciendo huir a las tropas y destruyendo casi cualquier vestigio de asentamiento extranjero a lo largo de la costa saharaui.
Tras la mano de obra esclava, serían las riquezas pesqueras las que animarían sucesivos intentos de controlar esta parte del territorio africano. Los pactos suscritos con algunos dirigentes locales para explotar estos bienes tampoco bastaron para que la mayoría de la población saharaui reaccionara contra los intentos de invasión del territorio y el expolio de sus recursos, llegando en más de una ocasión a proclamar la guerra santa contra el invasor.
Luego serían los yacimientos de sal, el control de las caravanas, la ilusión de construir un mar interior que convertiría el Sahara en un vergel, los fosfatos, el petróleo o simplemente la arena o la fuerza de los vientos.Todo vale para justificar una colonia y defenderla con ejércitos que, por supuesto, no vienen a hacer la guerra, sino a imponer la verdad divina, la civilización, la cultura o la paz, dependiendo del momento histórico.
Aunque no basta que un determinado territorio posea las riquezas que en ese momento se consideren más apetecibles o necesarias para el desarrollo de la metrópoli. En casi todos los intentos de ocupación o colonización de otros pueblos existe una importante vertiente geoestratégica, ligada las circunstancias políticas del momento en la potencia colonial. Es decir, además del beneficio económico, es necesario también un cierto beneficio para la relación de poder de la metrópoli con otras potencias. La pugna entre España y Portugal en la edad moderna, el nuevo orden europeo y la supremacía alemana en el s. XIX, el control de la frontera sur de la OTAN en plena guerra fría, o el control de los flujos migratorios y de los movimientos terroristas al sur de Europa marcan, de forma clara, algunas de las etapas más negras del colonialismo occidental en el Sahara y en otros países.
Sin embargo, la reacción de los pueblos se repite a lo largo de la geografía y de la historia. Frente a unas élites que ven la ocasión para satisfacer sus intereses particulares a través de pactos y colaboración con el invasor, la ciudadanía busca organizar colectivamente sus fuerzas para enfrentarse a las potencias, por muy fuertes que estas sean económica política, o militarmente y cuando la realidad de la ocupación supera los límites de lo soportable, se declara la guerra.
La historia del Sahara Occidental se construye con enfrentamientos y levantamientos continuos contra cualquier presencia extranjera y contra la española en particular. Algunos de los episodios más conocidos son el ya comentado de 1569, los ataques contra el fuerte de Dajla entre 1887 y 1892, la batalla de Daora 1899 contra las tropas del sultán de Marruecos, la campaña del Chej Malainin y sus hijos contra franceses y marroquíes en la década de 1910, el levantamiento de 1938, la llamada guerra de Ifni-Sahara en 1958 contra la coalición franco-española, el grito de Zemla en 1970, el inicio de la lucha armada por el Frente Polisario el 20 de mayo de 1973, la victoria contra las tropas mauritanas en 1979 o la guerra contra la invasión marroquí hasta el alto el fuego de 1991.
El enfrentamiento actual, deliberadamente silenciado tanto por Marruecos como por España, al igual que lo han hecho todas las potencias coloniales que han tenido que enfrentarse a una guerra de liberación, no es sino la fase final de esa lucha que el pueblo saharaui comenzó hace más de 500 años contra la ocupación extranjera y en defensa de sus bienes materiales y culturales. Una realidad que el estado español viene ocultando y manipulando al menos desde la época de la Restauración borbónica (1874) hasta nuestros días, pasando por la la II República, la dictadura franquista y la transición, independientemente de quién ocupe el gobierno. Esta vez les toca el turno al PSOE y Unidas Podemos.
Pero, a pesar de todo, ni las prohibiciones, ni el silencio, han podido ni podrán con la ola de solidaridad que la lucha del pueblo saharaui, como todas las luchas justas, despierta en todo el mundo, incluso entre la ciudadanía de las potencias coloniales, como el Estado español. Por eso podemos asegurar que esta nueva fase de la guerra del Sahara por su independencia, traerá consigo también una nueva ola de solidaridad que amenaza la comodidad de quienes se empeñan en la dirección contraria de la historia como se ha visto en el proyecto de ley de Memoria Democrática que sigue sin tener en cuenta el pasado colonial y las responsabilidades actuales del estado español.