Kepa Tamames
Escritor

Ochenta y cinco

¡Bingo!, gritará el ocurrente de turno, o acaso alargará el título con tan conocido como ordinario pareado, que no por repetido hasta la saciedad deja de hacer gracia a un sector de la población. De todo tiene que haber, supongo.

Pero ya imaginarán ustedes, conociendo mi seriedad en esto de la escritura, que el tema del presente texto tiene algo más enjundia que una gracieta fácil, pues además el artículo terminaría aquí, vaya porquería de escrito.

Son ochenta y cinco los años que cumplió un amigo hace no tanto. No se cumplen ochenta y cinco tacos todos los días… ni siquiera todos los años, pues solo uno de ellos está reservado a tan redonda cifra. Seguro que muchos entre quienes leen estas líneas firmarían llegar a esa apreciada edad, sobre todo si se es hombre. Y ya si acompaña razonablemente la salud y el entorno afectivo, pues miel sobre hojuelas.

A don Alberto le felicitaron cientos de personas por internet en tan especial fecha. No pudieron mandarle un vídeo al móvil, ni dejarle grabado un mensaje de voz, ni siquiera un breve texto acompañado de esos dibujitos tan populares. Inútil todo ello, pues los remitentes sabían bien que no hubiera podido recibir las felicitaciones en su celular, habiéndole sido arrebatado el aparatito semanas atrás. ¿El típico hurto por descuido? Pues no. ¿El cada vez más frecuente robo con violencia? Pues tampoco. Se trató de una retirada oficial, a ojos vista, todo perfectamente legal y llevado a cabo por el funcionario uniformado de turno. Es lo que tiene entrar en prisión.

¡¿En la cárcel con ochenta y cinco abriles?! Así es. Porque en el trullo se puede estar sin límite de edad, contra esa creencia popular tan arraigada según la cual con setenta ya no pisas la trena. Yo mismo daba por hecho que así era, hasta que encierran a un amigo, y me acabo documentando. Y si bien pudiera parecer así, a bote pronto, un despropósito mantener a un anciano entre rejas, no es menos cierto que algo habrá que hacer con él si prendió fuego a un edificio, si violó, o si mató con alevosía. Como mínimo, tenerlo apartado de la sociedad, para que no siga cometiendo tamañas tropelías el anciano y al tiempo peligro público.

¿Hizo alguna de las barbaridades mencionadas o siquiera similares mi amigo? No, por cierto. Es más, el origen de su desgracia –lo es, y gorda, estar ahí dentro, en lugar de disfrutando de la vida que te quede, con los tuyos– radica en el buen hacer ciudadano: en concreto, denunciar ante la autoridad competente lo que él y otro colega consideraban posibles hechos ilícitos. Vamos, que hicieron lo que cualquier persona en este país está obligado por ley: denunciar todo hecho que considere ilícito. Ponerlo en conocimiento de la administración que proceda, sea esta la policía, el juzgado o la Agencia Tributaria, como es, para más señas, el caso que nos ocupa.

Don Alberto y su amigo Juan –ambos nombres elegidos al azar para la ocasión, o tal vez no– recibían con periodicidad documentos sin remitente (anónimos, en consecuencia) con la filiación completa de personas importantes de nuestro país, asociado el nombre con generosas sumas de dinero, y estás con entidades bancarias sitas en eso que llaman «paraísos fiscales». No tuvieron que atar muchos cabos para suponer que aquello de legal tenía entre poco y nada. Decidieron por tanto –para no meterse en líos, ojo, pues si te pillan no haciéndolo es cuando seguro tienes un problema con la justicia; o eso es al menos lo que dice la normativa de aplicación– comunicarlo a la AEAT (Agencia Estatal de Administración Tributaria), que a los efectos es la administración pública receptora de tales denuncias, y que luego, de apreciar indicios de criminalidad, remitirá al juzgado correspondiente el material oportuno. O sea, el protocolo lógico y normal en cualquier sociedad moderna.

Pues hete aquí que, lejos de darles las gracias –nadie pretende que se les condecore, pues no hacían sino cumplir con su deber ciudadano–, el juez les acusa de falsificación documental y una retahíla de delitos que hiela la sangre, dadas las circunstancias, entre el que no falta la «pertenencia a banda organizada con ánimo de lucro». Llamados a declarar en un momento dado ante su señoría, esta decide que de allí no salen por su propio pie, sino que se les traslada en furgón policial hasta su nueva residencia temporal: el Centro Penitenciario Madrid V, más conocido como Soto del Real, por estar ubicado en terreno de dicho municipio, al norte de la capital. Y allí pasan sus días y sus noches desde finales del pasado junio. Es de suponer que mucho más no estarán dentro, que comerán el turrón con sus respectivas familias, que retomarán su actividad de respetables jubilados. Pero aun así, la amarga experiencia no se la quita nadie.

¡Ah! Valga señalar como información adicional que entre las personas supuestamente evasoras de impuestos está… ¡El propio juez que les enchirona! ¡Cómo lo leen! Uno tiene entendido que al acusado le asiste el derecho de recusar al juez cuando concurren circunstancias como la animadversión personal, por aquello de evitar que un togado pueda ser «juez y parte». Que la práctica de la justicia contemple tal recusación lo entiende hasta un niño. Siendo así, los abogados de mis amigos se lo están peleando como gatos panza arriba, de momento sin éxito que pueda y deba anunciarse. Todo a su debido tiempo. ¿Les suenan casos de anulación de juicio por bastante menos que esto? A mí sí. Y tengo ahora mismo en la retina la cara del beneficiado. Pero al final va a ser cierta la sentencia de Napoleón (el cerdo, no el militar), según la cual “todos los animales somos iguales, pero algunos más iguales que otros».  

Permanecen en prisión provisional comunicada, y me entero de que dicha decisión la toma un juez dado solo si aprecia que en libertad puedan destruirse pruebas (¡lo que precisamente aportaban con asiduidad a la autoridad competente!), o reincidir en el delito (¿qué delito?), o huir de la justicia (¿una pareja que a través de su canal en internet colgaba diariamente vídeos mostrando los documentos va ahora a huir de la justicia, ambos aquejados además de los achaques propios de la edad?).

Acabo precisamente esta entrega enumerando los achaques de don Alberto. Y lo hago porque me lo pide él en carta manuscrita, sabiendo que lo que un servidor escribe, otros muchos lo leen (o de esa ilusión me alimento).

Parte médico (de corrida, para que no se alargue demasiado el artículo). Aplasia medular grave. Marcapasos. Certificado de incapacidad del 70%. Operado de las vértebras lumbares, con seis tornillos insertados entre estas y el sacro coxis. Gran dificultad para orinar. Hernia de hiato (operada en 2000, y en espera de una segunda intervención). Serios problemas entre las vértebras cervicales y el atlas. Grave afección de cataratas (esperando próxima operación).

Y subraya que no pesan ahora mismo sobre él antecedentes penales o policiales (mucho me temo que a las vértebras lumbares o al atlas esta particularidad jurídica se la trae al pairo).

Manifiesta haber cumplido dentro ochenta y cinco.

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