Olga SARATXAGA BOUZAS
Escritora

Permitirnos la tristeza

La autora rechaza la represión de los sentimientos y sus manifestaciones, incluida la tristeza. Rechazar la tristeza es el camino a la posible enfermedad; reconocerla y si es preciso pedir ayuda, el de la salvación.

Al margen de análisis diferencial en la estructura cerebral o redes neurales, sin pretender considerar, mucho menos categorizar, las singularidades nerviosas, parece acertado dar por hecho la existencia de mecanismos universales de respuesta funcional a los agentes del entorno, ya sean físicos o químicos, en todos los animales. Atendiendo a rasgos generales, se trata de enlaces psicofisiológicos de alerta, de configuraciones de ajuste del comportamiento, de autorregulación, con fines dirigidos a mantenernos vivas. Podríamos decir, por tanto, que compartimos el denominador común de sentir.

Durante el continuo evolutivo, vamos acumulando emociones a golpe de experiencia: procesos involuntarios de naturaleza primaria, desencadenados a partir de la información recibida, que determinan la motivación interviniendo episodios vitales. Intransferibles como necesarias, las emociones nos permiten modular la adaptación al medio y resultan fundamentales en términos de supervivencia, aunque algunas nos hagan sufrir. Reaccionamos, de manera espontánea, no solo a estímulos externos, sino a dinámicas de recuerdo o pensamiento, mediante conexiones neuroquímicas, y la segregación hormonal reactiva el estado habitual del organismo impulsándonos a actuar. A modo de síntesis, es importante destacar que las emociones de carácter positivo refuerzan el sistema inmune y favorecen los vínculos afectivos, otras ejercen de organizadoras para afrontar dificultades y albergar cambios esenciales en el desarrollo personal que, a su vez, afectará a la comunidad.

El contexto de la vida es una dilatada recopilación emocional, encuentro de códigos diversos de aprendizaje mutuo empeñados en proclamar la realidad humana: eslabones de arduo recorrido que forjan la historia. Hemos convertido el planeta en un enjambre de duelos manifiestos, y ninguno está dispuesto a ceder el mínimo espacio a la felicidad. Hay días que amanecen atrapados en niebla, entroncados a la vorágine mediática, sin ápice de ternura alrededor. Días huérfanos, descalzos de futuro, en los que cuesta respirar y la propia piel nos resulta ajena. Los hay cronificados por situaciones cercanas, que van haciendo del camino un largo túnel al que apenas tiene acceso la esperanza. Y, por si este bagaje no fuera suficiente, nos abruma un complejo entramado de mañanas repleto de incertidumbre, allí donde dirijamos la voluntad de mirar. Incógnitas de secuelas imponderables que arrastramos en peregrinaje colectivo sin saber cómo afrontarlas. Amenazas mundiales se revelan factor que condiciona el hábitat genérico de todos los ecosistemas. También nuestros sentimientos.

La cronología de acervos coloniales hace peligrar la convivencia internacional, tecnologías de última generación se integran desaforadamente en la biografía humana, creando nuevos métodos de asimilación cultural del grupo dominante y consecuente pérdida de identidad y autoestima, a medida que el progreso científico avanza en orden inversamente proporcional al igualitarismo. Son hechos fehacientes. La justicia se pierde entre jeroglíficos supremacistas del poder establecido mientras la dignidad pasa a ser vocablo mercantilista del diccionario político.

Puede ser un día luminoso, con temperatura ambiente superior a 24 grados. Se ven risas en la calle, juegos infantiles deletrean el final del verano. El cielo viste de azules, nada parece alterar la armonía, salvo un vendaval apresurado que comienza en el estómago. Secuencia de nudos, la garganta ha perdido la saliva, no encontramos aliento… Entonces la tristeza cruza sin llamar el umbral del pulso, recorre el cabello, la espina dorsal, merodea a diestra y siniestra hasta alcanzar el ánimo, nos mira y se queda, porque encuentra acomodo en cada gris que respiramos. No le sirve de estorbo la hora intempestiva del reposo, la casa en penumbra… No hay cartel de no molestar que la intercepte. No distingue el viento de la lluvia, ni el estío de la nieve. Procede, con efecto memoria, en fechas nostalgia, como un campo de minas que casi sin pisarlo explota. En ocasiones, ni se la espera y, cuando llega, enmaraña la ilusión, nos devora las ganas de ser, de soñar. Si la ausencia acuña sello de origen, reproduce en 3D la metáfora del vacío, se afana en el trabajo a destajo, nos remite a cárceles de angustia. Los sonidos amables han cesado, el verano ha cambiado de acera, ya no hay latido más allá de la intensidad del silencio. Reconocer estados de tristeza suprema y solicitar ayuda son verbo matriz hacia la fase de recuperación cuando es sostenida en el tiempo y puede devenir en trauma. La depresión acecha. Aun en situaciones transitorias leves, cuesta encontrar la salida, a veces, pensamos que no existe. Pero existe.

Por razones socioculturales, se espera que sigamos patrones de conducta normativa buscando la aprobación. Somos seres incardinados a la materia y al espacio, aptos, por recursos cognitivos, para cuestionar los prototipos de verdad universal del pensamiento único. Exponer ciertas emociones incumpliría objetivos neoliberales, dogmas capitalistas perpetuados en el fideicomiso genético del sistema productivo.
 
Hay momentos dolor. Son la fatiga misma de vivir intentando dar la talla: mostrar la perfección (inexistente), y negarnos. Reprimir sentir confunde el paso, debilita la libre decisión de mostrarnos tal cual somos, y ahí está la tristeza, como un lugar de pertenencia, a la vez que exilio. Vendrá la enfermedad por no aceptarla.

He sentido el cordal de nudos a la espalda atravesando la mañana, el estómago hundido… La luz caminaba con la torpeza de un leve quejido en medio del bullicio, el aire parecía un barco a la deriva, buscaba, sin saber qué y, entre las palabras, estaba yo. He recuperado la calma, y casi la sonrisa.

Nacer, crecer, emocionarnos… Escribir siempre me salva.

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