Iñaki Egaña
Historiador

Recuperar lo nuestro

No quiero desalentar al lector con unas primeras referencias a la historia. En unos párrafos retornaré al presente pero, en demasiadas ocasiones, no logro entender el presente sin bucear en los acontecimientos que nos han traído hasta hoy. Al grano.

Hace más de tres siglos, la Corona española encargó al donostiarra Pedro Arostegi la construcción de dos galeones y un patache. Los astilleros vascos estaban a la cabeza de Europa. Firmó la escritura del contrato y comenzó los trabajos en Basanoaga, en la ría de Pasaia, hoy término municipal de Orereta.

El rey hispano de entonces, último de su dinastía, mezclados sus antepasados consanguineamente, endogámicamente, tenía más de criatura que de hombre. Para los iniciados, hoy sabemos que tenía el Síndrome de Klinefelter (un cromosoma X extra). Le llamaban «El hechizado». No era capaz de discernir, así que quien reinaba realmente era el llamado duque de Medinaceli, Juan Francisco de la Cerda (sic).

El de Medinaceli, como la corona, no era hombre de palabra. No respetó la escritura, eludió y atrasó los pagos, así que Arostegi y sus astilleros quebraron. Desolado, se retiró a un convento. Sin embargo, las necesidades reales acuciaban y unos años más tarde, el de apellido porcino rescató a Arostegi y le encargó de nuevo la construcción de otros dos galeones, incluso de mayor tonelaje. Arostegi recuperó el ánimo y se fue a los astilleros de Mapil, en Aginaga, donde comenzó la tarea.

Al poco, el renacido Arostegi falleció. Su hijo, del mismo nombre y obviamente apellido, concluyó la obra naval. Uno de los galeones fue botado con el nombre de San José, nave capitana de la Armada española que partió para Cartagena de Indias. Le esperaba un botín extraordinario, el expoliado en aquellos años por la Corona española en lo que llamaban entonces Virreinato de Perú (de Panamá a la Patagonia).

El galeón llenó sus bodegas del ingente botín (hoy valorado en 10.000 millones de dólares) y partió hacia su base naval de Portobelo (en la actual Panamá), al objeto de ganar después Europa e ingresar el desfalco en las arcas de la monárquica Hacienda española. Toneladas de oro, plata y piedras preciosas.

Por resumir, el San José fue atacado frente a la isla de Barú (actual Colombia) por una flota inglesa, y se hundió, en 1708. En 1980 fue localizado en el fondo del mar por la SSA, una empresa norteamericana caza-tesoros. Pleitos, recursos, apelaciones...

Hace unos días, Juan Manuel Santos, el presidente colombiano, que acababa de ultimar el acuerdo de negociación con las FARC, se daba otro baño de multitudes. En sede presidencial convocaba a todos los medios locales e internacionales para desvelar que arqueólogos y personal de la Armada colombiana habían dado con el paradero exacto del galeón. Y que pensaban recuperar esos 10.000 millones de dólares de su interior.

Con esos tics simbólicos que consciente o inconscientemente juega la clase política española dirigente, José María Lasalle, secretario de Cultura de Rajoy, le leía la cartilla a Santos y señalaba que el botín del galeón descubierto era «patrimonio español» y, en consecuencia, de su propiedad. Lo hacía el día de la Constitución española, desde La Habana, donde Gobierno colombiano y las FARC habían sellado su acuerdo.

Hace unas pocas semanas, se producía un hecho insólito en Sant Esteve Sesrovires (Barcelona). Lo contaba “La Vanguardia”. Un ladrón penetró en una casa de dos ancianos, y en el transcurso de su atraco, perdió la cartera. Fue a denunciar su pérdida a la comisaría de los Mossos d´Esquadra, donde coincidió con la familia de los atracados, que estaba poniendo una denuncia. El ladrón, identificado, fue detenido. Como tenía antecedentes, ingresó en prisión.

Las historias que he contado en los párrafos anteriores no tienen relación alguna. Es obvio. Sirven, en cambio, para ilustrar esa enorme arrogancia de España en el trato de sus súbitos actuales e históricos. Porque la soberbia del secretario Lasalle es de época. Un ladrón que reclama, en nombre de su corona, un botín que sus antecesores arrancaron a sangre y fuego. Un reclamo que, como en el caso del ratero catalán, debería acabar, si el mudo tuviera lógica humana, con sus apologetas entre rejas.

Es probable que las líneas anteriores sean tachadas de hipérbole. Fruto de esa contaminación del espíritu que nos hace ver amablemente lo que no debiera. Expolio, robo, sumisión, insolencia, dependencia... son conceptos que, a estas alturas de la vida, me han dejado tantos apuntes que sobrepasan el disco duro de mi ordenador.

En esta cadencia temporal, el cronomograma político que llaman los entendidos, se nos presentan unas elecciones a Cortes españolas. ¿Qué debemos hacer los vascos? Mi opción es nítida. Votar y asistir a esas Cortes viciadas con los delegados elegidos. Votar no tanto por descarte, sino por convicción. El botín material e inmaterial que nos reclaman merece ser denunciado.

La participación en instituciones ajenas, no tanto la asistencia a las urnas, ha sido un debate permanente en el seno y entorno de la izquierda abertzale. En 1989, después de reflexiones de calado, los diputados que asistieron a Madrid a recoger sus actas, con una rama de olivo, fueron recibidos a tiros. Josu Muguruza pagó con su vida el que enemigos seculares consideraban descaro político. La palabra también es de raíz profunda, comprometida.

La participación electoral no es, sin duda, el grial, la clave. Al menos la única. Es evidente que algún día, el plebiscito, las urnas, determinarán nuestro futuro soberano, descartada la toma del Palacio de Invierno o el reordenamiento inmediato de un escenario europeo cada vez más escorado hacia intereses espurios.

Sumar intenciones, también en forma de voto, forma parte de un tren libertario en el que se integran confrontaciones de distinto signo, entre ellas, la ideológica, la participativa (todos nos debemos sentir parte de un proyecto cocinado en común) y la de «masas», la de la expresión popular en calles, fábricas, escuelas. La próxima legislatura tiene, en su visibilización, varias cuestiones pendientes, nuevamente en esa clave compartida de diversas luchas paralelas y complementarias. Aún no hemos soltado amarras, la ruptura sigue siendo el objetivo histórico, y la denuncia de decenas de expolios tiene tanta vigencia como la que señalaba a propósito del galeón del siglo XVIII.

Nos están expoliando nuestro sistema financiero, nos están rompiendo nuestro suelo patrio, nos dispersan nuestros presos hasta las latitudes más remotas de lo que resta de su imperio colonial. La involución hispana tiene sus bases desperdigadas, y utiliza el foro parlamentario de Madrid para trasmitirlas a la sociedad. Ahí también hay que incidir para desmontar esa gran mentira que llaman democracia monárquica.

La opción del constructor Pedro Arostegi, dependiente del humor del duque de Medinaceli moderno (ayer no cumplo, hoy me lo pienso, mañana dios dirá), no puede perpetuarse, no es de recibo en el siglo XXI. Los «jauntxos» de ayer, Confebask del presente, no pueden marcar hoja de ruta alguna. Su contaminación también infecta.

Anunciar qué queremos ser necesita de altavoces, de confrontaciones dialécticas. En Gasteiz, en Iruñea, en Estrasburgo, en Madrid, en París. Anunciar que lo haremos a pesar del bloqueos, enseñar nuestras cartas, ilusionar con nuestro mensaje universal, libertario y democrático y tan sencillo y lógico como la existencia misma, es uno de los pasos necesarios en la construcción de nuestro futuro.

Con lealtad, con solidaridad, con esa inmensa generosidad militante que este pueblo ha desbordado en las últimas décadas. Y con esa búsqueda de equilibrio que inevitablemente nos proporcionará lo que García Linera llamaba «tensiones secundarias». Que en una dinámica liberadora, al menos según mi opinión, bienvenidas sean.

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