Mario Zubiaga
Profesor de la UPV-EHU

Repertorios caducos

Por eso, aunque nunca está de más la praxis movimentista ya sedimentada, si no se da un paso más, todo quedará en un mero desahogo que, en el mejor de los casos, solo permitirá justificar una política de contención de daños en el ámbito vasco. Si somos un país diferente, pensemos algo distinto

Cuando Walter Benjamin teorizaba sobre la violencia, la huelga general podía ser revolucionaria. Cuando la Comuna de París puso al pueblo en la calle, cualquier manifestación ciudadana se masacraba a cañonazos. Hoy el derecho de manifestación está recogido en todas las constituciones liberales del mundo, y la huelga general es un modo de protesta perfectamente encuadrado en los parámetros de la interacción civilizada entre organizaciones sindicales legales que respetan los servicios mínimos, y poderes públicos que velan, si bien con desigual celo, tanto por el derecho a no trabajar como por el de ser esquirol.
Es más, toda manifestación, previa comunicación de recorrido y lema, es conducida estrictamente por el espacio público otorgado en régimen de concesión temporal y gratuita por la administración competente. Los servicios de orden, públicos y sociales, colaboran para garantizar tanto el derecho al paseo más o menos bullicioso de los manifestantes, como el correlativo a circular de los viandantes y conductores no concernidos por la protesta, salvadas las lógicas molestias, cuya pacífica asunción es signo de tolerancia.
Obviamente esta es una lectura algo sesgada de dos instrumentos de acción colectiva muy queridos en nuestro entorno. No tiene en cuenta las coyunturas sociales de la protesta y el efecto que la más inocente movilización puede tener en determinadas circunstancias críticas. No obstante, la experiencia de otros eventos recientes nos ayuda a valorar los efectos que pueden tener las movilizaciones planteadas contra los recortes por el soberanismo socio-político vasco.
La manifestación del sábado pasado era previsible. Quince o veinte mil personas. Dos horas de indignación contenida, discursos más o menos incendiarios… Y la renta sabatina de la hostelería local mejora en un 5 o 10%. Así mismo, la huelga general de septiembre es también imaginable: más allá del ridículo debate de cifras, será muy amplia en los servicios públicos, y desigual, según territorios y sectores, en la empresa privada. El ERE de un día de duración será conveniente, sin duda, para la administración, que se ahorrará muchos salarios y el correspondiente porcentaje de la improbable extra del verano de 2013. Algunas pocas empresas pueden tener pequeños desajustes de producción; en la mayoría, el paro vendrá de perlas.
El sistema político, en fase electoral, se dará por aludido relativamente y los partidos se verán obligados a prometer cosas que luego no podrán o desearán cumplir. Y nosotros, huelguistas con nómina, veremos que la pérdida de un día de salario no revierte en los que no la tienen, sino que abunda en la austeridad, pública y privada.
No es necesario postergar estos tradicionales repertorios de acción colectiva de medio alcance, siempre y cuando seamos conscientes de los límites derivados de su previsibilidad, por un lado, y, por otro, se pongan al servicio de otras iniciativas, tanto a nivel micro como macro.
Los teóricos de la acción colectiva, Tilly, entre otros, subrayan la importancia de la innovación táctica en los repertorios de acción. La incertidumbre que producen los modos de movilización y discurso innovadores –que no nuevos–, abren la ventana del cambio social y político.
Cuando la protesta reglada toca techo, habitualmente se suele pretende crear incertidumbre recurriendo a la violencia. Es cierto que dicho salto, en primera instancia, puede ser inquietante. Sin embargo, salvo que nos encontremos ante una insurrección armada, el recurso a la violencia no crea incertidumbre, sino todo lo contrario. Está ampliamente demostrado que el aparato inmunológico del sistema se encuentra perfectamente adaptado a ese tipo de desafío. En una escala mayor, tampoco parece que «los pueblos confederados del sur» se vayan a lanzar a una guerra de secesión europea contra «la gran potencia federal del norte».
Se pueden quemar unos cuantos contenedores –como acabamos de comprobar es mucho más antisistémico suprimirlos–, y romper cuatro escaparates, a cambio se sufrirá una represión desproporcionada, pero nunca en una escala victimizadora tal que pueda poner en marcha la vieja espiral acción-represión-acción. Los ejemplos de la barbarie policial en Madrid o Kukutza pueden producir una reafirmación de la identidad resistente previa y provocar la simpatía de la gente de bien, pero los sectores de orden se tranquilizan con tales espectáculos de prepotencia policial: «Mano dura, es lo que hace falta». Es difícil minar la legitimidad de un régimen aparentemente democrático. Para lograrlo, la protesta es imprescindible, aunque no suficiente. Morlino nos recuerda que para el cambio político se precisan tres cosas: movilización, discurso alternativo… Y poner en cuestión la eficacia de las decisiones gubernamentales.
Esta innovación táctica no puede diseñarse únicamente en gabinetes sindicales o políticos, pero tampoco puede dejarse a la creatividad o el espontaneísmo popular: el 15-M creo incertidumbre con su modo de ocupar el espacio público, pero sin la posibilidad de afianzar organizativamente el contrapoder, no ha avanzado en la guerra de posiciones. Ha tenido que retroceder al nivel más cercano, suponemos que para tomar impulso.
Y es que no existe en Madrid ni en España lo que tenemos en Euskal Herria, es decir, una organización política de izquierda con responsabilidad institucional y sindicatos realmente contestatarios. Por eso la innovación táctica es posible en nuestro caso. Por una lado, desde abajo, la cultura política vasca –desde el sentir comunal al sindicalismo comprometido, del auzolan autónomo a la nueva gestión cooperativa–, puede ser un buen caldo de cultivo para fórmulas de resistencia y autogestión alternativas. Por otro, desde arriba, los espacios de poder institucional en manos del soberanismo pueden acordar con las fuerzas sociales un protocolo de respuesta concreto y abierto al consenso de las fuerza políticas que no compartan la terapia neoliberal del shock. Los sectores más comprometidos del socialismo vasco no debieran tener grandes problemas para compartir el «soberanismo vasco del bienestar» pergeñado en una propuesta socioeconómica muy contenida. Incluso, los mínimos indiscutibles podrían integrar a un PNV obligado a desactivar siquiera temporalmente su gen liberal –esas cuatro empresas vizcaínas–, y acudir el tecno-humanismo de Ibarretxe, so pena de perder definitivamente su base social.
No es un «pacto de la Moncloa bis», no puede serlo. Ya que esta respuesta va a suponer un ejercicio de desobediencia expresa, tanto interna como externa, que los promotores deben asumir de antemano. No se plantea la vuelta a la política socioeconómica anterior a la crisis, sino un «nuevo trato» en torno al modelo social, productivo, fiscal y financiero, que necesariamente va a forzar los actuales límites sistémicos.
Obligados por un liberalismo desatado que ha retornado al modelo oligárquico del XIX, estamos volviendo a Lenin y Gramsci. Debería costar algo menos acudir a los años setenta y a las reflexiones que entonces se hicieron sobre el uso alternativo del derecho y de las instituciones. A partir de las aportaciones clásicas de Barcellona, autores como Laso o Saavedra hablaban de «la propuesta, tanto de carácter práctico como teórico, de utilizar y consolidar el derecho y los instrumentos jurídicos en una dirección emancipadora; o, lo que es lo mismo, de ampliar los espacios democráticos en el nivel jurídico de una sociedad determinada». La ventaja, en nuestro caso, es que existe una legitimidad democrática suficiente para traspasar los límites de la legalidad. Algo imposible en la España de finales de los setenta. Menos aún en la contemporánea.
Por eso, aunque nunca está de más la praxis movimentista ya sedimentada, si no se da un paso más, todo quedará en un mero desahogo que, en el mejor de los casos, solo permitirá justificar una política de contención de daños en ámbito vasco. Parece que el soberanismo no es todavía consciente de la potencia de sus recursos institucionales, ni tampoco de sus límites, si no existen acuerdos sociopolíticos más amplios.
Si realmente creemos que somos un país diferente, pensemos algo distinto. Tenemos unos meses de impasse obligado para reflexionar sobre ello. Desgraciadamente, nos va a tocar padecer un periodo de lógica diferencial partidaria que hasta las elecciones va a llevar a muchas fuerzas políticas a sacar pecho o la bravata sin efectos prácticos. Esperemos que no se abran más heridas que las imprescindibles entre aquellos que debieran aliarse para enfrentar esta coyuntura. ¿Alguien sabe de algún o, mejor, alguna estadista que pueda liderar un plan de trabajo similar? Además del encerrado en Logroño, digo. Aquí tiene un voto.

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